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Los cuentos de

horror de Mancuso washingtonpost.com Desde el pasado 15 de enero, el ex comandante paramilitar Salvatore Mancuso ha horrorizado a sus compatriotas colombianos con los detalles de su actividad asesina. Mancuso ha reconocido más de 300 asesinatos, una pequeña porción del número de muertes que los expertos creen que cometió como gestor de algunas de las […]

horror de Mancuso

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Desde el pasado 15 de enero, el ex comandante paramilitar Salvatore Mancuso ha horrorizado a sus compatriotas colombianos con los detalles de su actividad asesina. Mancuso ha reconocido más de 300 asesinatos, una pequeña porción del número de muertes que los expertos creen que cometió como gestor de algunas de las peores atrocidades en las cuatro décadas de conflicto en Colombia.

Mancuso ofrece su testimonio a cambio de una reducida sentencia, máximo ocho años.

Es el primer líder paramilitar en hacerlo como parte del acuerdo de paz del presidente Álvaro Uribe con las milicias de extrema derecha. Pero Mancuso no reconocerá su culpa sin inculpar a otros. Ha presentado a los investigadores un documento que contiene las firmas de más de una docena de políticos que hicieron un pacto con su grupo, destapando aún más el secreto de la guerra sucia paramilitar en Colombia.

La confesión de Mancuso es la última en una serie de revelaciones aterradoras que involucran a algunos de los aliados de Uribe en el Congreso e incluso al senador Álvaro Araujo, hermano de la canciller María Consuelo Araujo. Pero a pesar de que Colombia es un cercano aliado y el mayor receptor de ayuda estadounidense en la región, el creciente escándalo ha provocado escasa reacción en Washington.

Tanta prudencia no es típica. Hace una década, el entonces presidente Ernesto Samper fue acusado de recibir seis millones de dólares del Cártel de Cali para su campaña presidencial. Diplomáticos en la Embajada estadounidense en Bogotá fueron de los primeros en escuchar grabaciones de líderes del Cártel definiendo su contribución. A partir de ese momento Washington arremetió resueltamente contra Samper.

En una antipática campaña diplomática, Washington presionó a Samper a demostrar que el dinero de la droga no había comprado nada. Insatisfecho con la respuesta, descertificó a Colombia en su evaluación anual del desempeño de otros países en la lucha antidrogas, poniendo al país a nivel de países paria como Afganistán y Siria. Incluso canceló la visa a Estados Unidos de Samper.

Algunos aseguran que las medidas fueron demasiado duras. La economía colombiana sufrió enormemente al igual que la imagen internacional del país andino. Pero fue durante los años de gobierno de Samper que se desmanteló el Cártel de Cali. Más significativo aún, en 1997 el congreso colombiano, controlado por el partido de Samper, aprobó una enmienda constitucional para restaurar la extradición de narcotraficantes a los Estados Unidos.

Dicha enmienda fue una acción difícil y arriesgada que Washington reconoció como “un modesto paso adelante”.

Hoy en día, no hay duda de que en general Washington cree que Colombia está en manos de una especie de superhéroe.

Durante el mandato de Uribe, Colombia ha visto un progreso importante en la reducción de asesinatos y secuestros, la captura y extradición de narcotraficantes, la protección de su territorio y la reactivación económica.

Sus éxitos y el hecho de que Estados Unidos no tiene muchos otros aliados en la región, han mantenido a Uribe inmune a las críticas. Pareciera como si “Estados Unidos se hubiera dedicado a disculpar al gobierno colombiano”, dijo el representante Jim McGovern (D-Mass.), uno de los pocos en el gobierno estadounidense que están expresando preocupación con el para-escándalo.

Es verdad que las confesiones son el resultado de un proceso de desmovilización iniciado por Uribe hace cuatro años. Más aún, ante los vergonzosos detalles que han emergido, Uribe ha llamado a todos los legisladores, jueces y funcionarios con cualquier tipo de vínculo con los paramilitares a que den la cara. “¡Que se diga la verdad en las relaciones de la dirigencia política con el paramilitarismo!”, exigió hace un par de meses.

Pero eso es más fácil decirlo que hacerlo. Un límite oficial en el número de fiscales perjudica las investigaciones. Un pequeño codazo de Washington debería animar a Uribe a solicitar al Congreso colombiano a que aumente el límite actual de 20 fiscales, número demasiado modesto para afrontar la investigación de 100,000 casos nuevos.

Washington también podría jugar un papel más directo proporcionando a los fiscales información pertinente que pueda tener sobre cualquiera de esos casos, tal como lo recomendó hace más de tres años la organización International Crisis Group.

También podría advertirle a Bogotá que su certificación anual sobre derechos humanos exigida por el Congreso estadounidense está en duda y que una cuarta parte de la ayuda, que está atada a la certificación, está en peligro. Esto presionaría al Gobierno colombiano a que finalmente muestre avances en llevar ante la justicia a oficiales militares conectados desde hace tiempo con masacres paramilitares.

Ahora que Colombia es el mayor receptor de ayuda externa estadounidense fuera del Medio Oriente, Washington tiene más herramientas para ejercer presión que hace una década. Sería una lástima que Washington no usara aunque fuera un par de ellas para ayudar a Colombia a deshacerse de una dirigencia política y militar que en algún momento pensó que era aceptable ayudar y alentar algunas de las peores violaciones de derechos humanos en América Latina.

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