Las Bienaventuranzas (cf. Mateo 5, 1-12) son como la norma de vida que Jesús da a sus discípulos para que podamos seguir el camino de la santidad.
Cuando el Señor ve a la muchedumbre que le sigue sube al monte para dar a entender que sus enseñanzas son las nuevas Tablas de la Ley, que sin excluir en nada las dadas a Moisés, Él las completa porque es la definitiva Palabra de Dios.
El pobre de espíritu es aquél que tiene necesidad de Dios y del prójimo para ser feliz. No se refiere al pobre material literalmente hablando, porque existen carentes materiales que están llenos de sí mismos y lo que ha condenado el Señor no son las posesiones que la persona pueda tener, sino que las posesiones lo posean a uno al extremo que se olvide del hermano.
Los mansos son los humildes y el humilde es aquél que es consciente de sus limitaciones, pero también del inmenso potencial que Dios le ha dado para ponerlo al servicio propio y de los demás. No es manso, ni el tonto, ni el cómodo, ni el cobarde, ni tampoco el que no se arriesga para hacer fructificar los talentos.
Aquél que siente dolor en su corazón y que permite que se enternezcan las entrañas por el sufrimiento causado por el pecado social y personal que oprime a la inmensa mayoría es quien llora. No es vivirse lamentando sin hacer nada o quejándose sin querer ser partícipe de un cambio para el bien.
Los que tienen hambre y sed de justicia son todos aquéllos que en el transcurso de la historia y hoy de manera urgente son los audaces y valientes que sin importar lo que pase saben que la paz es fruto de la justicia y no solamente palabra comercial.
El misericordioso es aquél que permite que en lugar de su propio corazón sea el mismo Corazón de Cristo quien gobierne sus actuaciones. La misericordia no es lástima sino el compartir las alegrías y sufrimientos del otro. Es ponerse en el lugar del hermano y no solamente ver o acercársele para curiosear sino para actuar. Hay que derribar el muro de la indiferencia y llegar a los hechos que vayan eliminando todo signo de opresión.
El limpio de corazón es quien ve en el otro a un hijo de Dios. Aquí se puede cumplir aquella frase que expresa: “Uno ve en el otro de lo que está lleno uno”. Pero no debemos confundir limpieza de corazón con ingenuidad. Debemos ser “humildes como palomas y astutos como serpientes”, para poder discernir que la unidad de una mayoría que quiere un cambio por el bien de todos no puede dejarse seducir ni doblegar por una minoría que trabaja para su provecho egoísta. Para eso debemos dejar a un lado nuestros proyectos personales y tener sabiduría para entender que es el momento para unirnos sin doblez y conformar una fuerza bravía que nos lleve a la libertad de los discípulos de Cristo.
Para ser llamado hijos de Dios hay que trabajar por la paz. El que “no es ni chicha ni limonada”, o para usar una frase bíblica “el tibio que Dios vomita” es amante de “la paz de los sepulcros”. La verdadera paz de Cristo requiere violencia interior para doblegar al pecado que nos oprime.
Vivir como auténtico cristiano implica persecución y toda clase de maquinaciones del mal, pero si lo hacemos por la causa de Cristo vivimos en la alegría de ser partícipes del Reino de Dios.
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