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Corruptos. Alejandro Aróstegui. (LA PRENSA /CORTESíA)

La estética de Alejandro Aróstegui

Expone 53 pinturas que muestran sus diferentes etapas en 44 años de carrera artística, una muestra que se exhibe del 15 al 8 de junio en el Salón de los Cristales del Teatro Nacional Rubén Darío. Alejandro Aróstegui, una Retrospectiva reúne pinturas de importantes colecciones del país Alejandro Aróstegui, nacido en 1935 en Bluefields, Nicaragua […]

  • Expone 53 pinturas que muestran sus diferentes etapas en 44 años de carrera artística, una muestra que se exhibe del 15 al 8 de junio en el Salón de los Cristales del Teatro Nacional Rubén Darío. Alejandro Aróstegui, una Retrospectiva reúne pinturas de importantes colecciones del país

Alejandro Aróstegui, nacido en 1935 en Bluefields, Nicaragua es un artista de temperamento recatado y meditativo. En 1963 supo encabezar en su país un movimiento que contribuyó a desarrollar y actualizar la producción artística a partir de las facultades individuales y de las posibilidades por demás estrechas de un ambiente calificado por él y sus primeros compañeros de aventuras como “hostil y mezquino”. Cuando junto con el escritor Amaru Barahona y el pintor César Izquierdo fundó en Managua el Grupo Praxis y la galería del mismo nombre como centro de reunión y difusión, Aróstegui llegaba de redondear un ciclo formativo (1954-1962) en Estados Unidos y Europa: estudios de arquitectura en la Universidad de Tulane, y de arte en la Ringling School of Art de Sarasota, en la Academia de San Marcos en Florencia y en la École de Beaux Arts de París. Su iniciación, en 1952, la había hecho en la Escuela de Bellas Artes de Managua en 1952. Fue en París donde la sacudida causada por tres experiencias estética haría emerger su propia personalidad: la obra de Jean Dubuffet y el art brut, las arpilleras quemadas y los metales oxidados de Alberto Burri, y los cuadros de los pintores españoles que habían coincidido en agrupamientos de avanzada como El Paso o Dau al Set (Manuel Millares, Antoni Tapies, Rafael Canogar, Lucio Muñoz, Antonio Saura, Modest Cuixart). Eran los años de exaltación del art autre cuando se dio prominencia a la materia fuerte y expresiva elaborada con arenas, maderas, telas, objetos encontrados. Se rompió con normas tradicionales, se acentuaron relieves, se redujo la variedad de colores.

Aróstegui ha trabajado por series, de manera sistemática. Bastará recordar las denominadas Petroglifos (1974) y Cerámica Nicaragüense (1975) para señalar su indagación en torno a los vestigios prehispánicos y a las artesanías populares de su país, aunque no siempre la sustancia poética que le brinda Nicaragua se concrete en asuntos tan precisos. El paisaje, por ejemplo, es representado en síntesis de tal manera apretada que montañas, volcanes y lagos quedan convertidos en signos relativos al espacio, la soledad, el peligro, la quemante luminosidad, las atroces fuerzas telúricas ocultas.

El terremoto del 23 de diciembre de 1972 destruyó casi toda Managua y puso fin a la segunda etapa de Praxis. La primera había culminado en 1966, año en que Aróstegui es invitado por José Gómez Sicre a exhibir en Washington y permanece en los Estados Unidos durante cinco años. El entonces director de Artes Visuales de la Unión Panamericana supo percibir en sus cuadros cualidades que actuarían como vectores de desarrollo en el arte de Aróstegui.

Su paleta se inclina hacia turbios y neutrales matices, quizá inspirada en los colores de los grandes lagos de Nicaragua. Las figuras y los paisajes son delineados en impasto, haciendo uso el artista de texturas arcillosas a las cuales les incorpora huesos, valvas y piedras, sea particularmente o en combinación. Si hay reminiscencias de las formas de Giacometti o de las calidades de Dubuffet —dos puntos de partida para Aróstegui— las pinturas están impregnadas de la propia personalidad del joven nicaragüense.

