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Mengala, mengalo, mengalería

Jorge Eduardo Arellano

En un artículo de LA PRENSA (“¿A cuál equipo pertenece usted?”), el veterano publicista Róger Fisher ha revivido una palabra obsolescente: mengalo. Por algo no aparece como americanismo en el Diccionario de la Lengua Española (2001) ni en el DUEN de nuestra Academia. Tampoco había sido incorporada a la traducción española Semántica hispanoamericana (1962) de Charles E. Kany. Sin embargo, aplicada al género femenino, pervive en zonas rurales de Honduras, según Atanasio Herranz y María Elba Nieto. En Nicaragua (1994), Joaquín Rabella y Chantal Pallais la detectaron en el mismo ámbito como “persona de pueblo que no lo aparenta” (ser mengala). Por tanto, no había caído totalmente en desuso.

Al parecer, el uso de mengala comenzó a generalizarse más que el de mengalo. El primero en registrar el término, a principios del siglo XX, fue Alfonso Ayón, sin precisarlo: “Mengala: mujer joven de humilde condición social”. Antes de 1910, Hernán Rosales fue testigo de una diferencia entre dos tipos de mujeres jóvenes: la señorita de túnico y la mengala. “Se entiende que la mengala era la obrerita, el tipo de muchacha de origen humilde y que habitaba en los barrios, pero dotada de limpieza y de una simpatía deliciosamente singular” (Managua /Película de una vida, 1950: 15). Luego Hildebrando A. Castellón (1939) anota sobre este sustantivo femenino, manteniendo cierta superficialidad e interpretando una errática etimología: “La muchacha india o mestiza que trajea vistosamente, pero de manga corta, el vestido. Se presume que esta palabra proviene de bengala: tela”. Su impecable contendor, Alfonso Valle (1948), la limitó a: “muchacha del pueblo, obrera y con tendencia a no parecer gente del pueblo”, definición copiada por Rabella y Pallais. Y Manuel Castillo Gámez (1966) aportó el verbo intransitivo: “mengalear: enamorar, requebrar a mengalas. Dícese de los señoritos”.

Las anteriores definiciones carecen de un elemento clave de la mengala o mengalita, como se le trataba —hace muchas décadas— en los periódicos nicaragüenses de la región del Pacífico: la soltería. En efecto, Mercedes Gordillo me ha informado que la cuarta edición del Diccionario Everest (León, España, 1974) figura con la marca de América Central: “Mujer soltera y joven del pueblo”. Pero no registra mengalo, sustantivo con el cual —durante los años diez y veinte— se identificaba a los artesanos en Nicaragua, incluyendo a modestos empleados gubernamentales. Para Juan Aburto, constituían una “clase social” —estrato debió decir— que vestían de pantalón de dril oscuro, de seda blanca en las grandes ocasiones, con botón de cuello y ligas y mancuernillas en las mangas de la camisa. “La punta de un pañuelo blanco —continúa describiendo Aburto al mengalo— asomado en una de las bolsas traseras era para ellos estratégico signo de distinción”. Y añade que no les faltaba el sombrero de pita, prenda de vestir que el terremoto de Managua en 1931 les impidió utilizar desde entonces.

La holandesa Cristina van der Gulden, en su exhaustivo Vocabulario nicaragüense (1995), transcribe la cita precedente, sin especificar la vigencia de mengalo. El hecho es que dicho vocablo, en cierto momento, adquirió una fuerte carga peyorativa —procedente de una estrato social más alto, diz que “aristócrata”— para referirse a una actitud: la falta de autenticidad personal. O mejor dicho: el afán por querer ser lo que no se es, de buscar un estatus superior del que se carece. Con ese objetivo, el mengalo —producto de su complejo, arribismo y cursilería— aparenta demasiado o desmesuradamente, sin importarle las consecuencias. Alejandro Aróstegui conoció a un becario granadino de extracción baja en Italia: usaba guantes y bastón, se tomaba fotos en un estudio de lujo; pero permanecía endeudado por la práctica de su mengalería.

Con dicho ejemplo quizá se tenga una idea clara de esta palabra muy nuestra que sólo tiene su correspondiente sinónimo en Chile: siutequería: actos propios de los siúticos —equivalentes a nuestros mengalos—, según el Diccionario de uso del español en Chile (DUECH) /Una muestra lexicográfica (2001). Otra variante de este fenómeno se da en el Perú: la huachafería, derivación de huachafo: “persona —según Mario Vargas Llosa— que mima las maneras, los comportamientos, los atuendos de una clase social más elevada, pero como no sabe hacerlo, y en él resulta mímica o imitación, eso es lo huachafo” (Semana del autor: Mario Vargas Llosa. Madrid, Ediciones Cultura Hispánica, 1985, p. 53)

En resumen, mengala y mengalo corresponden a palabras que alguna vez emplearon en Nicaragua hablantes mayores actualmente de cincuenta o sesenta años. Es el caso del compositor, poeta y cuentista Róger Fisher, a quien se le debe una interesante clasificación —limitada a tres categorías— en su artículo citado del sábado 27 de marzo de 2004. “Los mengalos se dividen en varios grupos: hay mengalos de cuerpo que son los que tiran las bolsas plásticas y latas de bebidas en las calles, hablan a gritos, no respetan a los peatones y tienen sus celulares encendidos en misa, el cine, o el teatro. Los mengalos de alma son egoístas, vanidosos, envidiosos, arribistas. Los mengalos de alma y cuerpo, son el summun de los defectos anteriores”. A estas tres categorías —deducimos— hay que agregar una cuarta: la manifestada por señoras y señores que vivieron en Miami (léase mengalas y mengalos de nuevo cuño) y que en los supermercados, por exhibicionismo puro, hablan inglés “huachapiado”. Al mengalismo, en consecuencia, pertenecen individuos tanto del sector más bajo como del más alto, de raíces populares o cultas. Hoy la mengalería no es exclusiva de una determinada clase social ni de un género en particular. ¿De acuerdo?

Pasando a la etimología de mengalo, es casi seguro que proceda de mengano, palabra española de origen árabe al igual que fulano y zutano. Esta hipótesis, que comparto, me la ha sugerido el licenciado Fisher, basado en la definición que suministra el Diccionario ilustrado Océano de la lengua española. Edición del milenio (p. 729): “Mengano /a: masculino y femenino. Voz que se usa en la misma acepción que fulano y zutano, pero siempre después del primero, y antes del segundo cuando se aplica a una tercera persona, ya sea existente, ya inexistente”. ¿También de acuerdo?

El autor es director de la Academia Nicaragüense de la Lengua

Editorial
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