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La reforma del Estado y el proyecto de nación

Alejandro Serrano Caldera

La inexistencia de un Proyecto que fije las grandes líneas del desarrollo y las tensiones políticas producidas por el juego de los intereses inmediatos, hacen incierto el presente y el futuro de Nicaragua. Este vacío obedece a muchos factores, entre los cuales se podrían mencionar: falta de una visión moderna del Estado y la sociedad, predominio de intereses coyunturales, preponderancia de una concepción de la política determinada de manera casi exclusiva por los intereses de grupos, escasa valoración del papel de las instituciones en el desarrollo de la sociedad, carencia de una visión de país, entre otros.

Estos rasgos generales que han dominado el ejercicio de la política nacional desde las primeras décadas del siglo XX y los pactos para determinar la repartición del poder, han configurado los caracteres preponderantes del ejercicio político nicaragüense. Los pactos del 38, 48, 50, 71, 99, seguidos de las respectivas constituyentes o reformas parciales a la Constitución que han afianzado el poder de caudillos desde el Estado y desde la “oposición”, son un desafortunado e irrefutable testimonio de esa reiteración de estilos y errores que ha caracterizado la práctica política en Nicaragua a lo largo de los años.

Es una rueda que gira constantemente sin avanzar, como las bicicletas estacionarias utilizadas para hacer ejercicios físicos la que podría representarse en forma gráfica (LA PRENSA ya lo hizo a partir de una entrevista mía): pactos-constituyentes o reformas parciales a la Constitución-reelección y repartición del poder entre caudillos-dictaduras-crisis-conflicto y de nuevo, pactos, etc.

La situación actual está enmarcada en este esquema. El pacto de 1999 que produjo la reforma parcial de la Constitución del 2000, definió las reglas del juego que debían determinar el ejercicio del poder después de las elecciones del 2001. No obstante, en este momento la diferencia estriba en que la reiteración de ese mecanismo no proviene, como en el pasado, de la Presidencia de la República, sino de los liderazgos supremos de los dos partidos mayoritarios, el PLC y el FSLN que, a excepción del Gobierno, controlan el aparato del Estado.

De alguna manera dentro de lo tradicional, más de lo mismo, la situación política del momento tiene una configuración atípica. Nicaragua, geográficamente un triángulo, lo es también como metáfora política. En cada uno de los ángulos del triángulo está situado cada uno de los protagonistas de la correlación de fuerzas y del juego del poder: Bolaños, Ortega y Alemán.

Es atípico porque el Presidente no controla la Asamblea, como en los casos anteriores, pero lo es también porque sin tener poder en el Parlamento, tampoco él es controlado automáticamente por quienes detentan el poder parlamentario, lo que obviamente no excluye las negociaciones con el FSLN para tratar de sacar adelante temas estratégicos: el desafuero del ex presidente Alemán, la ley de reforma tributaria, el veto presidencial, la ley de presupuesto…

Ante los anuncios presidenciales sobre la reforma del Estado se han alzado las voces del FSLN y del PLC, aunque no necesariamente coincidentes, que han propuesto la renuncia del Presidente y de todos los funcionarios del Estado, la constituyente, la adopción del sistema parlamentario que sustituya al sistema presidencial. Estas respuestas, por la forma y contexto, han parecido más bien advertencias al Presidente de lo que le podría sobrevenir de insistir en reformar el Estado en el que ya están definidas, desde la reforma constitucional del 2000, las cuotas de poder del PLC y el FSLN.

Es indubitable que Nicaragua necesita una reforma del Estado que contribuya a modernizarlo, a establecer un efectiva independencia de poderes, a eliminar la influencia de los partidos políticos sobre los poderes y órganos del Estado, a crear instituciones modernas y eficaces, a recuperar el sentido de seguridad jurídica de los ciudadanos y la credibilidad en los funcionarios públicos.

Ahora que desde diferentes ángulos y enfoques el Presidente y distintos actores hablan de reforma del Estado, consenso y reforma del sistema político, es un momento importante para una discusión seria y de buena fe sobre la necesidad de modernizar e independizar las instituciones. Esto, no obstante, bajo algunas premisas ineludibles: consenso, pero no para afianzar intereses partidarios; reforma, pero no para controlar al Estado desde las sedes partidarias; revisión de sistemas políticos, pero no para buscar afianzar poderes personales en nuevas formas de Gobierno.

La reforma del Estado debe ser parte de un verdadero proyecto de nación, de un plan estratégico de desarrollo nacional que contemple tanto los aspectos económicos y sociales internos, como la compleja estructura internacional y las necesarias reformas para establecer instituciones modernas y eficientes ante los retos de nuestro tiempo.

En uno de sus ensayos Octavio Paz pedía nuevas respuestas a viejas preguntas; nuestro problema es más serio pues estamos dando viejas respuestas a nuevas preguntas y de lo que se trata es de dar nuevas respuestas a viejas y nuevas preguntas.

Pero sobre todo esta reforma, que, además de una reforma institucional debe ser también política y social, requiere honestidad y transparencia de sus actores y altura de miras y propósitos en la búsqueda de un proyecto de nación.

El autor es filósofo.

Editorial
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