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Con agujeros por todos lados, el cadáver de Rigoberto López Pérez tirado en el patio del comando de León, la madrugada del 22 de septiembre de 1956. (LA PRENSA/Cortesía Nicolas López Maltez, la estrella de Nicaragua)

A sangre fría El asesinato que estremeció Nicaragua

Este 21 de septiembre se cumplen 50 años de la noche en que Anastasio Somoza García sufrió un atentado que acabó con su vida. El autor de los disparos, Rigoberto López Pérez, murió en el intento y el dictador falleció a los pocos días en una cama de hospital en Panamá. LA PRENSA presenta testimonios […]

  • Este 21 de septiembre se cumplen 50 años de la noche en que Anastasio Somoza García sufrió un atentado que acabó con su vida. El autor de los disparos, Rigoberto López Pérez, murió en el intento y el dictador falleció a los pocos días en una cama de hospital en Panamá. LA PRENSA presenta testimonios de algunos testigos de aquella noche que estremeció al país
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Antes que le disparara, Rigoberto López Pérez había seguido a Somoza a San Jacinto el 15 de septiembre y a la Convención en el Teatro González el 21 de septiembre.

En abril del mismo año había ido a Panamá donde Somoza participaría en una cumbre continental de mandatarios de América.

Tras la muerte de Somoza más de 500 personas fueron encarceladas y torturadas bajo sospechas de conspiración contra el fallecido presidente.

Tres de los principales miembros del complot de Rigoberto López Pérez —Edwin Castro, Ausberto Narváez y Cornelio Silva— fueron asesinados a balazos “tratando de huir” de la cárcel. Otros 12 murieron por efectos de las torturas tras salir de las cárceles, entre ellos el periodista Rafael Corrales Rojas, quien estaba a la par de Somoza cuando le dispararon.

Del total de encarcelados, 21 fueron pasados a Corte de Investigación y Consejo de Guerra, de donde 16 salieron con condenas varias, incluyendo al director del Diario LA PRENSA, Pedro Joaquín Chamorro, quien fue sentenciado a 40 meses de confinamiento en el puerto lacustre de San Carlos, Río San Juan.

El presidente Anastasio Somoza García tenía 60 años al momento de su muerte y una fortuna valorada en no menos de 100 millones de dólares.

Liberales

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Cuando el alcalde sandinista de Managua, Dionisio Marenco, devele este 21 de septiembre —si es que lo logra hacer y no se retrasa— la estatua que en honor a Rigoberto López Pérez hizo con fondos de la comuna y de los llamados amigos del Frente Sandinista, en la rotonda Universitaria, estará dando por inaugurado el monumento a un hecho trágico que hace exactamente 50 años estremeció a Nicaragua.

El 21 de septiembre de 1956, un conspirador poeta llamado Rigoberto López Pérez disparó cinco veces contra el entonces hombre más poderoso del país, el general Anastasio Somoza García, un dictador de malas mañas que desde hacía dos décadas ejercía el poder en Nicaragua a sangre y fuego.

Recuerda el fiscal militar del caso, Agustín Torres Lazo, en su libro La Saga de los Somoza, que aquella vez el general Somoza celebraba en la Casa del Obrero, de la ciudad de León, su postulación, una vez más a la Presidencia de la República, por el oficialista Partido Liberal Nacionalista (PLN).

Dice que aquel día ya existían suficientes rumores sobre un atentado a la vida del dictador, fraguada desde El Salvador por un grupo de exiliados entre quienes se encontraba el ex capitán de la Guardia Nacional, Adolfo Alfaro, quien estaba exiliado en ese país luego de participar fallidamente en la conjura de los militares para matar al mismo Somoza en los sucesos de abril de 1954.

Cuenta el fiscal que los agentes de la recién fundada Oficina de Seguridad Nacional y el amplio dispositivo de seguridad de la Guardia Nacional no le dieron importancia al asunto, a tal grado que el mismo Somoza rechazó colocarse bajo el traje oscuro un chaleco antibalas que le hubiera protegido de cualquier disparo en el tórax.

