Por Loanny Picado y Andreas Bannwart
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La imagen que José tiene grabada de su madre, es la de una mujer con una botella de alcohol o con una inyección de heroína que atravesaba sus venas. Una fotografía que no ha logrado borrarse de la mente.
“Ella (su madre) murió muy joven, tenía 32 años. Estaba drogada cuando se quitó la vida, fue muy triste, pero mi vida prácticamente siguió el mismo camino de ella”, cuenta un triste José. Tiene 17 años, sólo llegó a quinto grado de primaria. Su baja estatura disminuye su edad real, pero las señas en su rostro delatan el maltrato físico y psicológico que recibió desde su infancia.
Hace diez meses, la cara de José no tenía dibujada esa sonrisa como la que captó el lente, sino una lluvia de lágrimas por estar internado en el hospital Lenín Fonseca por intento de suicidio. Hoy lleva ocho meses en rehabilitación en Casa Alianza, una organización que ayuda a jóvenes y niños en riesgo.
José nunca tuvo una niñez de juguetes y amor familiar, jamás llegó a conocer a su padre y se crió en un ambiente donde las drogas eran el alimento diario. A los siete años de edad salió con su mamá de Trojes, frontera con Honduras, hacia Managua, en busca de una mejor vida, pero los sueños de prosperidad para la familia fueron nulos y en medio de la miseria y la falta de oportunidades, José encontró su salida en la bebida.
Tras la bebida se sumó la adicción a la marihuana y luego vinieron otras dosis más fuertes como la cocaína, pero José no encontraba paz, ni alivio. Y allí sumergido en la depresión, no encontró razones para vivir.
La mano izquierda de José tiembla con frecuencia, una de las secuelas que dejó su intento de suicidio al agarrar un cable de alta tensión en una torre de electricidad. Las señas de cortadura en las muñecas de sus manos también dibujan la historia de la primera vez que quiso acabar con su vida.
“Las drogas ya no tenían su efecto, sentía un dolor muy fuerte, que no se me quitaba y fue cuando intenté matarme, mi vida no era una vida, no tenía sentido seguir en este mundo”, confiesa José.
Meses después del incidente de las torres de electricidad, José encontró una esperanza de cambiar cuando fue llevado por su tía a Casa Alianza. En este lugar, fue donde José encontró a un viejo amigo, ese balón de futbol que dejó en la vieja casa de Trojes.
Ese joven escuálido, de pequeña estatura trata de impresionar con su habilidad con el balón en la cancha de futbol junto a otros jóvenes que al igual que él han sido rescatados de la droga y conflictos familiares con ayuda de Casa Alianza.
En febrero de este año Casa Alianza fue invitada por la sede central de Inglaterra para que participe en el Primer Mundial de Futbol de Niños de la Calle a efectuarse en Sudáfrica para marzo de 2010. José es parte de los 17 candidatos que conforman la preselección que representará a Nicaragua en este torneo, donde solo nueve serán escogidos.
Bañado en sudor sale por un momento de la cancha para conversar, se sienta sobre el césped y habla con entusiasmo acerca de ir a Sudáfrica.
::: ¿Crees que llegarás a Sudáfrica?
Estoy haciendo todo bien, entreno todos los días y estoy haciendo caso a mis maestros en Casa Alianza para que me seleccionen entre los nueve que irán a Sudáfrica.
::: ¿Sabés dónde queda?
Mmm… no sé, pero debe ser un país muy bonito, me han dicho que hay tigres como en la selva.
Con timidez, pero con buena pronunciación logra decir: “Yes, I am Ok”, la primera frase que aprendió en el curso de inglés que le costea esta organización, como parte de la preparación para ir a Sudáfrica.
Casi al finalizar la entrevista, se acerca con curiosidad una joven delgada, cabello lacio y castaño.
¿Vamos a salir en el periódico? pregunta.
Indira tiene 15 años de edad y está dotada de mucha energía, además es poseedora de un potente pie derecho para hacer goles.
“Ella es muy eléctrica, siempre está haciendo algo, nunca se está quieta”, la describe Julio Membreño, quien entrena al equipo desde hace siete meses.
