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Caballería de marines en la ciudad de Ocotal en 1927. Detrás de las tropas el cuartel donde las tropas combinadas de la Guardia Nacional y marines norteamericanos fueron sitiados por el Ejército Defensor de la Soberanía Nacional. (LA PRENSA/CORTESÍA DEL INSTITUTO DE HISTORIA DE NICARAGUA Y CENTROAMÉRICA)

La Batalla de Ocotal

El presente relato fue escrito por un testigo presencial de la batalla de Ocotal, entre las tropas de Sandino y los marines yankees. Ciudad Segovia, conocida como Ocotal, fue la primera ciudad latinoamericana que sufrió un bombardeo por parte de los norteamericanos. Don Arturo Mantilla Vallecillo (tío del suscrito) dejó este relato entre otros de […]

El presente relato fue escrito por un testigo presencial de la batalla de Ocotal, entre las tropas de Sandino y los marines yankees. Ciudad Segovia, conocida como Ocotal, fue la primera ciudad latinoamericana que sufrió un bombardeo por parte de los norteamericanos. Don Arturo Mantilla Vallecillo (tío del suscrito) dejó este relato entre otros de sus escritos, el que me fue facilitado por su hijo Arturo Mantilla Mantilla quien vive actualmente en la casa solariega del tío Arturo, en Ciudad Segovia (Ocotal).

Se ha respetado el estilo literario bastante floreado propio de la época, así como las acotaciones al pie del relato. Esto no es novela ni cuento, es narración de alguien que presenció y vivió la angustia de aquellos trágicos momentos.
Fabio Gadea Mantilla

Pólvora y sangre

Arturo Mantilla Vallecillo

Las campanas de la torre de la Iglesia repican alegres y vocingleras las vísperas de las fiestas de Nuestra Señora del Carmen. Es la noche del 15 de julio de 1927. En la ciudad corre el rumor de que las huestes del general rebelde se acercan. Los jefes militares de la plaza no les dan, o aparentan no darles crédito. Personajes de no muy tranquila conciencia y la masa timorata de la población no duermen en sus casas, creyéndose cada uno más inseguro en la suya que en la del vecino.

Aparte de un grupo de amigos que trasnocha en una cantina recién instalada, la ciudad duerme cobijada por el argentado lienzo del astro de la noche, en un silencio de tumbas apenas interrumpido por los perros que aúllan, la risa argentina de las horas que pasan y el “quien vive” de los retenes. Vuelan aquellas temerosas y rápidas. El aura no acaricia las frondas de la arboleda en esa noche cálida. La luna en su menguante, casi llena, se acerca al cenit por el oriente, esplendorosa en un cielo límpido.

Vibra la argolla de acero que hace veces de campana, al choque de dos golpes de barra consecutivos. Es la 1:00 de la mañana. Repentino y grande vocerío se difunde y atruena por los ámbitos de la ciudad. Estallido de bombas y disparos de rifles aceleran el ritmo de los corazones de sus dormidos habitantes que despiertan agitados e inquietos. Las notas marciales de los clarines se suceden en aires provocativos, y se oyen claros y distintos, vítores al general Sandino y mueras al enemigo. Se tiene ya certeza del temido ataque.

Han penetrado por distintos rumbos: las fuerzas regulares de Sandino, con 150 hombres bien equipados y con cinco ametralladoras, entran por el NE al mando del coronel Rufo Marín. El general en jefe se queda en el Divisadero, a medio kilómetro de la población. Otras tropas auxiliares en número de unos 250 campesinos de Pueblo Nuevo, Somoto, Totogalpa, Mozonte y otros pueblos aledaños, mal armados, convocados al efecto, pero más dispuestos al saqueo con que se les ha estimulado y decidido, que a exponerse al peligro, invaden por el Sur. Los marines que suman 38, se preparan para la defensa de su cuartel. Lo mismo hace en el suyo el teniente Darnall, U.S.M.C. con 49 guardias nacionales que comanda.

Las Thompson y las Lewis lanzan al espacio su acerado y mortal granizo con bramidos de furiosa bestia, que ponen pavor en los ánimos. Sin objetivo bien determinado es derroche inútil de pólvora y de plomo; son como salvas a la luna que brilla. Pero el Hado ineludible ha segado la vida de un miembro saliente de la sociedad: José María Paguaga, Senador de la República, ha querido asilarse en el recinto de la Guardia Nacional, se dispone a saltar la tapia divisoria de su casa, se le supone asaltante, se le dispara y muere.