EL PISTOLERO INESPERADO

Si quienes conocieron a Somoza García daban fe de que el hombre era capaz de cualquier cosa con tal de mantener el poder, quienes conocieron a Rigoberto López Pérez decían lo contrario: que el joven no parecía capaz de hacer algo indebido, mucho menos matar a nadie a sangre fría.

Don Juan Toruño fue una de las muchas personas que compartió con López Pérez horas antes que éste atentara contra la vida de Somoza.

“Este Rigoberto era un muchacho bien calmo. Nunca parecía molestarse por nada, tenía un temple y sangre fría que nunca le he conocido a nadie más”, recuerda don Juan, quien la mañana del 21 de septiembre estuvo platicando con Rigoberto López Pérez y hasta almorzaron ese día tras conversar algunas horas de la mañana en la Radio Darío, propiedad del mismo Juan Toruño.

“A pesar de que era mi amigo, nunca me dijo nada porque él nunca hablaba de política. A mí me parecía que más que respetuoso, era tímido o miedoso”, recuerda el veterano periodista leonés, quien cuenta una anécdota que revela en cierto modo la sangre fría a la que él hace referencia.

“El día que él (Rigoberto) mata Somoza, en la mañana estábamos sentados en la puerta de la radio y pasó un jeep de la Guardia repartiendo cajas de fósforos con la cara de Somoza. Se paran y nos dicen: voten por el hombre, y nos tiran varias cajas, yo agarro una y seguimos hablando hasta que la Guardia se fue. Yo le digo a Rigoberto: ve poeta, se reelige este jodido de Tacho; él me tomó la caja de fósforos, vio la imagen de Anastasio Somoza, me la devolvió y me dijo: ajá, pero no me dijo nada más”, cuenta.

Recuerda que ese mismo día hablaron de un viejo proyecto de sacar un cancionero, y que para comenzar pusieron un disco en la radio, y Rigoberto copió la letra en un papel. “Él sabía taquigrafía, pusimos el disco y él sacó la letra y después la escribió a máquina, me dijo que ahí me la dejaba para que fuéramos avanzando”. Recuerda que luego se fueron a almorzar, pero que Rigoberto no comió mucho y al rato se marchó hacia el lado el Parque Central, “pero no iba triste ni pensativo porque así era él, lleno de enigmas”.

Don Juan Toruño no fue a la fiesta de la Casa del Obrero, porque no le agradaba Somoza. “Somoza no le agradaba a la mitad del país, a la mitad pensante del país”, justifica y agrega que esa noche se acostó temprano.

NI LAS PROSTITUTAS SE SALVARON

“Yo me di cuenta hasta el día siguiente que me fui a la radio y todo el personal está alarmado, y yo llegando y me dicen que mataron a Somoza. El estupor me invade, pero antes que pueda reaccionar, me dejan helado con la noticia a boca-de-jarro. ¿Y sabe quién lo mató? El pueta”, recuerda que le dijeron y dice que tras un momento de vacilación preguntó: -“¿Y a él qué le pasó? -Lo mataron”, le respondieron y dice entonces que se le heló la sangre porque presintió lo que, en efecto, ocurriría después: la Guardia se llevó a culatazos y patadas a todos los de la radio y a él lo encarcelaron y torturaron varias semanas.

Dice que en esos días también se llevaron a su cuñado Noel Jirón, acusado de conspiración, luego que éste le diera “ride” el día del hecho a Edwin Castro Rodríguez, uno de los principales conspiradores del atentado a Somoza, junto a Ausberto Narváez, Cornelio Silva y el propio Rigoberto López Pérez. Los últimos cuatro murieron a manos de la Guardia.