Entre los materiales que Aróstegui adhería a la base pictórica, no aparecían todavía las latas, determinantes de un lenguaje tan original como propio. Quizá fue el inmenso basurero de escombros dejado por el sismo (que el gobierno dictatorial de Anastasio Somoza no se molestaba en limpiar) lo que lo inclinó al uso de latas aplastadas. Se encontraban por todos lados, como expresivos testigos de una precaria normalidad. Inicialmente las usó sin modificarlas; se podía reconocer los servicios prestados: latas de sardinas, latas de cervezas, latas de lubricantes… Pero una lata aplastada reconocible posee la elocuente emotividad de una forma degenerada y una utilidad degradada, imponiendo en cualquier composición su autonomía argumental. El paso siguiente consistió en convertir las latas en chatarra anónima, lo que permitirá poner en función valores esencialmente plásticos: oxidaciones, brillos, arrugas, ofreciendo al taco visual (los ojos saben tocar) texturas inéditas que sorprendieron a artistas tan avezados como el puertorriqueño Antonio Martorell, quien le decía a Aróstegui en una especie de carta abierta que se publicó en la revista Plural en abril de 1982: “Toda tu obra es una regeneración de escombros, un basurero nutricio. El amoroso tratamiento de material tan deleznable, su sacralización misma le otorga un profundo sentido religioso de fe en la vida y de rescate de la muerte (…) El espectador se asombra y sobrecoge ante estas presencias. Lo cotidiano se hace extraordinario, el desecho se convierte en tesoro”.

Quizás estas amorosas palabras fraternales indujeron a Aróstegui a convertir las latas en objetos preciosos (para lo cual las retocó con barnices y colores), puestos con solemnidad ritual en mesas o en cajas cuyos volúmenes virtuales quedaban resaltados con luces de artificio escenográfico que acentuaban masas y perspectivas.

En 1978, para un folleto editado por la galería Praxis a manera de proclama pública frente a la crisis final del somocismo, Alejandro Aróstegui escribió: “Creo que en estos momentos de represión y ataques bárbaros por parte del somocismo hacia las libertades esenciales del nicaragüense, cuando la injusticia campea por todos los ámbitos del país, todo acto cultural o de cualquier otra naturaleza que no sea de acusación, repudio o lucha contra el régimen, viene a ser como una burla a los que han caído y luchan por la liberación del país. No debemos contribuir a presentar una imagen de normalidad por medio de actos que, por muy culturales que sean, no reflejan el estado caótico y de lucha de la sociedad nicaragüense. Por eso apoyo la decisión de la galería Tagüe de suprimir todos los actos programados para el presente año en el ámbito nacional y voluntariamente aplazo, hasta mejores tiempos de libertad, la exhibición personal de mi obra que debió efectuarse en el presente año”.

Poco después del triunfo, en 1979, de la Revolución Popular Sandinista, debido a que su esposa, la escritora Mercedes Gordillo, fue nombrada representante cultural del Gobierno de Reconstrucción Nacional, la familia se estableció en el Museo de Arte Moderno de Chapultepec y pudo presentar la exposición Objetos y Texturas, 1975-1982, con piezas en técnicas mixtas y collages. Fue la primera muestra personal que realizaba en la nueva situación histórica de Nicaragua. Los definitivos acontecimientos socio-políticos no habían interrumpido ni alterado su discurso visual, caracterizado por una manera depurada a la vez que simbólica. No era la suya una crónica visual ni un imitativo reflejo realista. Su consistente trabajo se había concentrado en el establecimiento de un repertorio de equivalencias, por medio del cual resguardaba en todo momento la plena autonomía del lenguaje plástico. Las grandes conmociones en el arte de muchos países le habían dado elementos para desarrollar sus propios abordajes.

Testigo sensible de la tragedia, el desvalimiento, la marginación, los crímenes sociales y ecológicos que había atravesado Nicaragua golpearon su sensibilidad. Su severidad crítica no le permitió expresiones superfluas: las brutales circunstancias en que se había desenvuelto su comunidad no lo hubieran admitido. En 1971, con dolor amargo, le dijo al poeta Francisco de Asís Fernández para una entrevista publicada en la revista Taller de los Estudiantes Universitarios: “Uno de los problemas más grandes que afronta un artista en Nicaragua es el conservar su lucidez”.

