14
días
han pasado desde el robo de nuestras instalaciones. No nos rendimos, seguimos comprometidos con informarte.
SUSCRIBITE PARA QUE PODAMOS SEGUIR INFORMANDO.

De la Serie, Estos Rostros que Asoman Entre la Multitud. Técnica mixta, 2004. Danilo Torres. (LA PRENSA/ARCHIVO)

La deshumanización o el drama humano

Lo humano — en la desmesurada explosión pictórica de Danilo Torres— no tiene nada que ver con la retórica de los humanistas oficiales, bendecidos y manipulados por el sistema imperante Hemos conocido a Danilo Torres como analista e intérprete de su tierra esteliana, de sus gentes, personajes míticos y reales, rurales y urbanos, señoriales y […]

  • Lo humano — en la desmesurada explosión pictórica de Danilo Torres— no tiene nada que ver con la retórica de los humanistas oficiales, bendecidos y manipulados por el sistema imperante

Hemos conocido a Danilo Torres como analista e intérprete de su tierra esteliana, de sus gentes, personajes míticos y reales, rurales y urbanos, señoriales y populares y, por su puesto, de sus hondos y dramáticos paisajes, así como de su misterio geográfico, sus leyendas y el origen de sus nombres. Hemos leído también sus espléndidas viñetas o estampas (lo mejor de su prosa solidaria y humanista), sus breves relatos y poemas en prosa, gozando de sus originales perspectivas y su rescate de lo telúrico, de su provincia, su percepción impresionista de sensaciones pueblerinas que no excluye el bullir de los efluvios cósmicos. Hemos visto también sus incursiones pictóricas subordinadas a la tradición: sus paisajes tropicales, sus figuras gauquinescas y sus abstracciones geometrizantes.

Ahora nos sorprende, nos impacta con la exposición de un trabajo absolutamente coherente, orgánico y definido: una serie de cuadros titulados con el verso poundiano, Esos Rostros que Asoman en la Multitud. Una visión dramática de la existencia humana incluye no sólo una percepción concreta de lo humano en sí (el hombre deshumanizado de nuestros días, el hombre desechado por el engranaje de la tecnología alienante y la incertidumbre y pavor generalizado) sino de la materia envolvente y fagocitante, vociferante y sangrante, tanto la telúrica como la cósmica.

¿Experiencia rimbaudiana del ver y revelar, del ir y volver, del asomarse al pozo de las visiones y dar testimonio de ello? ¿Temporada de inmersión en el infierno? ¿Ceremonia de aquelarres y fantasmas? ¿Sinfonía órfica del descenso, procesión de muertos vivientes? ¿Amenazas de rostros iracundos, velos que desvelan lo oculto? De pronto, el cantor y amante de la tierra esteliana y sus mesetas y atalayas, el ponderador de la tradición mítica y familiar, el poeta que gusta del inventario de lugares, personas y paisajes visibles, se vuelve sobre sí, sobre su conciencia macerada, sobre los otros, sobre el mundo entero, sobre el cosmos en conjunción y dispersión, sobre lo oculto e invisible que aúlla por dentro y que reclama ser visto, ser escuchado. El poeta y pintor quiere leer y comunicar otra realidad, la realidad profunda, la realidad ontológica y fenomenológica, ética y trágica, cómica y cósmica, absurda y fantasmagórica, onírica pero ásperamente real y matérica. La realidad interior, la que llevamos por dentro pero que nunca enfrentamos totalmente porque nos hace temblar y nos da miedo auscultar. Para esto se necesita mucha fortaleza, conciencia abiertamente lista, sentimientos acerados (a los que se refería seguramente Rimbaud cuando hablaba de los “Horribles trabajadores del arte”) y, sobre todo, sentido de la aventura interior, sentido del viaje a lo desconocido y siempre nuevo.

Para ello, para definir y darle coherencia, forma biológica y expresión convincente a estas visiones del espíritu, el artista recurre a materiales de desechos, materiales de la sociedad industrial que no acaba de vomitar sus detritus y excrecencias: pedazos de tela, harapos, trapos, resina, materia que el artista incrusta en paneles de madera, pintándolos con acrílicos, tintas y colorantes, toda la parafernalia técnica del arte moderno. Se recurre al desecho no sólo para darle realidad y espesor al collage, no sólo hacer táctil la textura sino para expresar, hiperbolizar, metaforizar y alegorizar el desecho, lo desechado, lo desechable; el hombre deformado, escindido, desgarrado, vilipendiado, marginado, frustrado, resentido, el hombre, los hombres huecos, los hombres “estafados” de Mister Eliot, los hombres deambulantes en la tierra baldía, en los interiores y márgenes de la ciudad, sin saber de dónde vienen ni hacia dónde van, los hombres desplazados flotando en la incertidumbre y la falta absoluta de esperanza y consuelo. El fin del hombre entrevisto en la filosofía y la literatura por Foucault, Cioran y Beckett, y en la pintura por Fautrier, Bacon y Dubuffet. El hombre despojado de su esencia. El hombre sin atributos de Musil y el primer Sartre. El hombre en su desecho, en su mirada oblicua, en los pliegues, sinuosidades y aristas de la tela rasgada y herida que Danilo Torres nos expone, en su vestida desnudez o en su desnudez vestida, hasta arrasarnos de lágrimas los ojos. El fin de la historia, el fin de la conciencia (la caída en el tiempo, como diría Cioran) que no se resigna a desaparecer y que ofrece sus vestigios en harapos y en actitud de renuncia e inacción.