“Se llevaron a tanta gente, que no perdonaron ni a las putas. Alguien contó que un día antes del atentado, a Rigoberto lo vieron en el barrio San Felipe, en una zona de tolerancia donde habían varios burdeles, y hasta allá llegaron los agentes a llevarse a las mujeres porque pensaban que una de las muchachas fue quien metió la pistola a la Casa del Obrero”, relata don Juan, cincuenta años después de aquel hecho.

EL ÚLTIMO MAMBO

Nada presagiaba la tragedia que aquella noche de aires cálidos, viernes 21 de septiembre, se cernía desde León a toda Nicaragua. Ya los convencionales habían proclamado a Somoza para candidato y se preparaban a celebrar el próximo gobierno.

Dice Róger Morales que Somoza llegó alegre y repartiendo saludos a eso de las siete y media u ocho de la noche, con una comitiva impresionante entre los que iban correligionarios, familiares, amigos y agentes custodios.

Que lo ubicaron en la mesa principal colocada al frente de la sala central, de piso ajedrezado, en una amplia mesa de manteles blancos, bajo un techo de bajareque sostenido sobre dos columnas de madera sólida. Que al lado de la mesa se dispersaron varios guardias, uniformados y civiles, y que alrededor de la mesa principal se dispensaron las otras mesas para los allegados del hombre.

Que al rato de sentarse, Somoza salió a bailar con la Novia de la Casa del Obrero, una muchacha agraciada a la que recuerda con el nombre de Miriam Pérez, por lo cual los agentes de seguridad llegaron hasta la banda a pedirles que tocaran un mambo “porque el general quería lucirse”. Después del mambo, se dio por iniciada oficialmente la fiesta y Somoza se fue a su mesa a recibir las constantes visitas de gente que le quería saludar, o pedir favores, o pagarle favores.

MUERTE AL RITMO DE JAZZ

Dice Morales que a eso de las nueve y media de la noche vio pasar por ahí, solitario, a Rigoberto López Pérez, a quien conocía porque aparte de jugar béisbol con él en las calles de San Isidro y otros cuadros aledaños a la ciudad, también habían tocado en la misma banda donde el conspirador hacía de violinista y compositor, e incluso hasta lo había acompañado a jornadas nocturnas de serenatas a una doncella de nombre Caridad, a quien López Pérez le dedicó esfuerzos amorosos sin aparentes resultados exitosos.

“Estábamos pues tocando la orquesta Occidental Jazz, yo era vocalista. A la hora del caso, estamos tocando Hotel Santa Bárbara, una pieza movida de jazz. Yo lo perdí de vista un rato y luego lo vi bailando con una muchacha que no sé quién era”, recuerda don Morales.

“La última vez que yo hablé con él fue el domingo antes a la Convención. La banda tocaba todos los fines de semana en la Casa del Obrero y él llegó el domingo antes, por cuenta a inspeccionar el lugar, se paseó por el salón de esquina a esquina, bailó solo como si tuviera midiendo el piso o practicando, y luego se fue despidiéndose de seña de mano”, dice Morales.

“El día que lo matan, el poeta andaba de camisa blanca manga larga y pantalón oscuro. Yo lo alcanzo a ver casi agachado terminando de disparar cuando un guardia le dio un culatazo salvaje en la nuca que lo manda para adelante y ahí nomás se armó la balacera”, recuerda pensativo el músico, quien al sonar de los disparos, y previendo lo que venía, salió huyendo de la zona del crimen.

“Yo me fui a encerrar a mi casa y en la calle sólo oían los lamentos de la gente que iba arreada a patadas y culatazos por la Guardia. Fue una noche de pesadilla, tiros, gritos y llantos por todos lados…, se desató una cacería como nunca antes ha vuelto a ocurrir en León”, dice y suelta, como en meditación una frase que resume la sorpresa que para los leoneses resultó aquella noche: “Era tanto el miedo por lo que había ocurrido, como la sorpresa por quien lo había hecho”.

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