Su posición estética se había definido en 1963. Después sobrevinieron etapas de superación. El color, las texturas, las tradiciones culturales de Nicaragua dieron sustento a su forma y a su temática. Las transformaciones de Aróstegui están estrechamente ligadas al desarrollo del arte nicaragüense, cuyo crecimiento contemporáneo se sitúa justamente en los años sesenta, cuando surge el Grupo Praxis. Las precarias posibilidades indicaban como indispensable la unidad de las fuerzas progresistas en cualquier campo, así lo comprendieron los artistas plásticos. Ellos fueron protagonistas del proceso democrático antes y después de la revolución. Inmersos en el proceso histórico del pueblo, defendieron el derecho a producir un arte con valores de actualidad. No pusieron condiciones: hicieron obra. Al instaurar una especie de rebelión de las cosas, los cuadros de Aróstegui integran una sublevación espiritual.

Los envases desechados parecieran, en su obra, negarse a morir y se ubican, aplastados, en espacios metafísicos donde adquieren vibraciones orgánicas. El peso apocalíptico de la basura en nuestro mundo, el exceso de basura por deformados procesos de industrialización y comercialización conforman su temática. Los envases como símbolos, como iconos, como signos de colonización y enajenación se instalaron en el lenguaje de Aróstegui y se convirtieron en materia comunicativa con un agresivo potencial expresionista. Quizá la razón primera de su largo discurso simbólico se haya originado al observar el bello lago de Managua convertido por los explotadores y depredadores en un feo basurero rodeado de habitaciones miserables. La naturaleza, su feracidad y sus esplendores no eran utilizados en beneficio del hombre sino en degradado depósito de sus despojos, un infierno de latas, envases de plástico y zopilotes.

Es un paradójico proceso de resemantización, el miserabilismo de los objetos fue cambiando hasta convertir los aplastados envases en cosas preciosas. Instalada en la superficie del soporte pictórico, la basura se ha convertido muchas veces en algo abstracto. Desprendidas del argumento original, y manipuladas fuera del naturalismo y del realismo, las latas han ido perdiendo su carga crítica hasta volverse textura o parte de una austera y solemne composición decorativa, que no es anodina ni insignificante. Implantadas en mesas, en paisajes, en muros, existen como sugerencia, como metáfora, como contradicción no traducible a otros lenguajes.

En las composiciones de Aróstegui la parte propiamente pictórica debe poseer una densidad visual equivalente a los metales aplastados. Para lograr esa materia de apropiada el pintor mezcla acrílico con cemento y arenas de diferentes gruesos. El trabajo de albañilería es de gran finura artesanal, pues la coloración, la luz y el valor táctil son trabajados simultáneamente, dejando efectos secundarios para la etapa de acabado, realizada con acrílico, óleo y barniz para las latas, que previamente fueron sometidas a un complejo tratamiento. Sobre el oficio y sus alcances le dijo en 1971 a Francisco de Asís Fernández: “Un artista de nuestro tiempo no puede desligar los problemas técnicos de los de otro orden: son interrelativos”.

Muchas veces es el tema o los materiales usados por el pintor los que precederán o dictarán la técnica. Otras veces sucederá lo contrario (la técnica que se esté usando sugerirá nuevas posibilidades e ideas) y también hay períodos de estancamientos en que el artista simplemente copia de sus trabajos anteriores. Muchos confunden el afán de búsqueda y experimentación de los pintores contemporáneos con el deseo de originalidad a todo costo (¡como si fuera algo fácil ser original!) Yo creo que un artista consciente, que percibe los problemas que le rodean y le interesa expresarlos, tendrá siempre problemas de orden técnico, especialmente si conoce el rico lenguaje pictórico actual y tiene algo específico que comunicar y la necesidad de conservar su individualidad. El artista tiene, primero, que ser consciente de sus posibilidades, conocer sus limitaciones técnicas y no pretender volcar en su obra lo que tal vez la cinematografía o la literatura podrían lograr con más éxito. Creo que uno de los logros más importantes de Praxis ha sido la independencia que les ha dado a los pintores. Una independencia que se puede traducir en una toma de conciencia del pintor, de su importancia y posibilidades, de una existencia a la par de las otras actividades artísticas y literarias sin tener que estar, para nada, supeditado a ellas.