Dos muchachos llenos de coraje. Inflamados de tanto fuego contra la intervención extranjera, han logrado aproximarse al cuartel de los marines, dispuestos a ofrecer sus vidas en aras de la Patria. Se parapetan tras los cordones del Parque Duarte, desde donde, con gestos de renunciación y heroicidad, con frases de cólera y de reto, disparan sus armas contra el enemigo hasta caer heridos y prisioneros. “Con dos palmazones” (1) 2 “balillas” nicaragüenses.

Ha pasado casi la noche entre gritos de guerra y tiroteos intermitentes. Los atacados se sostienen en sus puestos, no osando sus contrarios un asalto a la balloneta para desalojarlos, rendirlos o aniquilarlos.

Ya las nubes irisan por el oriente anunciando la claridad del día. La aurora, con sus delicados dedos de rosa, ha separado las puertas de bronce; y Febo, radiante, deja pesaroso sus amantes brazos de Tetis y se dispone a recorrer otra vez el celeste hemisferio. Ha dejado de oírse el zumbido de los proyectiles y el traca traca de las máquinas como si los contendientes, suspendiendo su fuego, se hubiesen puesto de acuerdo en tributar un homenaje de admiración a las brillantes galas con que se viste la bella hija de Titán. Los zanates-clarineros, que el temor tenía enmudecidos, preparan sus gargantas, sueltan resueltos sus gorjeos y sus melódicos registros y, uniéndose a las dianas militares, saludan a la aurora que sonríe en la plenitud de sus gracias. Los relojes apuntan a las 5:00 de la mañana.

A la hora de organizarse, en un silencio que el toque ritual de los clarines hace más impresionable, oficiales de los marines y de la Guardia Nacional izan impávidos sus banderas, emblemas recíprocos de la oprobiosa injerencia y de la Patria oprimida. La rojinegra de las huestes sandinistas, con el signo de la muerte por escudo, flamea en las colinas.

La certera puntería de los sitiados, ya en la plena luz, hace rodar inertes a los temerarios insurgentes o civiles que se ponen a distancia de sus rifles. Adán Palma, artesano apreciable, es de estos últimos. También un marine, Michael Oblesky, ha caído para no levantarse más. Sandino, entonces, fracasado en su intento de tomar los cuarteles, perdida la fe en el arresto y disciplina de su gente, manda desde el Divisadero, el incendio a la manzana en que se ubica el (cuartel) de los marines. Pero la providencial indecisión y repugnancia en cumplir tamaña orden del oficial hondureño que la recibe, Porfirio Sánchez, permite que le sea retirada, y salva por esta vez de la ruina a esta otra (ciudad) heredera del nombre de la ciudad de Segovia y de su sino fatal que ha traído la antipatía, la aversión y el odio del criollo filibusterismo.

Parte de las tropas, particularmente las auxiliares, toman a saco las casas a cuyo acceso no ofrece peligro la puntería de las guarniciones sitiadas. Otros, amigos de venganzas por agravios recibidos en la pasada lucha, buscan a determinadas personas para hacerse sangrienta justicia. De estos, Luz Aguirre y un individuo de apellido Elizondo, perecen al plomo de sus revólveres y al filo de sus machetes. Los demás se salvan huyendo o al amparo de los hogares de sus nobles y recientes víctimas.

En un acto de imprudente arrojo cae Rufo Marín a la tercera hora del día, con el pecho atravesado por bala enemiga. Nicaragua pierde en él un joven patriota de porvenir militar, esforzado y valiente. Cunde el desaliento, aumenta la indisciplina, al difundirse rápidamente la fatal noticia, entre las huestes sandinistas; y sin jefe inmediato a quien respetar, sólo cuidan ya de recoger abundante y valioso botín de los civiles indefensos.

El avión de guerra que trae el correo de la capital de la república hace en el aeródromo su ordinario descenso. Su compañero gira en observación por la ciudad, advierte lo que pasa, lo comunica al aterrizado y ambos, raudos, emprenden el regreso a su base.

