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El encanto de la vieja Managua

Todas las ciudades tienen sus encantos. La Managua de l931-72 estaba llena de sortilegios. Sitios encantados y lugares que la memoria recuerda con excepcional agrado. El Petit Café, frente al costado sur del Parque de Candelaria, era cita obligada de intelectuales y periodistas que se reunían por las tardes y noches a comentar los sucesos […]

Todas las ciudades tienen sus encantos. La Managua de l931-72 estaba llena de sortilegios. Sitios encantados y lugares que la memoria recuerda con excepcional agrado.

El Petit Café, frente al costado sur del Parque de Candelaria, era cita obligada de intelectuales y periodistas que se reunían por las tardes y noches a comentar los sucesos de Nicaragua, declamar poemas, leer artículos especiales y chismear un poco sobre política y eventos sociales. Manolo Cuadra, Alejandro Cuadra, Toño López, Ge Erre Ene, Pradito y otros connotados habitúes, compartían noches de bohemia, con Erwing Kruger, su hermano Carlos y Pepe Ramírez, jóvenes entonces bajo el escudo del Trío Monimbó que hizo historia en México a través de la X E W —La voz de la América Latina— y que llenó de gloria y satisfacción a nuestro pequeño país. El Petit recibió en su pequeño local a varias generaciones de periodistas que heredaron la acuciosidad noticiosa, pero no aquel extraordinario sentido del humor de aquel grupo inolvidable.

Otro sitio de antología fue la Voz de la América Central de José Mendoza Osorno, visionario empresario radial que construyó el primer auditorio radiofónico que tenía más de doscientos asientos cómodos y un escenario donde se presentaron los grandes talentos artísticos tanto nacionales como visitantes. Pedro Vargas, Toña la Negra, Agustín Lara, Olga Darson, Berta Singerman, unos traídos entonces por Francisco Bonilla a la Plaza del Caimito y después al Malecón, y otros que enamorados de Nicaragua decidieron quedarse para morir en ella, Mamerto Martínez, español, actor teatrista y libretista, que un día arrió su bandera en la estación de Mendoza, para trasladarse a la recién fundada Radio Mundial. En honor a la verdad, Zela Lacayo, Sofía Montiel, Francisco Rodríguez Téllez, el profesor Julio César Sandoval y otros grandes de la radiodifusión también se trasladaron al nuevo barco de los Arana-Valle. Pero cómo olvidar lo vivido y escuchado en la Voz de la América Central, aquellos conciertos musicales del mediodía, una hora completa de una orquesta —muy buena por cierto— dirigida por Julio Max Blanco, que nos deleitaba con los hits musicales de moda o con las clásicas de entonces.

Entre 1:00 y 2:00 de la tarde, la mayor parte de los managuas y unos cincuenta aficionados cotidianos, nos dejábamos llevar, soñando despiertos con la música de boleros de letras maravillosas y música excelente, había poesía, inspiración, creatividad, todo lo que precisamente ahora hace falta. El Indio Pantaleón con sus shows diarios, la voz de su mujer que un día se sumó a Lara allá por la Alameda Central de México. Los concursos pueblerinos e inocentes, ágiles y alegres, que hacían correr por las estrechas calles de Managua a muchos chavalos que deseaban llegar de primero con una lora en sus manos, o una gallina, o un gato, según lo solicitara el maestro de ceremonias, para ganarse simplemente una entrada a los cines Luciérnaga o Tropical. En este mismo sitio empezaron las radionovelas, y las transmisiones de beisbol. Se hacían concursos de reinas y novias de colegios e institutos y desde luego se escuchaban noticieros muy profesionales.

Se celebraban las fiestas navideñas, se anunciaba la llegada del año nuevo. El elenco artístico de la radio presentaba un programa especial de la Pasión y luego en el Gimnasio Nacional hacían un espectáculo que llegaba al pueblo en sus más hondos sentimientos, aunque después los artistas, la rompían, el que hacía de Judas por remordimiento y el que encarnaba a Cristo se echaba sus nepentes para curar su nerviosismo, la María Magdalena no se quedaba atrás y todos celebraban su éxito artístico y económico.

El Teatro Tropical, mitad cubierto con techo y el resto a capela, era otro nido de sortilegio. La entrada a palco era sobre la segunda avenida sureste y el ingreso a luneta, frente a la cantina La Crucita, por la tercera avenida. Eran muy pocos los chavalos de mi edad que entraban por palco, solamente lo hacíamos en compañía de nuestros padres y novias, pero eso sí, el Teatro en palco tenía sillas de mimbre, sillones y mecedoras que permitían disfrutar a nuestros mayores —butaquearse— y al mecerse gozar de un poquito de aire fresco. Ahí vi sentado al presidente Leonardo Argüello en compañía de la primera dama doña Haydée Baca de Argüello, tía del recientemente fallecido Panchito Aguirre y quién partió al exilio lo mismo que su pariente. Si alguna persona no sabía lo que era una invasión, cada noche —los niños bonitos de Managua— brincaban ágilmente la baranda que separaba una categoría de la otra, para pasar sin pagar de luneta a palco. Nadie se preocupaba por detener a los atletas, quienes mondo y lirondamente se ubicaban en sitios estratégicos cerca de las muchachas más bonitas. Besos, abrazos apasionados, leves quejidos, daban testimonio de aquellos jóvenes que a veces veíamos las películas y otras tantas las ignorábamos, más sin embargo, al salir buscábamos información unos y otros, para poder pasar el examen casero que frecuentemente nos exigíannuestros mayores.

El colegio de La Asunción era otro de nuestros destinos, las internas desde la azotea por las tardes y especialmente los domingos, agitaban sus pañuelos con coquetería para conquistar nuestros corazones. En días normales algunas alumnas viajaban en el bus del colegio, pero tenían sus trucos para alcanzar el vehículo después de ver a los novios por un instante. Vecino del colegio fue Andrés del Socorro Murillo, hijo mayor del Ministro del D.N. del mismo nombre y famoso por ser atabiliario y a quien Hernán Robleto, director de Flecha acusó por arboricida. Otros vecinos, el director de la Banda de Música de los Supremos Poderes, Gilberto Vega Miranda; el doctor Álvarez Lejarza, el dentista Castani y el infaltable Pocoyo-pocoyísimo, enamorado de todas las Asumtas, y piropeador oficial de las mismas, quienes no dejaban de darle cuerda al anciano vestido de lino blanco y una flor en el ojal.

El Malecón que precisamente hizo Murillo fue construido desde la bajada de La Asunción hasta detrás de la estación del ferrocarril. Frente al lago una acera ancha permitía el tránsito peatonal y una serie de kioscos se unían con la gran acera para ofrecer refrescos y música. Una carretera bordeaba El Malecón, donde hizo furor la falda larga hasta el ojo del pie que las muchachas de entonces,con gran coquetería, lucían muy a pesar nuestro. Por esa razón dejamos de ver piernas por muchos años, hasta que la minifalda descubrió un mundo nuevo en el arte de vestir.

La Prensa Literaria

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