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La Iglesia de Santo Domingo es conservada por siempre en la memoria de quienes transitaron ese camino y han sido protagonistas de muchas anécdotas.(Inserto) El Procurador, doctor Benjamín Pérez Fonseca.

Del Caimito y otros lugares en el barrio Santo Domingo

Los recuerdos están como nadando en un estanque, pero conforme pasa el tiempo y son más viejos, bajan inexorablemente a niveles más profundos. Suele suceder que si no nos damos maña para pescarlos a tiempo, se hundirían para siempre en la sima negra del olvido. El Procurador, doctor Benjamín Pérez Fonseca, ha resultado un hábil […]

  • Los recuerdos están como nadando en un estanque, pero conforme pasa el tiempo y son más viejos, bajan inexorablemente a niveles más profundos. Suele suceder que si no nos damos maña para pescarlos a tiempo, se hundirían para siempre en la sima negra del olvido. El Procurador, doctor Benjamín Pérez Fonseca, ha resultado un hábil pescador

Mario Fulvio [email protected]

El Caimito era un terreno rectangular de poco más de cien metros cuadrados que estaba situado a cuatro cuadras al sur de la Iglesia de Santo Domingo. Allá por los años veinte era paso obligado para dirigirse, entre matorrales y árboles de jícaro, a las casitas situadas al sur de Managua.

Fue al atravesar ese potrero que la linda modista Leticia Donaire fue asaltada durante una noche de enero de 1931 por Domingo Cabrera, el célebre “Charrasca”, sujeto que se jactaba de ser encantador de mujeres. La “Licha” fingió ceder a las pretensiones del hombre, pero en un descuido de su agresor sacó su tijera de cortar y se la hundió en el pecho. “Charrasca” al verse herido huyó del lugar, aunque después fue capturado por la constabularia y condenado a prisión.

Según me contaba mi madre, la profesora Isidra Ampié, aquella violación frustrada fue noticia de escándalo en la Managua recoleta de aquellos años, que se deshizo en alabanzas para el heroísmo de la “Licha”, que así cortó por un tiempo las malvadas hazañas de “Charrasca”.

De varias cosas relativas a El Caimito platico ahora con mi amigo de infancia, Benjamín Pérez Fonseca. Rememoramos nuestras vagancias de muchachos durante las fiestas de Santo Domingo, cuando teníamos el compromiso de ir a traer y a dejar a “Mingo”, a Las Sierritas.

“En los años cuarenta las fiestas del ‘Santo’ se realizaban en dos sitios: en el atrio de la Iglesia de Santo Domingo y en la Plaza de El Caimito. Allí vi por primera vez en mi vida un verdadero circo, El Atayde. Ya antes me platicaban mi mamá y mi papá que aquí había venido no sé en qué año, el famoso Circo Dumbar, que era extraordinario.

“El Atayde era un circo de tres pistas, y el espectáculo cumbre era dos motociclistas que se jugaban la vida corriendo en sus aparatos dentro de un globo hecho con cinchas de hierro”.

A esas remembranzas agrego de mi parte que El Atayde traía otra atracción: un enorme gorila llamado “Trucson”, nombre que sirvió de apodo para aquellos sujetos que en aquel tiempo tenía formas y fisonomías de primates. También recuerdo que en la plaza de El Caimito se presentó “El Niño Sapo”, que era un menor que en el interior de un cuarto oscuro se transformaba en un batracio.

LA PALOMILLA DEL BARRIO

“Yo quisiera hacer —dice mi amigo Benjamín— una remembranza de la palomilla de mi barrio, haciendo la aclaración de que todo niño de aquellos años tuvo su grupito, su pandillita, pero quiero hacer énfasis en que aquéllas no tienen ninguna comparación con esas pandillas nefastas que existen ahora. Fuimos niños pícaros y traviesos, pero aquellas travesuras que hacíamos eran travesuras de niño, pero siempre dentro del respeto a los mayores, incapaces siquiera de responderles fuerte.

“Nuestras grandes aventuras eran ir al lago o a Tiscapa, jugábamos el ‘arriba la pelota’, el ‘omblígate’, ‘el fusilado’, es decir, unos juegos tranquilos, inocentes, pero de hombres. Porque hay que decir que nosotros éramos varones de verdad, no como ahora que no se sabe quién es varón de verdad y quién varón de apariencia. Sin ofender a nadie, éramos varoncitos normales que nos gustaban las chavalas.

En ese grupito rindo homenaje a mis amiguitos: el gordo Joseph Quino, que vivía frente a Santo Domingo, era nuestro máximo amigo en calidad y cantidad; al flaco José Antonio Hermida, los hermanos Carlos y Julio Guevara, cuya mamá hacía unas roquillas superdeliciosas; Jose Ángel Arana, que vivía de donde Joseph a la esquina arriba, era famoso porque él decía que era “el rey de los trompones”; el Tano Zelaya, hijo de doña Bertilda (La Bertildona, porque era una señora en cinemascope); Gregorio Moraga, apodado “Buen Manojo”, fue después un pitcher notable; Octavio Flores Herrera “Tabirín”; Carlos García, el de la Feniba; Alejandro “Carambola” no recuerdo el apellido. Otro inolvidable era Oscar Pallais, que era el menor y el más chiquito de todos, un día lo mordió un perro y después nos dimos cuenta que estaba con calentura, enfermito y que lo tenían amarrado… Y para nosotros aquello era terrible porque no nos dejaban verlo.

