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Ángeles en la lejanía

Ángeles del Infierno se autollamó una banda internacional. No vinieron con las castañuelas que nos han llenado de tanta sana e hispánica euforia. Vinieron con el “castaleñazo” equivalente al crujido. No hubo ni remotamente la fantástica paridad de ser todos como los ángeles porque esa sólo pudo estar empujada por el pinchazo en las venas […]

Ángeles del Infierno se autollamó una banda internacional. No vinieron con las castañuelas que nos han llenado de tanta sana e hispánica euforia. Vinieron con el “castaleñazo” equivalente al crujido. No hubo ni remotamente la fantástica paridad de ser todos como los ángeles porque esa sólo pudo estar empujada por el pinchazo en las venas indefensas, por la complicidad alucinógena prendida en una juventud que va “clamando por el desierto” sin que su voz sea oída.

El tapete se va poniendo sobre las mesas y las plazas nocturnas. Quizá sea, pecando de utopista, la última soñada vez que se haya roto el remanso pretendiendo con ello que en la ficción sólo hayan quedado cenizas incapaces de repetir el mismo cantar del fuego.

Freno la apreciación sobre los lejanos querubines para expresar mi admiración por el rock exaltado por el colorido y no la camisa negra aunque negro sea el color de la tierra que nos devorará y mi negación por los reducidos valores del reggaetón para escribir brevemente sobre el “ripbop”. Nació entre 1939 y 1945 —la disidencia del jazz nació, usó el ropaje de la transformación. Todo el que se expresara contra ese estilo estaba fuera de la vida moderna, era considerado como un “jazzista” tradicional. Idéntica consideración podrían tener los oponentes a la trastornada convulsión de hoy.

Identificábanse como el “rebop” y el “ripbop”. El dominante total era el ritmo a cuatro tiempos extraído del jazz. Pero cuál era la diferencia entre lo actual impregnado del estallido metalero, de la guerrilla electrónica y de los arcos sin el iris de la creación: la marca monopólica, más suave y profunda del contrabajo alimentada por los dedos del ejecutante en una sistematicidad absoluta. Los contrastes suyos con el resto de la instrumentación lograban la polirrítmica. Oyendo un CD de esos embajadores rockeros del Infierno, no pude ocultar la sensación de advertir un algo del “bebop”, alguna llamita de aquel extraño y violento paraíso, valga la contradicción, del periodo anteriormente señalado.

El fraseo discurre sobre las partes del compás, puesto de una forma arbitraria para dar a entender hacia dónde vamos en la noche ensalzada por el vocalismo. Los registros más altos y más bajos son explotados al máximo para dar con la máxima algazara, lo cual es fácilmente insinuado por el origen. Sentíase en el despunte la armonía del verdadero rock o para ser más conservadores en el cotejo, del verdadero jazz distante de la algarada politonal y atonal. Tonalidades indefinibles, cambios inusitados en la base armónica. “El bebop” —el antes— a pesar de estar caracterizado por el arrebato, por la atmósfera tensa y nerviosa, pero no tan agitado como las últimas propuestas. Falta en estas bandas el encanto y la expresión puras de la antecedencia. Son la contraparte del “new orleansstyle”. Mejor, siendo de la familia del jazz evolucionado, la magia serena del tergiversado también inolvidable Duke Ellington.

La Prensa Literaria

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