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(Foto: LA PRENSA/Oswaldo Rivas)

En el parque de Juigalpa

A: Ronald Bendaña Cano Antes de cumplir los veinte años viví alrededor de la plaza mansamente machacando destinos sin profetas; en las bancas del parque convoqué audiencias espontáneas para que sus moradores relataran el descontento provinciano. Ahí justificamos nuestras vidas bajo la eternidad de los dioses y la imprescindible sustentación terrenal; sin cielo los ángeles […]

A: Ronald Bendaña Cano

Antes de cumplir los veinte años viví alrededor de la plaza mansamente machacando destinos sin profetas; en las bancas del parque convoqué audiencias espontáneas para que sus moradores relataran el descontento provinciano.

Ahí justificamos nuestras vidas bajo la eternidad de los dioses y la imprescindible sustentación terrenal; sin cielo los ángeles no existirían y sin tierra los hombres no podrían ubicar pretextos viables. Es necesario espacio para que el tiempo transite en su laberinto, juegos de espejos irradien semejanzas, dupliquen caracteres y extiendan compulsión del poder.

El día encendimos para trasegar aceptaciones y apariencias. Repetimos signos predadores de conciliábulos universales, orgías de brujos que refrescan realidades, distractores míticos para no horrorizarnos de nuestra crueldad. Aprendimos la canción preescolar ejercitada, mantuvimos necesariamente erección inmediata y maldecimos la estupidez que casi nos condujo al suicidio. ¿Bebimos el sol y sus confines sin desatar placer? ¿Cargamos la pasión primitiva con perseverancia evolucionista?

Enterramos y desenterramos muertos. Achicamos al misterioso corazón algunas penas para ganarle muchas batallas; tratamos de convencerlo, redimirle llantos aprisionados, deseando no empañar vitrales del claustro de la parroquia ni arruinar la piel de vírgenes cautivas.

Dos

La parroquia de la Asunción y el parque central de Juigalpa anudaban resignación franciscana. Deambulábamos entre altares y arboledas para airear desconsuelo. Recuerdo la vieja casona alzando el hermoso campanario colonial derrumbado por curas ociosos, el cual alegraba la tibieza del aire bajo repiques armoniosos del anacoreta Chon Pedorro, olvidado beato que no pudo graduarse de tonto, porque para Chon el camino a Roma era muy largo, aunque sabemos otros alebrijes menos penitentes gozan ese manoseo vaticano.

Representaba la parroquia laboreo cristiano. La torre y su nave, imprescindible mesón de Dios; el atrio, vasto rascadero de pobres creyentes; la casa cural, ordenadora de almas, index negociable, caseta de peaje para el tránsito divino que nos libraría la tempestad furiosa del infierno. Igualmente, el añoso parque dignificaba a sus alcaldes.

Kioscos, refresquerías, bibliotecas y árboles patrióticos aguantaron exterminio de políticos mentirosos, falsos jardineros civilistas y meadas consuetudinarias de perros ambulantes. Las bancas de todos los parques del mundo han hecho lo mismo: consentir nalgas desamparadas para que desoven desdichas. En las tardes infinitas la crema y nata de la plebe invocaba a Dios y al Diablo por estar vivos; con pláticas sobrias integraban experiencia diaria al filosofar colmado de errores y felicidad.

Las plácidas bancas del parque y de la iglesia convencían la inquietud hemorroidal, aunque sentarse a platicar afinidades entre amigos es diferente a oír el cansado monólogo religioso. Preferí quedarme en las bancas del parque, para escuchar las relatorías del genovés Güicho Crovetto, arreador de bueyes y carretero insumiso, que siguió con su yunta desbocada sin querer oír consejos de sus hijos adentrados en la civilización mecanizada. Crovetto comprobó bajo presión estadística las ventajas del camioncito. Sacó cuentas. Cuando él regresaba muy cansado del río con un viaje de arena, sus chamacos ya habían acarreado varias toneladas sin tener que chucear brutalmente a los bueyes atascados en medio afluente. Sus chamacos seguían el ejemplo de su vecino Catún Barea, introductor de los primeros cacharros areneros.

Al parque arrimaba José Mesa, conocedor rupestre, artista del molcajete y del metate; llegaba puntualmente a descansar su pierna de palo, prótesis tan pesada como la pata de un tiranosaurio. Los Mesas fueron desbancados de las preferencias domésticas con la introducción de licuadoras y utensilios de plásticos al ámbito familiar; consecuencias hubo pero no inmediatas, las amas de casa entendieron con el tiempo que sus músculos rempujadores habían perdido tono postural, situación diagnosticada fielmente por sensible costumbre misionera.

