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Las víctimas de esta rara dolencia, pese a ser jóvenes, poseen una enorme fuerza. Cuatro personas son necesarias para inmovilizarlas.

Miskitos Histeria, brujería y abandono

Namahka es un mar de lodo y miseria. Una comunidad incomunicada con apenas 300 personas. En el último mes ni siquiera los habitantes de las poblaciones vecinas se han atrevido a subir aquí, por miedo a contagiarse del llamado Grisi Siknis Juan Ruiz Sierra [email protected] Elisa y Yamali Jorbín se encontraban postradas en una delgada […]

  • Namahka es un mar de lodo y
    miseria. Una comunidad
    incomunicada con apenas 300 personas. En el último mes ni
    siquiera los habitantes de
    las poblaciones vecinas se han atrevido a subir aquí, por miedo a contagiarse del llamado
    Grisi Siknis

Juan Ruiz Sierra [email protected]

Elisa y Yamali Jorbín se encontraban postradas en una delgada y sucia cama. Era el martes 25 de noviembre, dos de la tarde. Su respiración era tan débil que parecían cuerpos sin vida. Aparte del catre, el cuarto estaba casi vacío, sólo una pequeña muñeca con los brazos amputados decoraba el lugar.

Emilio Jorbín, padre de Elisa, vigilaba a las muchachas desde el salón contiguo. Tenía la mirada perdida y los ojos inyectados en sangre. Andaba en círculos. “No duermo desde hace diez días”, me dijo. A su lado había dos cubos de agua turbia, sacada del río Coco y mezclada con hierba común. Un poco más allá, también en el suelo, se encontraba un machete.

Diez minutos después, Yamali Jorbín, una joven de 15 años, de aspecto delicado, rubia y miskita al mismo tiempo, salió de la casa corriendo con el machete en la mano. De su boca surgían gritos agudos y ululantes. Llevaba los ojos cerrados, pero en ningún momento tropezó o dudó sobre qué camino tomar. Se dirigió a la parte trasera del pueblo, hacia el monte.

Los habitantes de la comunidad se alejaron, aterrorizados. Sólo cinco personas fueron detrás. La muchacha dio una cuchillada al aire, moviendo el arma de derecha a izquierda. Faltó poco para que hiriese a un hombre de unos 50 años, nariz chata y largo bigote. Era su tío, Emilio Jorbín.

Yamali continuó corriendo durante varias decenas de metros, hasta que un joven atlético la derribó de una zancadilla. Emilio Jorbín le arrebató el cuchillo de un golpe. Fueron necesarias cinco personas para inmovilizarla, pues se intentaba zafar con una fuerza impropia para su tamaño. Se revolvía en el lodo, mientras le sujetaban sus cuatro extremidades y su cabeza. Los gritos retumbaban en todo el pueblo. No pronunciaba ninguna palabra.

Fue llevada de nuevo a la casa, una construcción básica de madera, pintada de azul y rojo y elevada cerca de un metro por varios troncos. El tío derramó de manera violenta la mitad del cubo de agua y hierbas sobre su cuerpo. La intensidad de los alaridos disminuyó poco a poco. Después, pasó a embadurnar sus incipientes senos, su barriga y sus piernas. Se ayudaba con un pequeño recipiente de plástico naranja. Los gritos y las convulsiones eran cada vez más apagados. El hombre, al final, tomó un largo trago del líquido verdoso y lo expulsó de forma difuminada por todo el cuerpo de la muchacha.

Yamali abrió entonces los ojos. Tenía una expresión de profunda sorpresa y miraba sin parpadear hacia uno y otro lado. Miró al fotógrafo Orlando Valenzuela, que no dejaba de captar imágenes; me miró a mí y miró a los cerca de 10 lugareños que se agolpaban en la mísera estancia. No dijo nada hasta varios minutos más tarde.

“Comienzan a darme escalofríos y siento un tapón en la garganta. Todo mi cuerpo se tensa. Tengo visiones: veo a unos hombres de negro con puñales que vienen por mí”, me explicó entonces Yamali. Su voz, suave e infantil, nada tenía que ver con aquellos gritos desgarradores de hacía poco tiempo. Daniel Pant, pastor de la iglesia morava, miró tristemente a la joven, la santiguó, y dijo sin ninguna sombra de duda: “Alguien la ha hechizado”.

