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Nuestra República de Weimar

Ramiro Argüello Hurtado

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Nuestra República de Weimar


Ramiro Argüello Hurtado




Los tiempos artificialmente crispados que estamos viviendo en Nicaragua traen a la memoria los tiempos exasperantes y sombríos que le tocó vivir al pueblo alemán a raíz del término de la Guerra Europea, con el humillante corolario (para Alemania) del Tratado de Versalles (1919), que conllevaba la desmilitarización de la orilla derecha del Rhin. Arnold Toynbee, que asistía al singular y vengativo evento, le pronosticó a su amigo T.E.Lawrence que lo que se estaba asentando eran las condiciones para una próxima guerra más atroz que la que acababa de terminar (si me disculpan el oximorón).

Friedrich Ebert, un socialdemócrata, fue elegido como flamante presidente de la no menos flamante República de Weimar. Anoten la fecha: el 9 de noviembre de 1918 la República era proclamada entre vítores y fanfarrias. Sobre el papel se trataba de una república federal democrática.

Los problemas que heredaba el bienintencionado Ebert eran ominosos: el sentimiento de humillación y de haber sido traicionados por los financieros y el estamento militar era algo que no dejaba dormir al pueblo alemán; una inflación galopante fuera ya de control (a finales de 1923 un dólar americano se cotizaba a cuatro billones de marcos de papel moneda), y una deuda y compensaciones de guerra nacionales indescriptibles.

En abril de 1925 Paul Von Beckendorff Hindenburg, encarnación de todas las virtudes militares prusianas, reemplaza al fallecido Ebert. El “Viernes Negro” en Wall Street el 24 de octubre de 1929 origina la “Gran Depresión”, de repercusiones especialmente dramáticas en la magullada Alemania. La nación teutona, como Nicaragua ahora, estaba ansiosa para recibir y acoger, levantándolo en vilo, a un Salvador propulsado por el motor de la historia: El Hombre Providencial.

El caldo de cultivo resultaba propicio para que un demagogo (que jugaría provisionalmente al demócrata) pudiera emerger y prosperar si tocaba las teclas emocionales apropiadas: trabajo para los desempleados, rescate del lacerado orgullo alemán, hacer salir los trenes a tiempo y el retorno a una Edad de Oro enraizada en lo más profundo del inconsciente colectivo de la mitología germana y justificada por una confusa filosofía racial. No tiene por qué sorprender a nadie que un iletrado cabo bávaro (¿terminó al fin el bachillerato en La Salle?) accediera limpiamente al poder vía elecciones libres y transparentes el 30 de enero de 1933: el canciller de la nación alemana respondía al nombre de Adolf Hitler y, también, ocultaba una vida sexual pervertida: en el fondo era un aspirante a pequeño-burgués de tiempo completo. En marzo un apocado y claudicante Reichstag (pueden llamarla Asamblea Nacional) transfiere la totalidad de sus poderes y prerrogativas legislativas al gabinete presidido por Hitler: el autogolpe. Poco después, de manera apresurada, hizo aprobar la Ley de Poderes Especiales (¿Macro? ¿Marco?).

Al morir el decrépito Von Hindenburg se oficializó un nuevo sistema judicial (no estoy seguro si con el nombre de Corte Suprema de Justicia), mientras que el Canciller era erigido en Führer y proclamado comandante en jefe de las Fuerzas Armadas. Demasiadas coincidencias para ser coincidencias.

No debemos asombrarnos, lectores queridos, que alguien con una mentalidad tan turbia como su sexualidad (estoy refiriéndome, claro, al futuro Presidente de Nicaragua: Daniel Ortega Saavedra), y que está cumpliendo a cabalidad su asumido rol histórico de “último Somoza”, pueda controlar la nación con mayores poderes que los casi inexistentes del Presidente, hasta el punto de negociar trasiegos petroleros con el deschavetado Chávez sin tomar en cuenta al Presidente elegido por el pueblo soberano. El epiceno y bonachón Al Capone actuaba de la misma manera despreocupada en el Chicago de los alegres años veinte.

Cuando dentro de no demasiados meses la banda presidencial de Nicaragua alardee espléndida en el pecho viril y heroico hasta lo indecible, los hombres y mujeres de este país habremos dejado de pertenecer a la especie y raza humana.

El autor es médico.

Editorial