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El cielo se había puesto oscuro…

El cielo se había puesto oscuro y, de repente, comenzó a caer un aguacero violento característico de septiembre. ¡Qué de rayos, de relámpagos y de viento! Era como si una fuerza enojada se desatara contra nosotros. Cada gota sonaba en el tejado como una pedrada. Me acuerdo perfectamente del modo cómo sonaba contra el tejado. […]

El cielo se había puesto oscuro y, de repente, comenzó a caer un aguacero violento característico de septiembre. ¡Qué de rayos, de relámpagos y de viento! Era como si una fuerza enojada se desatara contra nosotros. Cada gota sonaba en el tejado como una pedrada. Me acuerdo perfectamente del modo cómo sonaba contra el tejado. Y el viento abría y cerraba puertas, revolvía como torbellino los árboles que se daban unos contra otros y contra las ventanas.

Cayó un rayo tan cerca que todas las ventanas crepitaron y tembló la tierra. Su luz deslumbró por un rato. ¡Qué poder! Tras el estampido de aquel rayo vino una gran oscuridad. Se fueron las luces, y sólo, de vez en cuando, se iluminaba la casa por el resplandor de los relámpagos…

Le vi en el dintel de la puerta y luego contra la ventana. Era demasiado grande para su edad. Su desarrollo prematuro era anormal y vano. Cogí una lámpara de batería que tenía en la mesa de noche y al iluminar hacia donde estaba vi sus pies deformes arrastrándose hacia mí.

Había sido tan repentino el comienzo de la lluvia y la tormenta, que me había olvidado de él, sobre todo, del detalle de que sentía un miedo atroz por las tormentas. Sus manos las tendía hacia mí, implorantes. Buscando en mí salvación, refugio. Y yo… ¿qué podía hacer? Al llegar junto a mí… emitió sonidos guturales. Yo no me movía. Sobre nosotros estaba una gran casa, y adentro, solos los dos. Pero un impulso ajeno a mí que no provenía de mi cuerpo, me hizo incorporarme. Le tomé de sus manos frías y demasiado blandas. Alguien me impulsaba a actuar, un espíritu desconocido, un ser que por primera vez tenía contacto conmigo.

Le guié hasta su dormitorio y, mientras atravesábamos la casa oscura alumbrada por relámpagos, sentía las ráfagas de viento cargadas de lluvia. Yo, al menos, las sentía en mi cuerpo casi descubierto. Y sentía también cómo temblaban sus manos y todo su cuerpo de niño casi del tamaño del mío. A cada nuevo rayo se estremecía mortalmente. ¿Qué sentía? ¿Qué extraño poder de la naturaleza le hacía reaccionar de aquella forma? ¿Por qué con la tormenta adquiría facultades y sentía el miedo, y sabía que sólo de mí podía obtener ayuda? Él, que nunca comprendía ni siquiera cuando le ordenaban comer o pararse.

Casi al llegar a su cama cayó con una tremenda convulsión, y yo, que no le quería, y que cientos de veces había deseado su muerte, tuve que poner toda mi fuerza para poder llevarle a rastras, pues era muy pesado, hasta su cama. Echaba espuma por la boca y los ojitos oblicuos estaban blancos e inmóviles. Perdió su color y poco a poco su cuerpo iba tomando franjas obscuras, pálidas y moradas. Yo hubiera podido dejarle así, no hacer nada, esperar a que aquella vida inútil terminara de una vez. El pensamiento me cruzó fugaz. Por un instante sentí lo que seguramente siente un criminal.

Pero sentí un estremecimiento en mi interior… y de repente la vi de nuevo frente a mí. Yo la vi… no de una forma material, sino de una forma invisible; es decir sin su cabeza, tronco ni extremidades. De manera espiritual, casi tocable. Mi cuerpo en su interior y mi mente la percibieron claramente. No la conocía. Nunca había visto su fotografía y Luis se había limitado a decirme su nombre y su modo de morir. Sé que era ella. No con sus facciones terrenales, pero estuvo allí frente a mí, sobre mí, dentro de mí. No era la mujer que había sido la primera esposa de Luis, no, Luis en aquel instante no contaba para nada. Estábamos ella y yo junto al niño. Ella como madre. Era la madre de aquel ser enfermo y yo adivinaba y sentía en toda intensidad su dolor. Era para mí una transparencia su corazón. Y su corazón no tenía celos de mí y estaba completamente abierto hacia mí. Era su dolor común a toda mujer; a todo ser que puede sentir en sí la maternidad. Sentía yo, en mi carne y en mi propio corazón lo que ella en el suyo sentía como madre de aquel niño. Aquella comunicación era muy extraña. Yo sabía que ella había muerto antes de enterarse que había dado a luz un ser así. Había muerto antes de que cualquiera adivinara la verdad. Si se hubiera enterado que ella moría y que dejaba a una criatura así. Qué terrible morir. Morir y dejarlo para que otra mujer —que era yo— sintiera repugnancia por su niño. Una mujer —que aunque fuera yo—, era una extraña para ella, y siendo extraña, sentiría el deseo de que la criatura muriera.

Se comunicó aquella noche conmigo. De mujer a mujer. Su espíritu vino a mí, y comprendí que aquella desgracia le podía suceder a cualquier mujer. Despertó mi corazón dormido que no tenía olor maternal. Mi corazón que no se abría porque no asociaba los hechos de que podía ser madre como mujer. Ella era una madre más. Una madre con dolor y a través del mismo y común dolor. Una mujer que había pasado siete meses, porque había nacido prematuro, sintiendo en sí el movimiento de su vida llena de ilusión… Comprendí con horror que también podía sucederme a mí. Y más que a todas a mí…

Y sentí un dolor agudo en mi vientre…

Un nuevo pensamiento se adueñó de mí. Una duda en la que nunca había pensado. ¡Qué extraña confusión! ¿Quién es una madre? ¿Quiénes somos para juzgar? ¡Dios mío y Señor mío!, exclamaba mientras oía bajo mi mano aquel inútil palpitar. ¿Cuál es el verdadero amor maternal?

La corriente eléctrica había vuelto y yo sabía que en mis manos estaba aquella vida, que aunque yo deseara que se acabase, no me tocaba juzgar. Había un impulso ajeno a mí, una fuerza que provenía de aquella mujer desconocida que había hecho comprender a mi corazón y que continuaba frente a mí.

La lluvia había comenzado a calmar su violencia, y la tormenta se oía a cada segundo alejarse poco a poco. Corrí al teléfono y llamé a Luis. Llamé también al doctor.

Su respiración comenzó a normalizarse. Yo mantenía mi mano sobre su corazón; me parecía le daba fuerzas y le transmitía algo de mi vivir. Sus músculos comenzaron a ablandarse.

Llegaron al mismo tiempo Luis y el doctor. A mí me parecía que se habían tardado siglos en llegar. Sobre su corazón todavía estaba mi mano palpando si vivía…

La crisis había pasado. El niño enfermo dormía sosegadamente, si se pudiera decir, con placidez.

Rosario Aguilar (León, 1938) ha publicado: Primavera Sonámbula (1964), Quince Barrotes de izquierda a derecha (1965), Aquel mar sin fondo ni playa (1966), Rosa Sarmiento (1968), Las doce y veintinueve (1975), El Guerrillero (1976), Siete relatos sobre el amor y la guerra (novela corta – 1986), La niña blanca y los pájaros sin pies (1992), El mar estaba calmo (cuento – 1994), Soledad: tú eres el enlace (biografía – 1995), El regreso (cuento -1997)

La Prensa Literaria

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