Ese grupo Praxis tuvo un buen antecedente en la obra de Roberto de la Selva, Joaquín Zavala Urtecho y Rodrigo Peñalba. En una casi inexistencia de producción plástica, estos artistas comenzaron a construir, sensibilizaron al público en general y a la intelectualidad en particular. Para los Armando Morales, los Alejandro Aróstegui, los Leoncio Sáenz, los Carlos Montenegro, los Silvio Bonilla, y para todos los que después conformaron el elenco de artista de la nueva Nicaragua, el avance quedó expresado en el Manifiesto de Praxis. Con la irrupción de este grupo comenzó a acortarse una secular distancia e incomprensión entre los artistas plásticos y la mayoría del pueblo. Con el proceso revolucionario, el acercamiento y el entendimiento mutuos se incrementaron. No fue casual que a principios de los años ochenta, Aróstegui produjera la serie de las Herramientas; había llegado la hora de construir, no de aparentar que se construía. Los que se reunieron en Praxis rechazaban el fachadismo, la seudo-cultura de adorno y relumbrón. Se sabían miembros de un pueblo pobre y parte de una lucha libertaria que exigía la máxima generosidad que impone la pobreza.

Las latas salieron del basurero para escalar, en los cuadros de Aróstegui, los muros de las nuevas construcciones entre ruinas. Aróstegui, los muros de las nuevas construcciones entre ruinas, heridas y subdesarrollo. Por medio de una obra a veces cargada de poesía hermética, de luces cósmicas, de enigmas metafísicos, Aróstegui se ha integrado al proceso de identificación que los nicaragüenses han vivido y viven con intensidad y esperanza.

En 1995, Alejandro Aróstegui volvió a presentar una individual en la ciudad de México, esta vez en el Museo José Luis Cuevas, en donde se ha dado buen espacio al arte latinoamericano. Eligió para esta decimonovena muestra personal la serie Habitantes del Silencio, trabajada entre 1991 y 1995, conjunto de 16 piezas de gran formato, donde las latas fueron colocadas con solemnidad ritual en mesas o en cajas cuyos volúmenes virtuales quedaban resaltados con luces de artificio escenográfico que acentuaban masas y perspectivas.

Las mesas se habían convertido en altares, las joyas en monumentos, los monumentos en tótems. Esta sucesión o escalamiento marcó el camino hacia la aparición de la figura humana. En los vastos panoramas metafísicos, con sutiles referencias a concretos paisajes nicaragüenses (montañas, volcanes, lagos, cielos, tersos, tierras ardientes) comenzaron a presentarse personajes recortados y modelados en metal (las latas a veces pulidas, a veces pintadas), como Henri Matisse recortó y perfiló en papeles pintados con gouache, confiando al contorno de los recortes la función del dibujo. Aróstegui implantó primero criaturas solitarias o por parejas en páramos inmensos alumbrados por absolutas luces solares o lunares. Después, también con latas, les construyó compactas ciudades palaciegas. Todas las composiciones fueron bañadas por intensas luces de astros que van ascendiendo o descendiendo. Debido a ello, edificios y personajes hieráticos proyectan grandes sombras cargadas de simbolismos cosmogónicos preñados de emoción. Este dramático lirismo de criaturas enfrentadas a los misterios del universo, así como la pulcra síntesis de los volúmenes, hermana a Aróstegui con Rufino Tamayo. Quedan hermanados en lo que Octavio Paz calificó de “poderoso sentimiento, alternativamente solar y nocturno, de la existencia”. Una de esas criaturas, la única reconocible, es Mercedes Gordillo (pertinaz promotora de su marido, en cuyo talento y originalidad ella crece con exigencia crítica), plasmada con suprema elegancia plástica en Retrato de Señora (1995), todo él hecho, en sus amplios 174 por 120 centímetros, en lámina metálica, tanto el vestido rojizo que parece de brocado, como la piel grisácea y la cabeza construida con un suave dejo picasiano. Feliz acercamiento de Aróstegui al realismo sin renunciar a los rigores de un proyecto estético cercano al constructivismo.

En su texto fraterno para la exposición del colega y amigo, José Luis Cuevas escribió: “Armando Morales y Alejandro Aróstegui, las dos figuras cumbres de la plástica nicaragüense. En ambos hay poesía, misterio, música oculta, silencio.” ¿Acaso estos elementos no se encuentran en los poemas y el paisaje de Nicaragua?

La Prensa Literaria

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