Indira, es la más hiperactiva del grupo, eso explica el porqué no deja dormir a sus compañeros cuando les toca el descanso. Pero su vida antes de llegar a este albergue no era un cuento de hadas.
Indira llegó a Casa Alianza hace seis meses huyendo del maltrato físico de su hermano, quien se encargaba de golpearla casi todos los días. El último golpe que recibió Indira de su hermano fue justo un día antes de que ingresara al albergue, cuando le quebró la nariz. Esa secuela fue quizás la que más quedó grabada en su mente.
“No odio a mi hermano, pero no quiero verlo. En este lugar me enseñan a tener otras oportunidades y ahora juego futbol para ir a Sudáfrica”, dice con tristeza al referirse a su hermano, pero en enseguida cambia su semblante cuando se refiere a Sudáfrica.
“Tranquila. Toma agua…” María, de 15 años de edad, atiende al consejo mientras las gotas de sudor le cubren su rostro bajo el solazo implacable.
::: ¿Por qué estás entrenando?
“¡Para ir a un viaje a Sudáfrica a jugar fútbol!” expresa con una chispa contagiosa como si hubiera esperado esta pregunta desde hace mucho tiempo.
Jugar fútbol le gustaba desde chiquita, pero no soportaba perder, explica, pero también señala que esa actitud cambió durante su estadía en Casa Alianza.
Hace apenas cuatro meses pensaba en todo menos en cruzar el océano en avión para participar en una Copa Mundial.
“Estaba en la droga”, se lamenta María y agrega que “vine aquí porque quería una recuperación”.
Profesionales de la Casa Alianza la apoyan en su proceso para seguir su sueño: “Ir a otro país a conocer, con un montón de futbolistas bien uniformadas en un avión, ¡y ser una profesional de fútbol!”.
Un silbido junto a los gritos del entrenador “¡sigan pa’ lante!” rompe el silencio cuando María sale corriendo con ansias para seguir pateando el esférico junto a los demás.
Luego se acerca Kevin de 16 años, quien envuelve su dedo índice en un hilo que se soltó de su camisa. Su vista se pierde en la lejanía donde sus compañeros siguen jugando.
En su niñez la autoridad y el machismo de su papá de andar con otras mujeres, era sólo uno de los numerosos desafíos. Experimentaba maltrato “físico y emocional al mismo tiempo”, como se expresa de manera clara.
Las heridas más profundas dejaron las palabras constantes de sus padres: “Maldito el día que nació esa basura”, mientras la mamá le decía que “no te sabes ni limpiar bien”.
Tras tanta humillación, empezó a salir a la calle. Ahí, fumando cigarros con los chavalos encontró su ambiente para luego juntarse a una pandilla a los 14 años. Fue en el sexto grado de primaria cuando comenzó a experimentar con drogas: “Para consumir, siempre ponía excusas como el hambre o la alegría que me daba”.
Una mañana Kevin se miró su rostro demacrado en el espejo y supo que de él solo quedaron las sombras de lo que un día fue. “Ya no era la mitad de lo que alguna vez fui, tanto físicamente como sentimental”.
El cambio vino inesperado. La droga lo hizo seguir robando hasta que lo agarraron en su último robo y lo trasladaron a la Casa Alianza donde experimentó un momento inolvidable. “Me recibieron con un abrazo, ¡un ser tan despreciable, callejero, vago, así en la cara de la sociedad!”, expresa con gusto.
Ese día lo único que podía llamar suyo eran unos “shorts”, un par de chinelas y dos camisolas. Aunque a veces Kevin quiere volver al pasado para borrar “unas caballadas”, está consciente que ahora le toca reconstruir su futuro.
“Quiero ser otra persona, tener un titulo, alguna vez casarme y tener hijos”, confiesa.
“El profesor me había contado acerca de Sudáfrica, todavía no puedo creer que voy a tener la oportunidad de ir a otro país” sigue esperando su destino con ansias. Sí sigue entrenando y aplicando las reglas, Kevin puede hacer su sueño en realidad en unos pocos meses, pero siempre acordándose:
“Si algún día me dicen que no iré, será porque el Señor está preparando algo distinto para mi”, cuenta de manera contenta al terminar la grabación.