Yamali Jorbín no es la única víctima de un mal conocido por los miskitos como Grisi Siknis. En Raití ha afectado a cerca de 60 personas. Pero allí ya ha llegado una comisión médica y varios curanderos. Namahka, de momento, no ha recibido ninguna atención. La misma comisión sólo acudirá aquí cuando termine su trabajo en Raití.

SÓLO MUJERES

Mientras, siete jóvenes de Namahka afectadas por el Grisi Siknis duermen casi todo el tiempo, no comen y varias veces al día un impulso les hace correr hacia fuera del pueblo. Intentan armarse de cualquier cosa: un machete, un tronco o una piedra.

Todas son mujeres. Todas tienen entre 14 y 16 años. Todas estudiaban sexto grado de primaria en Pilpilia, una población vecina.

La población entera de Namahka sostiene que se trata de magia negra, pero tiene diferentes versiones sobre el autor. La más extendida es que fue el profesor de las muchachas quien realizó el hechizo. Pero también existe una explicación diferente. Según José Antonio Borginner, del consejo de ancianos, el culpable es un “hombre muy malo que se fue río arriba después de morir la esposa. Antes de irse dijo: ‘Nada bueno habrá para este pueblo’”.

Estas historias de hechizos, de maldiciones, de jóvenes que corren con los ojos cerrados, que tienen la fuerza de varios hombres, sonarían a fantasía infantil en casi cualquier lugar del mundo. Pero no en las comunidades miskitas del río Coco. Aquí todo adquiere una dimensión mágica.

Cada día es una repetición exacta del anterior, de forma que al mínimo cambio se le atribuye una connotación sobrenatural. La pobreza y la incomunicación hacen el resto. En el río Coco las distancias no se miden en kilómetros, sino en días. No hay carreteras y sólo unos pocos cuentan con una panga motorizada.

El caudal se encuentra salpicado de familias enteras que se desplazan río abajo sobre cuatro troncos de bambú atados con cuerdas. Allí comen y duermen. Transportan su cosecha de bananos o viajan para recibir atención médica. La comunidad de San Carlos, por ejemplo, se encuentra a menos de 150 kilómetros de Waspam. Recorrer esta distancia tarda entre cuatro y cinco días; y eso en invierno, cuando el río está crecido. En verano hay que arrastrar la embarcación, y la duración puede llegar a triplicarse.

Namahka no tiene ninguna infraestructura. Sólo es un mar de lodo, un paraíso para los mosquitos. Medio centenar de casas de madera miserables se encuentran dispersas en una superficie plana y deforestada. Detrás de ellas, la selva; delante, el río Coco.

Ni siquiera cuentan con un curandero. Algunas de las afectadas llevan tres semanas bajo este estado; otras, ocho días. Hasta el pasado martes, nadie se había acercado a esta comunidad para comprobar qué está ocurriendo.

“Gracias por venir a Namahka”, dijo José Antonio Borginner, del consejo de ancianos. “Desde que se supo en el río Coco que las muchachas estaban hechizadas, nadie ha subido a la comunidad. La gente pasa con sus pangas por la otra orilla, la del lado hondureño, por miedo a ser también hechizadas”. Según la creencia miskita, si una de estas jóvenes pronuncia el nombre de alguien mientras se encuentra “hechizada”, esa persona se contagia de manera inmediata.

EL HORROR

La misma tarde del martes 25 de noviembre, los habitantes de Namahka llevaron a la iglesia morava a cinco de las afectadas. Las jóvenes marchaban hacia el santuario con las cabezas tapadas por telas.

Vanesa López portaba una cortina blanca a rayas que le llegaba casi hasta la cintura. Su hermano, un adolescente llamado Heriberto López, la llevaba de la mano. Le pregunté porqué la tapaba. “Está hechizada”, me dijo con gran seriedad. “Si mira a una mujer embarazada o con la regla, los poros de éstas se abren y comienzan a sangrar y sangrar hasta que mueren”.

