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90 años del Colegio María Auxiliadora

Ruth C. de Fuentes

La beata Sor María que pronto será la primera santa de Centro América, fue alumna del Colegio María Auxiliadora dirigido por las monjas Salesianas, a las que más tarde ella perteneció. De allí el gran amor a María Auxiliadora, su madre y reina a la que siempre amó y confió todas sus penas y sus alegrías.

Hizo su Primera Comunión a los ocho años, el 8 de diciembre de 1909, junto a 200 niños en la parroquia de La Merced. Estuvo contentísima de que sus papás la mandaran a clases de piano y violín. La señorita Chepita González era su maestra de piano y le daba también las primeras clases de dibujo y pintura. Don Anselmo Rivas le enseñaba a tocar el violín. Sor María tenía una destacadísima inclinación a la música; en ella todo cantaba.

A las alumnas mayores se les concedía inscribirse en la Pía Asociación de las Hijas de María, y esto lo obtuvo Sor María por muchos años. Ella escribió: “Fue uno de los días más felices de mi vida (el 8 de diciembre de 1915), tenía una dicha inmensa, me sentía toda de Dios… ser toda de Él… fue una felicidad sin nombre, no sé cómo explicarlo, me sentía en el cielo”.

A los 14 años hizo voto de castidad, teniendo como testigo a Jesús Sacramentado, ante el altar de María Auxiliadora en la Capilla de los Salesianos; “la vocación de ser religiosa se arraigaba en mi alma cada vez, con más fuerza”. Siendo todavía joven estudiante le confió a Matilde, su hermana mayor y confidente, un día en el Locutorio: “Sabés, he visto a la Virgen, pero no lo digás a nadie”. Quizás era la primera experiencia mística o milagrosa, no sabemos si la Santísima Virgen le habló, pero ciertamente el rostro de la Madre Divina la confirmó en su destino, de ser religiosa enseguida.

Una compañera de colegio, Adela Santos Blandi, recuerda que una mañana encontró en la clase el lugar de María vacío y que apenas pudo corrió a verla. Estaba en cama, inmóvil, paralizada. Únicamente podía mover un poco la cabeza. Pasaban los meses y María se agravaba. Una vez doña Anita dijo a Adela: “La María se nos va”. El médico había declarado que cedía el corazón. Pero de la boca de la enferma no se oía nunca el mínimo lamento. Dice Adela: “Me llamaba la atención su gran paciencia, siempre respondía sonriente. Yo le contaba lo que pasaba… se reía… por una gracia sobrenatural de la Santísima Virgen mejoró y poco a poco quedó completamente bien”. La Santísima Virgen milagrosamente la curó, pero tal vez, para que recordara siempre la gracia obtenida, le dejó la huella de un cansancio en los miembros inferiores. Debido a lo cual sentía necesidad de un rato de descanso a mediodía.

Cada 24 de mayo había sido para Sor María, desde la infancia, un día de paraíso. El 23 se llevaba la estatua de la Virgen a Catedral donde se disparaban morteros de fiesta y los vendedores ambulantes hacían fortuna. María no veía sino a la Virgen. Durante el inicio de la procesión, ella, a fuerza de abrirse paso, se ponía muy cerca del paso triunfal y cerraba los ojos, dejándose llevar un poco a la ventura del ir y venir de la masa de los fieles. De vez en cuando abría un ojo para asegurarse de estar siempre siguiendo a su Señora, a su Reina.

Sor Ana María Cavallini, que explicaba el hecho, concluye: “Ciegamente la siguió toda su vida, con una confianza absoluta”. En efecto, María decía: “Yo sé que la Virgen me cuida y no tengo miedo de seguirla con los ojos cerrados”.

Las hermanas la querían y la buscaban, y ella jocosamente decía: “Yo soy María cenicienta”, refiriéndose a lo inútil que se sentía. Amaba la pobreza decía: “No se puede amar las riquezas, cuando uno piensa como nació, vivió y murió Nuestro Señor”.

A Sor María la pasaron de maestra de música al Colegio María Auxiliadora, la novedad del cambio de maestra de música levantó una polvareda.

¿Por qué habían cambiado a Sor Berta? ¿Por qué ahora estaba esta hermana nueva y con las gafas de tortuga?

Éstas eran las protestas de las alumnas, especialmente las del “coro” o (como también acostumbramos decir) del canto superior. Y así se hizo huelga. Una sugirió:

– Iremos al coro de los cantores, pero no cantaremos: estaremos con la boca cerrada.

Otra: – Es mejor escondernos, así cuando la nueva maestra…

– Sor María, se llama.

– Cuando Sor María vea que no hay nadie, se irá, ¿de acuerdo?

Y llegó la hora del “coro superior”. Si Sor María sabía o no, el alcance de la represalia que la habían preparado, lo ignoramos, subió al coro de la cantoras, y, allí sola, empezó a tocar el armonium que respondía como si fuera un órgano, con fuerza, con dulzura, con paz.

Las niñas, una detrás de la otra, calladito, se encontraron en su sitio, saliendo de entre los bancos en donde se habían escondido.

¿Les chilló? Ni por soñación. “Sabía que vendríais… que no me dejaríais sola”. Y empezó a cantar. Y el “coro” siguió su curso.

Sor María no conseguía disciplina en ninguna de sus elecciones, debe haber sido su calvario en los comienzos o quizás no, en un alma como la de ella, el caso es que después lo hallaba natural; hablando con una monja ésta le dijo: “Mis alumnas cuando están en clase se mantienen en silencio como si estuvieran en misa”. Sor María le contestó: “Y las mías como cuando salen de misa”.

Actualmente las únicas compañeras de Sor María que están vivas son: doña Lola Coronel de Chamorro y doña Dominguita Bolaños de González. En el colegio siempre fue cariñosa, obediente y sobre todo humilde, recibiendo todo lo que el Señor le mandara con amor, tanto las alegrías como los dolores y tristezas, nunca la vieron que se quejó con braveza e intransigencia, el colegio donde ella se educó cumple los 90 años de fundado, en él Sor María pasó los mejores años de su vida y aprendió a amar a su Rey y su Reina.

La autora es miembro de la Asociación Sor María Romero.  

Editorial
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