Invocando el llamado principio de no injerencia ante la supuesta intromisión del Embajador estadounidense, Robert Callahan, en los asuntos políticos internos de Nicaragua, el gobierno de Daniel Ortega emitió el jueves pasado un comunicado contra Estados Unidos, al mismo tiempo que turbas orteguistas atacaban con artefactos explosivos, piedras y garrotes, la Embajada de ese país en Managua.
La violencia con la que los partidarios de Daniel Ortega acostumbran manifestarse públicamente, se descalifica por sí misma porque es un procedimiento salvaje que no tiene absolutamente nada que ver con la política, mucho menos con la diplomacia. Pero es necesario denunciar nacional e internacionalmente ese desborde totalitario, que confirma las denuncias previas de los sectores democráticos de que se está imponiendo en Nicaragua una nueva dictadura de Daniel Ortega, el cual —como dijera Tomás Borge hace algunos meses— está dispuesto a hacer todo lo que considere necesario, inclusive lo peor, y a pagar el precio que sea, para no volver a entregar el poder.
Aparte de eso, no hay argumento más hipócrita para justificar acciones de vandalismo como el ataque del jueves pasado contra la Embajada de Estados Unidos, y el viernes personalmente contra el Embajador Robert Callahan, que el del injerencismo en los asuntos internos de Nicaragua. Es una gran hipocresía condenar por injerencista al Embajador de Estados Unidos porque ha opinado en sentido contrario a la posición del Gobierno, sobre la aberrada resolución de seis magistrados del FSLN en el Poder Judicial para reformar de hecho la Constitución y permitir otra reelección de Ortega, mientras el mismo gobierno orteguista ha intervenido descaradamente en los asuntos políticos internos de Honduras, y permite la intromisión del presidente de Venezuela Hugo Chávez en la política doméstica de Nicaragua. Es más, Daniel Ortega junto con Hugo Chávez y otros gobernantes del Alba, no sólo le han pedido sino que han presionado públicamente al Gobierno de Estados Unidos, para que interviniera más drásticamente en el conflicto político interno de Honduras e inclusive para que derrocara al gobierno democrático provisional del señor Roberto Micheletti.
O sea que a Daniel Ortega le gusta la intromisión externa y la promueve, cuando favorece sus intereses y satisface sus pasiones ideológicas. Y sobre todo le complace la injerencia internacional en Nicaragua que se traduzca en dólares norteamericanos y euros europeos, pero le disgusta y la rechaza cuando es a favor de la democracia, de la libertad, del derecho y de la justicia, como ha sido el caso del discurso que pronunció el miércoles pasado el embajador Robert Callahan ante la Cámara de Comercio Nicaragüense Americana (Amcham).
Precisamente para hoy, lunes 2 de noviembre, está prevista una reunión de representantes del Fondo Monetario Internacional (FMI) con el gobierno de Ortega, con el fin de revisar el cumplimiento de las condiciones a que éste se ha comprometido para tener acceso a las fuentes de crédito externo. Sin duda que esto es un injerencismo del FMI en los asuntos internos de Nicaragua, pero ante el cual el gobierno de Ortega se cuadra sumisamente con tal de conseguir casi noventa millones de dólares del Banco Mundial y del mismo FMI, para aliviar la grave crisis fiscal que está sufriendo el Gobierno de Nicaragua por su propia culpa. Inclusive, es muy probable que haya sido por temor a que el FMI no dé el aval para el desembolso de esos fondos millonarios, que Ortega contuvo su decisión de expulsar del país al embajador Callahan, el jueves de la semana pasada.
Todos los dictadores invocan el antiinjerencismo, porque quieren oprimir a sus pueblos y saquear a sus países sin que nadie en el mundo se atreva a acudir en defensa de las naciones sojuzgadas. Como ha escrito el filósofo político francés, André Gluckmann, en su libro Occidente contra Occidente , “el derecho de los pueblos a la independencia se ha convertido con demasiada frecuencia en el derecho de los asesinos a matar con toda libertad”. Y agrega Glucksmann que “cuando un régimen somete a su población al suplicio, las sociedades felices tienen el deber de intervenir mediante la palabra y la escritura, sin duda, mediante asistencia, desde luego, mediante presiones diplomáticas y financieras, por supuesto ”
Y hay que agregar que los gobiernos de los países democráticos, que por la tal no injerencia dejan que los dictadores aplasten impunemente a sus pueblos y atropellen la gobernabilidad democrática, se convierten por eso en cómplices de tan grandes fechorías.
Ver en la versión impresa las páginas: 10 A