Le pedí a Vanesa que me enseñara la cara. No contestó, pero su hermano me dio permiso para levantarle el improvisado velo. Sólo pude verla durante algo menos de un segundo, porque volvió a taparse de forma instintiva. Tenía las pupilas dilatadas y una intensa expresión de horror. “Ha visto al diablo”, explicó Heriberto López.

El resto de las muchachas afectadas se tumbaron boca arriba en los pequeños bancos de madera. La iglesia consiste en cuatro troncos unidos con paredes de caña de bambú. El suelo es de tierra y fango.

El pastor Daniel Pant, de baja estatura y vestido con una camiseta de tirantes verdes, un pantalón de tela marrón y botas de hule, bendecía el agua y mojaba a las jóvenes. “Todos estamos cayendo en el mismo histerismo. No podemos descansar, tenemos dolor de cabeza”, señaló después, mientras se rascaba el pelo de forma nerviosa.

Zoyla Maibit, una de las afectadas, comenzó a llorar con los ojos cerrados. La cadencia del llanto se fue acelerando progresivamente. No era el llanto de una joven, era como el de un bebé.

El efecto se extendió al resto de las afectadas, que se unieron a Zoyla. Cayeron las cortinas y comenzaron las convulsiones. Las cuatro al mismo tiempo. Fueron de nuevo necesarias cinco personas para controlar a cada una. Todo el pueblo asistía como hipnotizado al espectáculo. Todos menos un niño de tres años, desnudo y con el cuerpo lleno de fango. Tenía las cuencas de los ojos hundidas en el rostro, como un cadáver, y su barriga estaba hinchada, a la manera de los gravemente desnutridos. Parecía ajeno a todo lo que ocurría.

LA CIÉNAGA

“Necesitamos un curandero, pero no tenemos ni dinero ni nada. No sabemos qué hacer. Ni siquiera podemos ir a trabajar al campo, porque tenemos que vigilar a nuestras hijas como si fuéramos militares”, explicó Ramón Padilla, el padre de una de las afectadas.

Justo en ese momento se repitió la misma escena por enésima vez. Idalia Teófila, morena y voluminosa, comenzó a correr y a gritar como una poseída. Llevaba una falda azul que le llegaba hasta las rodillas y una blusa blanca. Tenía el pelo recogido e iba descalza. Movía los brazos hacia todos lados, como intentando golpear y escapar de algo invisible.

Idalia bajó un barranco que va a dar a un pequeño brazo del río Coco, de poca profundidad y aguas cenagosas. La corriente se movía en círculos y estaba llena de palos, pues la noche anterior había llovido sin pausa.

La joven, sin parar de gritar, llegó hasta las aguas. Fue detenida a unos diez metros de la orilla. Estaba llena de fango, de hierbas y de pequeñas ramas. Sus familiares la sumergieron varias veces, para que se calmara. Parecía un bautismo, pero un bautismo oscuro, por los histéricos y agudos chillidos de la joven. El pastor Daniel Pant posó su cansada mirada en el suelo y dijo: “Esto es muy malo para el pueblo”.

A las cuatro de la tarde Namahka estaba, por fin, en silencio. Yamali y Elisa Jorbín, las dos primas afectadas por la histeria, se encontraban incorporadas sobre la cama de su cuarto. Les dije adiós con la mano. Sólo Yamali me contestó, alzando el brazo derecho y moviendo tímidamente los dedos. Seguía sin parpadear y no me miraba. Su vista iba mucho más allá.

Al bajar las escaleras de la casa, vi a un sarnoso y esquelético perro de estatura mediana y color canela. Estaba descansando en el fango, con los ojos cerrados. Sólo los animales pueden permitirse dormir con tranquilidad en Namahka.

MIRADA DE HORROR

A Vanesa López la llevaban con el rostro tapado. “Está hechizada”, dijo su hermano. “Si mira a una mujer embarazada o con la regla, los poros de éstas se abren y comienzan a sangrar y sangrar hasta que mueren”. Su hermano permitió levantarle el velo. Tenía las pupilas dilatadas y una intensa expresión de horror. “Ha visto al diablo”, explicó él.

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