Son las 3:00. Fulge canicular el hijo de Hiperión en un cielo sin nubes. De la meridional lejanía se percibe rumor de motores que acrece; y se distingue a distancia por el espacio infinito como un grupo de buitres que se acercan. Pasan segundos de tiempo y las negras rapaces se transforman poco a poco, a la vista de los que atisban, en zumbantes monstruos alados. Es una flotilla de seis aeroplanos de combate U.S.M.C. (marines) que, arrogantes, solemnes y amenazadores, vienen a ametrallar a los imprudentes, a los temerarios que han tenido la osadía de enfrentarse a las armas de la poderosa república del norte, y volver por los fueros de la dignidad nacional.

Se oye el estallido de la primera bomba. Crece la angustia en el corazón de los afligidos vecinos. Los sandinistas que ambulan por las casas orilleras de la población, corren llenos de pavos a ocultarse bajo sus techos, esquivando la inquisitiva mirada de las volantes y terríficas máquinas. Sectores de la ciudad tiemblan a cada impacto como sacudidos por un violento sismo.

Los aviones, atronantes y rápidos, arrojan acá y allá por los sitios donde advierten concentración de cabalgaduras, su mortífera carga. Y como aves de presa, poseídos de furia infernal, descienden verticalmente de proa, vertiginosos, para descargar sus ametralladoras sobre los que huyen por la campiña. Agotados sus proyectiles se elevan describiendo círculos, se agrupan, se alejan y se pierden entre las nubes que comienzan a formarse con presagios de tormenta inmediata.

Ha cesado el fragor del bombardeo y la calma va renaciendo en los espíritus. Como saldo del ataque aéreo quedan solamente dos cadáveres de insurgentes y muchas bestias muertas. Ningún daño en la ciudad. (2)

Los sandinistas huyen dispersos en todas direcciones. De los que toman el camino a Totogalpa, unos van en sus monturas, metidos y apretados entre dos voluminosas maletas; otros, grotescamente ataviados con fraques y otras piezas del indumento de etiqueta, jinetes en el clásico burro.

Sandino, entre tanto, comprensivo del desastre, eclipsado en ese momento su sueño de renombre y de gloria que, por el odio a los americanos le traería la masacre de la tropa extranjera, triste y desalentado, abandona el Divisadero acompañado de sus más fieles secuaces, para internarse a meditar nuevos plantes en las solitarias y agrestes montañas de Murra.

Hace quince minutos que la rueda de acero ha vibrado para anunciar las 6:00 de la tarde. El cielo se ha despejado después de una ligera tempestad. Un cortejo fúnebre precedido a poca distancia de una carreta tirada por bueyes, en que yacen hacinados cinco sanguinolentos cadáveres, baja la pendiente de la vía que conduce al cementerio, acompañando el féretro de Rufo Marín.

Se divisan las cruces de aquel campo de silencio y de paz. En lontananza entre nubes ígneas que a los ojos de los espectadores simulan charcos de sangre, desaparecen tras las serranías las doradas ruedas del carro de Febo que, presuroso, va a sumergirse otra vez en las profundidades de los dominios de Neptuno, en busca de su amada y hermosa ninfa.

Así ha terminado la jornada. Pero nadie presiente tal vez, en su dolorosa y real magnitud, que los acontecimientos del azaroso y trágico día que muere, son como la escena inicial del primer acto del largo y sangriento drama en que, teniendo por escenario a Las Segovias, serán devastados nuevamente sus campos, se sacrificarán sin misericordia y con salvaje crueldad, millares de vidas de sus hijos, sin excluir ancianos, mujeres y niños, y, por inescrutables designios de Dios, tendrá su epílogo también trágico, allá en las riberas del Xolotlán, en una expectante noche de febrero de 1934.

Notas del autor

(1) Vocablo de los insurgente sandinistas que derribaban de palmear, matar, en su lenguaje de campamento. Los “palmazones” constituían un cuerpo de muchachos valientes, resueltos y desalmados, de entre los cuales escogía Sandino los verdugos de los prisioneros que habían de morir. Los de la referencia fueron curados de sus heridas por los marines y puestos en libertad relativa bajo su protección y vigilancia. Uno de ellos, José Deitrick, hijo de un ciudadano americano de su mismo nombre y una nicaragüense neosegoviana, se fugó para ir a reincorporarse a Sandino.

(2) El comando de las fuerzas americanas en Ocotal, abultó de propósito en sus informes, las pérdidas de los sandinistas para amedrentar a los nicaragüenses. Lo consignado aquí es la verdad o poco menos.

La Prensa Literaria

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