Lo humano —en la desmesurada explosión pictórica de Torres— no tiene nada que ver con la retórica de los humanistas oficiales de buena conciencia, bendecidos y manipulados por el sistema imperante.

Lo humano, como en César Vallejo, es indisociable del dolor, el dolor que crepita en el horno vivo, el dolor de las arterias, venas, conductos, órganos, glándulas, articulaciones, cartílagos, miembros, extremidades.

El dolor fisiológico es inseparable del dolor cósmico, el dolor aullante de los planetas, estelas y aerolitos. El dolor de la materia crepitante en conjunción y dispersión, alargándose y devorándose a sí misma.

En esta ceremonia doliente destaca el muñón, los muñones cercenados y heridos, exhibiendo la explosión de la sangre. Presencia del muñón como eje de figuración totalizadora; raíces, nervios, arterias, bifurcaciones y conductos truncados. El muñón como perspectiva paradigmática del desecho, la humanidad ferozmente truncada, el trapo y sus innumerables pliegues, muñones que abren paso de repente a un huevo de luz, símbolo de una posible esperanza vista a través de la interminable noche insomne, mensaje de alguna corriente cósmica insinuando el advenimiento de una nueva humanidad. Muñones que denuncian el estado actual de una humanidad deteriorada y humillada pero crispada y amenazante.

Para Torres, las sinuosidades de la tela están en función de lo grotesco que, para Baudelaire, es la esencia de la belleza moderna. Lo grotesco no caricaturesco (no hay humor en este arte trágico por excelencia) sino patético, hiriente, serio, profundamente serio. En sus cuadros a veces estalla la luz, luz que proviene no del día sino de un sol nocturno crispante, un sol barroco, más que áureo, cobrizo, fúnebre, mórbido. Luz que confunde o ciega a estos personajes de aquelarre o de acto sacramental o de alguna infernal teología de radicales proposiciones: rostros de miriñaques, arpías malvadas, caballeros antiguos amarillentos, mendigos de hambre, mendigos de realidad o mejor dicho, implorando realidad, encapuchados, locos, asesinos, profetas, leprosos, condenados, fantasmas colgantes en el crepúsculo cárdeno o en el alba de oro y cobre, pordioseros y reyes cubiertos de harapos, formados y configurados por el harapo, incluyendo la oquedad, las oquedades de la muerte.

Un arte no para las conciencias farisaicas, satisfechas de sí misma, un arte en donde la otredad avanza con todos sus pliegues oblicuos, con todos sus ríos de vida y muerte. Y es que el escenario de la pintura matérica de Torres sólo la podemos entender en un espacio de muerte: el muerto, los muertos, un ejército de muertos que, como en una noche espectral de aparecidos, avanzan en actitud tristemente hierática, deteniéndose a veces o aproximándose unos a otros, cuerpos que se deslíen y se evaporizan como gasas o cintas vestales en su propio humus matérico proveniente de ultratumba.

A veces una cabeza en primer plano con el olor de la muerte recién acontecida; a veces en actitud danzaria, seguramente de música atonal, figuras atrapadas en umbrales que son como fronteras entre la vida y la muerte, lo visible y lo invisible. Y las oscilaciones del color, del amarillo cobrizo al rojo, el azul, el negro y el cinabrio.

La tela no se constituye en un icono para la meditación trascendental o para mística despojada, como sí lo es para Tapies. Lo contrario: es un espacio privilegiado para la turbulencia, como en su paisano Raúl Marín. Fiel a la expresión trágica del rostro humano y a la profundización de la gestualidad humana, tampoco incursiona en la hermenéutica surrealista de la metamorfosis, tal como acostumbran sus maestros y amigos Bayardo Gámez y Donaldo Altamirano, que tanto gustan de las visiones zoomórficas.

Torres explora hasta el fin los límites de la deshumanización descarnada, partiendo de lo específicamente humano: la piedad, la compasión, el odio, la ira, la tristeza, el desamparo, la cosificación. El tratamiento de sus figuras en la tela es abiertamente visceral, pesado hasta la sordidez, aunque a veces tenga la ligereza de una libélula o de una hoja otoñal o la intangibilidad de una radiografía. En algunos cuadros, las ondulaciones de la tela a veces adquieren una imagen de relieves escultóricos que me recuerdan la interpretaciones dantescas de Rodin o las estilizadas y maceradas figuras de Giacometti (ver el cuadro de gran formato La Última Cena, de nuestro artista).

La Prensa Literaria

Puede interesarte

×

El contenido de LA PRENSA es el resultado de mucho esfuerzo. Te invitamos a compartirlo y así contribuís a mantener vivo el periodismo independiente en Nicaragua.

Comparte nuestro enlace:

Si aún no sos suscriptor, te invitamos a suscribirte aquí