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Una transición inestable

A partir de las elecciones del 25 de febrero de 1990, ganadas por la UNO: Unión Nacional Opositora —una coalición de catorce partidos— Nicaragua comenzó la transición de un régimen autoritario a otro democrático. Pero esta transición, desarrollada a lo largo de la última década del siglo XX, fue inestable. Es decir, definida por hechos […]

A partir de las elecciones del 25 de febrero de 1990, ganadas por la UNO: Unión Nacional Opositora —una coalición de catorce partidos— Nicaragua comenzó la transición de un régimen autoritario a otro democrático. Pero esta transición, desarrollada a lo largo de la última década del siglo XX, fue inestable. Es decir, definida por hechos claves que tenían su arraigo y explicación en la cultura política nicaragüense.

El primero de ellos —y más importante— fue el Protocolo de la Transición: un pacto secreto auspiciado desde su origen, al día siguiente de las elecciones, por los ex jefes de Estado, Jimmy Carter y Carlos Andrés Pérez. Sus firmantes eran, por un lado, el FSLN, temeroso de que su sistema impuesto fuera barrido; y, por otro, el ingeniero Antonio Lacayo — yerno de la mandataria electa doña Violeta Barrios de Chamorro— y el grupo de la UNO que encabezaba Alfredo César ¿Su fecha? El 26 de marzo de 1990.

Por medio de este pacto se respetaría el ordenamiento jerárquico del Ejército Popular y la Policía Sandinista. Se ratificaban las asignaciones de bienes de propiedad privada concedidas arbitrariamente a la “nomenclatura” ex gobernante. Se mantenía en sus cargos a los cuadros del FSLN ubicados en el sistema financiero estatal y se otorgaba al mismo partido —habiendo sido derrotado en las elecciones se negaba a resignar el poder— otras concesiones y garantías. De hecho, la conciliación predicada en su campaña por doña Violeta se tradujo, casi de inmediato, en un proceso de “concertación” y, a largo plazo, en un tácito cogobierno.

Este proceso se vio propiciado por dos desencuentros. Uno: que el FSLN no había concebido, mucho menos previsto, la derrota electoral; en consecuencia, no estaba preparado para asumir el rol de una oposición legal y pacífica. Por eso el ex presidente Daniel Ortega —de acuerdo con su promesa pública de “gobernar desde abajo”— desafió al gobierno, desde el principio, liderando asonadas sucesivas en Managua.

El otro: que el país no disponía de instituciones fuertes y prestigiadas para superar las crisis políticas que inevitablemente se produjeron. El sistema judicial y las fuerzas armadas eran obviamente partidistas, los partidos políticos emergentes carecían de líderes con experiencia en el arte de gobernar y los gremios sindicales y empresariales de la oposición —sólo para poner tres ejemplos— no constituían fuerzas organizadas. Sólo la Iglesia Católica —bajo la conducción de su líder el cardenal Miguel Obando y Bravo— había sobrevivido con una estructura sólida y unida.

En ese escenario, siguieron los llamados Acuerdos de Concertación, por los cuales los sindicatos controlados por el FSLN obtenían —en compensación a la entrega de las empresas “propiedad del pueblo” que administraban— un porcentaje de las acciones. Algunas veces eran cesiones a título gratuito y otras fueron otorgadas con excepcionales facilidades de pago. De esta manera, le fueron entregados a los trabajadores ingenios azucareros, tierras, industrias, fincas en explotación, etc. Otras veces se les daba bonos emitidos por el Estado, cobrables a 20 años de plazo, con un interés del 3 por ciento, que podían usarse para comprar bienes estatales. Merced a esos acuerdos, el FSLN pudo consolidar una fuerza económica, adueñándose los miembros de su “nomenclatura”, legal y definitivamente de bienes confiscados y expropiados cuando había ejercido el poder.

Altibajos de la paz y gobernabilidad

Esta estrategia de negociaciones permanentes le dio al gobierno de doña Violeta paz y gobernabilidad. Pero, desde su inicio, el Ejecutivo se vio en la obligación de obtener el desarme de la Resistencia Nicaragüense (la Contra) y la venida al país de la misión CIAV-OEA, encargada de vigilar el respeto a la vida de los desarmados por parte del Ejército Popular Sandinista (EPS). Sin embargo, las denuncias fueron sistemáticamente desatendidas de parte del ejército hasta rozar un régimen de impunidad. Más de cien comandantes de la ex Resistencia fueron asesinados, incluyendo a su ex jefe coronel Enrique Bermúdez, quien buscaba un liderato político con sus subalternos para defenderlos mejor.

El Gobierno no se ocupó seriamente de la situación de quienes habían entregado sus armas ni cumplió las promesas de adjudicación de tierras, insumos y créditos para que emprendiesen labores agrícolas, reinsertándose en la vida civil. Esta situación originó que se organizaran bandas armadas en zonas rurales de los departamentos de Jinotega, Estelí, Matagalpa y Nueva Segovia, que asolaban a los habitantes. Tales incursiones acabaron, ya fuera por las acciones represivas del EPS o porque se negociara con los jefes más influyentes otorgándoles prebendas en tierras y dinero en efectivo.

