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Menelao

Accidentado y cansado se bajó del techo. Venía de recorrer otros bares arrabaleros y prostíbulos de viejas, donde creyó encontrarlo. La travesía, como tantas otras, había resultado infructuosa. Ya eran diez años, agitados y como si fuera poco, peligrosos. Pero no importó. Las penurias obligaron a sacrificios. No sólo era cuestión de fidelidad, sino de […]

Accidentado y cansado se bajó del techo. Venía de recorrer otros bares arrabaleros y prostíbulos de viejas, donde creyó encontrarlo. La travesía, como tantas otras, había resultado infructuosa. Ya eran diez años, agitados y como si fuera poco, peligrosos.

Pero no importó. Las penurias obligaron a sacrificios. No sólo era cuestión de fidelidad, sino de subsistencia.

Después de todas las vidas consumidas, la vejez y ceguera hacían estragos en él, pero como no quería ser inmortal y gobernado por sus sentimientos, salió de casa por última vez en el intento de encontrar su paradero, pese a las recriminaciones de sus amigos que era su familia, sintiéndose abandonados por el desaparecido.

Partió en la madrugada, trazándose un rumbo más extraviado que los anteriores, desafiando leyendas tenebrosas y hasta estadísticas policiales como para guión de Alfred Hitchkock. Pero qué más podía sucederle… tal vez alguna impronta. Sin retrasos apuró pasos y agudizó ojos.

Al bajar una tapia se encontró con Doberman y corrió hasta llegar asfixiándose al callejón de la muerte, donde forajidos en estampida lo atropellaron y revolcaron chimándolo; buscó refugio en el vano de una ventana con tan mala suerte que su equilibrio falló y se desplomó con fuerza, lastimándose las costillas. Le hizo falta el aire; golpes y chimaduras lo resintió por viejo.

Acurrucado y arisco, pesquisó y esperó en la oscuridad, hasta que la noche se disipó.

Las calles por el día, siempre convulsas con toneladas de decibeles de ruidos. Barriadas polvorientas que arden. Semáforos adornados de vendedores, y tras el descuido, los asaltantes. Por todos lados buscó, en rostros de menesterosos y borrachos, también de locos caminando desnudos, como en los que se cagaban urgidos en predios montosos o atascados de basura. Y nada, a no ser por el furgón que casi le pasa encima, no escuchó el claxon quizá por sus oídos cedidos, qué susto, se le alteró el corazón y ya no está para eso.

Días y noches transcurridos. El cansancio colmándolo.

En su retorno se entretuvo en la riña donde un hombre flaquetoso era apaleado por dos mujeres de contexturas fornidas. Concentrado en el revuelo, sintió el ardor de agua hirviendo en su espalda que una nacatamalera arrojó en el punto preciso donde estaba y se desbocó en carrera desesperada e incierta. Cuando creyó estaba lejos del peligro y se disponía a atender su ardor y despellejamiento, se encontró bajo un aluvión de piedras disparadas en una guerra entre pandillas, descalabrándolo y rajándole la cabeza. Aturdido casi loco buscó salida hasta que encontró la ruta.

Bajó moribundo del techo. Sus amigos, que de antemano sabían sus resultados, atinaron un escuálido saludo dirigiéndose a la cocina donde hacía años no había despensa. Los dos subieron a la coronilla de la refrigeradora por primera vez, para tertuliar con temas dementes y evadir de esta manera el reino de calamidades del que eran parte. Desvariando, encontraron un periódico amarillento y polvoso con la noticia carcomida por roedores atléticos a los que llamaban duendes, dando cuenta de la muerte en la calle de su benefactor.

¡Pobre Menelao! Abatido, ni maulló, aterrado por el banquete que podían darse con él, los duendes.

Noviembre, 2004

La Prensa Literaria

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