La violencia que partidarios del gobierno de Daniel Ortega usaron el jueves 22 de octubre pasado contra la activista cívica juvenil Leonor Martínez, a quien golpearon brutalmente y le causaron tres fracturas en un brazo; y la violencia política institucional que el viernes 30 del mismo mes de octubre emplearon los miembros de una patrulla de la Policía, en León, contra la dirigente del Movimiento Autónomo de Mujeres, Patricia Orozco, son hechos repugnantes, cobardes y doblemente criminales, cuyos autores en cualquier país civilizado y democrático serían enjuiciados y severamente castigados. Pero no en Nicaragua, donde la intolerancia es política de Estado y la violencia contra opositores, disidentes y críticos ha sido institucionalizada por el régimen de Daniel Ortega.
Son doblemente criminales, primero porque en general es un crimen usar la violencia contra cualquier persona, independientemente de su sexo, edad y condición económica, social, política y religiosa; y segundo, porque en estos casos se trata de violencia contra mujeres, las que por múltiples razones sociales, políticas, jurídicas y morales, tienen que ser más cuidadosamente respetadas por todos, y particularmente por quienes circunstancialmente representan de hecho o legalmente a los poderes públicos establecidos.
Pero además de que esas agresiones físicas contra mujeres perpetradas por pandilleros paraestatales y por agentes de la Policía que representan oficialmente al Estado, constituyen un doble crimen, desde el punto de vista religioso significan también un gravísimo pecado, como lo señaló el Obispo Auxiliar de Managua, monseñor Silvio Báez Ortega, el domingo recién pasado. Y esto tiene una gran significación en una sociedad como la nicaragüense, donde los valores religiosos están profundamente arraigados.
Pero al parecer nada de eso preocupa a los autores del atentado criminal perpetrado contra Leonor Martínez, y a los responsables de la agresión policial contra Patricia Orozco, ni a los autores materiales e instigadores de las agresiones que han sufrido muchas otras personas indefensas, desde que Daniel Ortega volvió a tomar el poder en enero de 2007, y comenzó a restaurar su dictadura. Ni siquiera les preocupa a quienes ejercen la autoridad policial y judicial, ya sea porque se han sometido al régimen dictatorial orteguista o porque comparten la ideología y la compulsión represiva de Daniel Ortega.
En realidad, en el caso del ultraje policial a Patricia Orozco, el colmo del cinismo gubernamental es que apenas un par de horas antes la jefa nacional de la Policía, Aminta Granera, había ofrecido seguridad y protección a los dirigentes de las organizaciones de la sociedad civil y defensoras de los derechos humanos. Y es peor la situación, si se considera que la Policía de Nicaragua está dirigida precisamente por una mujer, pero sus “subordinados” no tienen ningún respeto por las mujeres, desconociendo incluso el hecho de que ellos también son hijos, hermanos, maridos o padres de mujer. Ni hace nada efectivo esta Policía dirigida por una mujer, por investigar las denuncias de un tenebroso plan de terror contra dirigentes de la sociedad civil independiente, particularmente mujeres, como ellas mismas lo han denunciado ante las instancias correspondientes y públicamente.
En realidad, las agresiones paraestatales y oficiales contra mujeres que pertenecen a los movimientos independientes de la sociedad civil y a partidos políticos democráticos de oposición, ponen en evidencia la hipocresía de las actuales autoridades de Gobierno, que dicen estar en campaña contra la violencia de género y para eso piden dinero a gobiernos de otros países y a organismos internacionales, pero son ellas, las autoridades orteguistas, practicantes habituales y contumaces de la violencia contra las mujeres.
La violencia siempre es nociva y constituye una acción contra la naturaleza humana, un acto contra la justicia y la razón, una anormalidad del comportamiento personal, social y estatal. La violencia gubernamental se practica para someter a los ciudadano y tenerlos bajo control. El gobernante, el dirigente y el activista político que practica la violencia es un ente deshumanizado y perverso que no ve a los otros como seres humanos, sino como enemigos, y se considera a sí mismo como un arma para destruirlos.
La violencia paraestatal e institucional del régimen de Ortega es un retroceso a las épocas de las dictaduras somocista y sandinista de los años ochenta. Peor aún, es un regreso a la barbarie, a los tiempos sin ley, ni justicia, ni moral, ni compasión de los hombres cavernícolas.
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