Al desarme y desmovilización de 22,000 miembros de la Resistencia —oficializada en Los Acuerdos de Toncontín, Tegucigalpa, Honduras, el 23 de marzo de 1990— siguió otra gran tarea: el retiro de 96,000 efectivos del EPS (contabilizados en abril de 1990), reduciéndose éste a 15,000. Tal disminución significativa quedó acordada, antes de la toma de posesión de la nueva Presidenta el 25 de abril de 1990, por los equipos de transmisión de los gobiernos entrante y saliente, al igual que su despolitización y profesionalismo. En la práctica, el decreto-ley 2-91 aseguró al EPS una autonomía real frente al Ejecutivo que le permitía ejercer actividades financieras y funciones de orden público, crear y administrar empresas; hecho interpretado por la oposición como “enclave feudaloide” al estilo de los ejércitos de Honduras, El Salvador y Guatemala. En realidad, se trataba de la consolidación institucional del ejército que pasaba de una ruptura orgánica con el FSLN para desempeñar un papel estabilizador del nuevo gobierno, culminando con el cambio de nombre en Ejército Nacional y la anulación de la llamada “doctrina militar revolucionaria”. En suma, se transformaba de “brazo armado del pueblo” en “la institución armada para la defensa de la soberanía, de la independencia y de la integridad nacional”.

El retiro de la jefatura del ejército del general Humberto Ortega Saavedra, quien ocupaba el puesto desde 1980 y se había convertido en caudillo militar, fue objeto de intensas negociaciones. Doña Violeta, en una decisión repentina, anunció el Día del Ejército —el 2 de septiembre de 1993— que el general Ortega se retiraría. La respuesta de éste fue que acataría la orden siempre cuando se aprobase una nueva ley del ejército, donde se instituyera la inmovilidad de los cuadros superiores, así como la escogencia del titular se hiciera de una propuesta que presentaría el Estado Mayor a la Presidenta de la República. Además, se debería aprobar el estatuto social militar que garantizara recursos financieros para el retiro de los oficiales y demás miembros. Con ese fin, se crearía un patrimonio constituido en gran parte con bienes que el ejército se había recetado unilateralmente durante la década revolucionaria. Todo ello quedó plasmado el 23 de agosto de 1994, cuando la Asamblea Nacional aprobó el Código de Jurisdicción y Organización, Previsión Social del Ejército Nacional, mandado a publicar por la Presidencia de la República en La Gaceta el 2 de septiembre del mismo año.

Obviamente, factores externos e internos contribuyeron a la consolidación del Ejército. Entre los primeros, la caída del Muro de Berlín y la disolución de la URSS que condujeron al ejército a una urgente desideologización y reestructuración, a seguir el modelo de los países vecinos, especialmente de Honduras; a insertarse en la estructura militar hemisférica —controlada por los Estados Unidos— y así conseguir legitimidad y reconocimiento internacional. Y entre los segundos, la debilidad del gobierno de doña Violeta, quien —al carecer de partido y distanciarse muy pronto de la UNO— ofreció un espacio al general Ortega para desempeñar el papel de árbitro coyuntural y guardián de la estabilidad democrática, que tanto se requería. No obstante el —caso— trágico de Jean Paul Genie afectó su carrera del jefe del Ejército, quien pretendía seguir desplegando un alto perfil político, pero dejó el mando en febrero de 1995. A continuación, se eligió sin problemas como sucesor suyo al general Joaquín Cuadra Lacayo. La institución castrense, para entonces, ya gozaba, de un status privilegiado.

Otro elemento de estabilidad lo aportaba la propia personalidad de la mandataria, cuya imagen ecuánime en el escenario nacional fue siempre la de un símbolo materno, no controvertida, quien tenía la experiencia de arreglar las diferencias entre sus hijos. Pudo entonces colocarse por encima del debate político. Esto no impidió el desarrollo de graves enfrentamientos y desafíos al Gobierno, como el del nutrido grupo de alcaldes de los departamentos de Chontales y Boaco que mantuvo un bloqueo en los caminos de acceso a la capital, como protesta por los desafueros de los elementos del ejército, ya contra campesinos que habían integrado la Resistencia, o invadiendo propiedades privadas. Detrás de estos movimientos se hallaba un entente entre el vicepresidente Virgilio Godoy, el presidente de la Asamblea Nacional Alfredo César y el alcalde de Managua Arnoldo Alemán. La protesta pedía la destitución del ingeniero Antonio Lacayo, quien prácticamente tomaba de facto las decisiones políticas de su suegra.