Y para terminar, que algunos me perdonen por no acordarme, tengo que mencionar a mi recordado hermanito José Iván Pérez, muerto hace dos años en México.

Yo tenía la impresión de que el papá de ustedes era muy enérgico y que no les daba mucha rienda.

Eso sí es cierto. Era muy rígido, pero la verdad es que nos escapábamos. Como sabíamos muy bien su horario de trabajo, nosotros le medíamos el tiempo y lográbamos hacer vagancia día de por medio.

Él era muy sistemático, nos decía que el mejor capital del hombre es la preparación. Fue un varón muy esforzado, y en su oficio de barman tuvo buenos salarios y muy buenas relaciones.

PROFESORES Y AMIGOS

También quiero recordar a nuestros profesores inolvidables. Del Colegio Rubén Darío, a las maestras Carmen y María Luisa Rodríguez; al profesor José Gutiérrez, que era muy severo, daba fajazos y nadie decía nada; al profesor Octavio Ferrey, hermano del “Indio Pantaleón”, y al inolvidable maestro Zacarías Reyes Morales, nuestro querido “Chacalón”.

Mi secundaria la hice en el Pedagógico, y cómo no recordar a los hermanos Honorato, Hipólito, Argeo, Germán, Eulogio, y aquellos vistosos desfiles del instituto, con aquella impresionante banda de guerra.

¿Y que tal relación tuvo usted con su hermanito Iván?

Fuimos eso, buenos hermanitos. Con las naturales y normales diferencias que se dan entre chiquillos, fuimos hermanos en todo el sentido de la palabra, y cuando lo evoco me pongo sentimental. Él también se bachilleró en el Pedagógico y se fue a estudiar a México en el 53, allá se estableció, vino otra vez a Nicaragua, pero cuando ocurrió el terremoto del 72 regresó a México definitivamente, porque era casado con una mexicana, y usted sabe que el amor hala más que un tractor…

¿Y de otras personas del barrio, qué recuerdos tiene?

Desde luego, a don Francisco Quino, a doña Margarita Centeno, a las chavalas de distintos barrios que llegaban a la misa de Santo Domingo. Las de La Asunción, las de la Divina Pastora, las lindas “Hijas de María”, pero concretamente recuerdo a las guapas hermanas Franco, a la deslumbrante —para nosotros que éramos chavalos— Nubia Pallais, la Julieta Pacheco, la Estelita Argüello… ¡Qué embeleso nos daba de ver esas guapuras! Éramos muy chiquillos, pero también ya admirábamos a nuestras muchachas como si quisiéramos ser más hombres.

Yo compraba El Peneca en “Mi tienda”, que quedaba del Danubio Azul media cuadra abajo… También ahí compré después “Patoruzito”, los recuerdo porque eran lecturas sanas acordes con nuestra edad. También fui socio prestalibros de la Biblioteca Americana Nicaragüense que quedaba originalmente de donde fue el Salazar media arriba. Me resulta inolvidable esa dirección, no sólo por lo que aprendí en sus libros, sino porque al frente vivía una joven con la que me casé a los años, se llama Ángeles Berríos Gutiérrez, que me ha dado tres hermosos hijos, pero hay otros hijos que tengo que mencionar y de los cuales me siento muy orgulloso, porque todos los hijos nacen de un amor.

EL HERMANITO IVÁN

¿Qué paso con su hermanito Iván?, le pregunte al Procurador, doctor Benjamín Pérez Fonseca, y él me dijo: “En la Semana Santa del año 2000 regresaba de una gira en mi calidad de Procurador, y tuve a bien quedarme en México unos días al lado de Iván, su esposa, hijos y nietos.

-Llegué con mi familia e iniciamos una Semana Mayor que suponíamos feliz. Al cuarto día de estar allá fuimos a un restaurante muy típico. Entramos e Iván me dijo: “Negro, voy al baño, pedí ya los tragos para que la rompamos”.

-En aquel ambiente tan alegre, sobre todo después de tanto tiempo de no vernos, pedí la tanda que ya estaba lista cuando él regresó. Él se sentó, y el yerno fue el primero en verlo y preguntarle: “¿Qué le pasa doctor, qué siente?”

-Él dirigió una mirada angustiosa al yerno y después a mí: “Me siento mal”, dijo.

-Se acabó la alegría, lo llevamos de urgencia al hospital de Tequisquiapan. Se le dieron todas las atenciones, y cuando salió el director de la unidad nos dijo: “Qué clase de infarto se trae el doctor”.

-Ya no volvió. Para mí aquello fue doloroso e inolvidable. Lo que pensamos que iba a ser un encuentro muy feliz, se convirtió en la muerte de mi hermanito.  

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