Tres

La vida en las bancas del parque marcó divisionismo social. En la esquina del comando de la Guardia Nacional llegaba el sastre Rodolfo Suazo, joven tan interesante como el Vizconde de Maua, financista y banquero brasileño, con la particularidad que nuestro economista criollo manejaba el diez por ciento reglamentario y la efectividad del empeño con gran discreción.

A las seis de la tarde el Vizconde Suazo cumplía frente al toque del clarín el arreo de la enseña patria. La bandera blanquiazul descendía escurriéndose por el chirrido descascarado del trompetista afónico. La segunda voz correspondía con gran mérito a un perrito color blanco que perseguía con mucha armonía el ensamble; gracias a ese cuadrúpedo ataviado de solemnidad militar, el pendón bicolor muchas veces tuvo que descender con su único aullido, pues los clarines de guerra son impuntuales en tiempos de paz. El encargado de tocar la trompeta, el esmirriado Hernán Flores, en numerosas ocasiones no pudo justificar sus ausencias por encontrarse trabado en asuntos del fuero civil.

Cuatro

Frente a la esquina de la antigua bodega faraónica del Club Social, las bancas eran lideradas por los Moncadas. Julito y su hermano dominaban con holgura esos noventa grados de libertad; les decían los Cheles Moncada, adjetivo justificado por la capa fusionada de comadreja, melena chinchilla que planchaban con glostora y saliva de cuarenta y dos grados Gay-Lussac; ambos fueron pintores y ejercieron su oficio con arte y eficiencia; esos tinterillos tintorettos teñían células microscópicas en el Centro de Salud y entintaba también el rodillo y las fojas de un leguleyo amigo.

Los Cheles Moncada desafiaban sus borracheras bélicas escuchando a Juan Manuel González, el acordeonista de la vecindad, se dormían orgullosamente sudando vallenatos del mero Rafael Escalona, rescatados de las ciénagas colombianas por el gaviero Mutis.

Cinco

La esquina de las tajaderas, ubicada en los corredores de la Escuela José Aníbal Montiel siempre estuvo venteada por el flamígero Noel Deleo, atacante primario de la legión universal UVA (Unión de Vagos Anónimos). En ese círculo de amigos predominaban críticas amistosas bien intencionadas. Sus integrantes dejaban huellas en cines, billares y antros por donde pasaban; sus peligrosas emanaciones meteóricas expandían el aire circunvecino.

Hubo épocas que se les prohibió la entrada a espectáculos públicos por temor a que provocaran estampidas en la asistencia ya acomodada en sus butacas. Los agraviados tuvieron que quejarse ante los honorables censores de eventos multitudinarios, compañeros Honorio Trejos y Hernán Rizo, ambos socios activos de la UVA, por lo que su controversia fue resuelta con premura.

Don Noel Nigua Deleo di Riva fue presidente perpetuo de la Unión de Vagos Anónimos; su gran popularidad de loterillero probo siempre logró vencer a contrincantes famosos, entre ellos al Dr. Fabián Rizo, al tribuno emérito Guillermo Solís Morales y al sofisticado Peché Gallardo.

Seis

En la esquina de don Tomás Alonso correspondía el mérito bancario al mismo diputado propietario Pata de Chopo, quien desde su escaño particular cubría vicisitudes acaecidas en ese sector del parque. El fuero permitíale cubrir más allá de los corredores circunvecinos, pues llegaba puntualmente a las refresquerías a pasar revista de la inquietud ciudadana. Don Tomás olisqueaba el menjurje social bajo lectura rápida, información que integraba a ofertas de oraciones heréticas que vendía a precios bajos.

Siete

El centro del parque era Zona Libre: crucero de rutas diagonales, pasaje coincidente de miradas bragueteras, descanso nazareno obligatorio, nicho ocioso de la biodiversidad local, espacio de citas reconciliables, punto discreto de mampurrones, deseable trayectoria de trabajadoras sociales. En el centro del parque caía la brisa del oriente y polvasales del poniente; norte y sur conjuntaban fuerzas para armar remolinos populares, de arriba bajaba el ángelus y de abajo subía la miseria descarnada.

En las madrugadas, la parroquia dormía el osario eterno de vidas descompuestas, arpilladas en húmeros altamente cotizados por dueños inmemoriales; y en el campo abierto del parque, las bancas acurrucaban la inseguridad dichosa de los desposeídos. Sin puertas el cielo cubría más la vastedad del universo.

La Prensa Literaria

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