En todo caso, el contacto de colaboración entre las fuerzas políticas democráticas que habían ganado las elecciones fue suspendido. El gabinete de la presidenta Chamorro lo conformaron en su mayoría técnicos escogidos por el ingeniero Lacayo. Ello dejó a la presidenta Barrios de Chamorro como una figura, aunque atractiva y notoria, del protocolo que corresponde a un Jefe de Estado. De todas maneras, la paz se fue afirmando, pese a que la antigua coalición de la UNO entró en un período de disolución irreversible. Una parte se alió con el sector moderado del FSLN, mientras otra se coaligaba con el gobierno. A partir de 1994, toda la dinámica política se concentró en la Asamblea Nacional, donde se incubaba un cambio trascendental para el proceso de la transición nicaragüense.

Reformas constitucionales de 1995

Básicamente, consistió este en la reforma de la Constitución de la República vigente —la de 1897— que suele ser el remate de toda transición hacia la democracia. Esta vez el énfasis se puso, desde el comienzo, en eliminar a la Carta Magna su desmesurado presidencialismo, constante histórica de la cultura política nacional. Era natural entonces que, al enrumbarse por la senda democrática, los nuevos dirigentes se empeñaran en debilitar a la presidencia en beneficio de la Asamblea Nacional. Al cumplir este objetivo, salió penalizado el Ministro ingeniero Lacayo, quien había alimentado la ambición de suceder a su madre política en el solio presidencial y que terminó por dimitir, para dedicarse a gestionar desde la llanura la anulación de las inhibiciones que le perjudicaban y a formar un nuevo partido: el Pronal (Proyecto Nacional). Con la salida de Lacayo, el gobierno quedó sin liderazgo.

Esta confrontación alcanzó su clímax cuando la Presidencia se negó a publicar el texto constitucional reformado, alegando que existía un vacío en la ley respecto a que no establecía el tiempo en que deberían promulgarse las reformas, ya que no podía vetarlas. El Poder Legislativo, entonces, tuvo que publicarlas en La Gaceta el 24 de febrero de 1995. Hubo momentos en que el Ejecutivo se regía por la Constitución de 1987 y el Legislativo por la Constitución reformada. Este impasse se salvó con la intervención del cardenal Obando y Bravo, llegándose al acuerdo conocido como Ley Marco, a todas luces inconstitucional por la cual el Ejecutivo aceptaba publicar las reformas con la condición de que las limitaciones no entrasen en vigor, sino al finalizar su período.

La Ley Marco, suscrita el 14 de junio de 1995, establecía la condición sine qua non de “ser consensuada entre los poderes del Estado y aprobada por la Asamblea Nacional por mayoría calificada de por lo menos el 60 por ciento de los votos de todos los representantes”. Este hecho —que obedeció a una alianza entre la democracia cristiana con los sandinistas renovadores y sectores de la UNO— rompió con las tensiones y ambos poderes acabaron nombrando a los magistrados de la Corte Suprema de Justicia y al Contralor de la República. La Asamblea Nacional se autolimitaba en su poder.

Aunque era evidente que dicha Ley era inconstitucional, al cercenar los privilegios de la Asamblea, sirvió para terminar con su paralización, evitando la inestabilidad del Gobierno. Este hecho fue un ejemplo del peculiar desarrollo mostrado por la transición nicaragüense: lo que se denomina “arreglismo”. Según este comportamiento cultural, cualquier entendimiento es viable, deseable y aceptable, independientemente si es legal o no, siempre que logre solucionar una crisis. O sea se recurre a la famosa razón de Estado.

Hacia un estado de derecho

Doña Violeta abrió una nueva senda para el desarrollo democrático nicaragüense. Como lo ha estudiado David Close, ella —de acuerdo con los cánones de la democracia liberal ortodoxa— quería crear un estado de derecho, un gobierno donde prevaleciera el imperio de la ley. Tal concepto era desconocido en la práctica de los gobiernos nicaragüenses. A pesar de que la presidenta Chamorro colocó a su país en el sendero correcto, no puede afirmarse que se haya consolidado ese estado de derecho durante su administración, “ya que hubo demasiados cargos plausibles de corrupción y el sistema judicial se mantuvo débil” (Close: 312). Pero es poco realista esperar que el imperio de la ley se arraigara en Nicaragua en apenas media docena de años sólo debido a que una Presidenta elegida legítimamente lo haya concebido como meta de su gobierno.

Sin embargo, desde otra perspectiva —la del equilibrio constitucional—, el récord de la Presidenta fue mejor. Nunca la libertad de expresión se había consolidado tanto, desapareciendo por completo la censura. Lo mismo puede afirmarse de la ausencia casi absoluta de presos políticos y de una tolerancia práctica de opiniones y críticas que, a pesar de ser débil su presidencia, era la de más firme posición que hasta entonces se había dado en Nicaragua. Si a esto sumamos el control de la inflación y la estabilización de la moneda, un mayor equilibrio de poder entre el Ejecutivo y el Legislativo más un reconocimiento a la legitimidad y utilidad social de la redistribución de la propiedad —aunque esta no fue resuelta como era de esperarse—, resulta inevitable concluir que la administración Chamorro, dadas las circunstancias, dejó un balance positivo.

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