Las huellas del paraíso están todavía visibles. Desde el aire, la región selvática del norte de Ecuador, conocida como el Oriente, parece un tapiz de niebla plateada y franjas de intenso verde.
Pero bajo el manto de nubes y el dosel de los árboles, la selva es una maraña de manchas negras de petróleo, fango purulento y tuberías oxidadas. El humo brota del suelo, arrojando al aire vapores que queman la garganta. Las aguas residuales de estanques sin encofrar se traspasan a las aguas subterráneas y transitan a los ríos y los arroyos.
Este paisaje de pesadilla es el legado de la corporación petrolera Texaco. Entre 1964 y 1990, Texaco (adquirida por Chevron en 2001) perforó alrededor de 350 pozos petroleros en una superficie de 2.700 millas cuadradas de selva de la Amazonia ecuatoriana. La empresa obtuvo aproximadamente 30.000 millones de dólares en ganancias, mientras derramó deliberadamente 18.000 millones de galones de sopa tóxica, conocida como agua de producción -una mezcla de petróleo, ácidos y otros cancerígenos- que cayó a las corrientes donde seres humanos recogen agua para beber, pescan, nadan y se bañan.
En el proceso, Texaco construyó más de 900 fosos de fango de petróleo, muchos del tamaño de piscinas olímpicas. A diferencia de las piscinas, estos hoyos fueron cavados sin revestir la tierra. No se colocó ningún material impermeable para proteger el suelo y el veneno se escurrió al agua subterránea.
Yo había escuchado hablar durante años del “Chernobyl de Chevron en la Amazonia”. Pero nada me había preparado para el horror del que fui testigo durante mi visita de tres días a Ecuador. Tuve en mis manos una libélula embadurnada de petróleo, que trataba de mover desesperadamente sus alas. Vi huellas de patas de cerdo en el barro al lado de inmundicias grasientas, donde los animales habían comido pasto contaminado, que pronto estará infectando a niñas, niños, mujeres, y hombres, que al comer carne de puerco terminarán consumiendo los desperdicios de Chevron.
Conocí a un hombre cuyos dos niños habían muerto después de nadar en el agua contaminada. Uno murió en menos de 24 horas. El otro se retorció en agonía durante seis meses. Otro hombre tiene su vivienda ubicada sólo a unos metros de uno los pozos. Tiene diez hijos. Todos se han enfermado, algunos cubiertos de llagas. Sus gallinas y sus puercos murieron. Nada crece cerca de su casa.
Escuché historias aterradoras acerca del maltrato infligido por trabajadores de Texaco: mujeres violadas; chamanes llevados en helicóptero a alejadas cadenas de montañas para ver si lograban encontrar el camino para devolverse; indios a los que les dijeron que friccionarse petróleo en sus cabezas calvas les haría crecer cabello fuerte y largo; y camiones de la empresa que derramaron desechos de petróleo en las sendas donde la gente caminaba y sufría quemaduras causadas por la brea pegajosa expuesta a los calcinantes rayos del sol.
Cuando los petroleros de Texaco descendieron de sus helicópteros en la jungla a principios de la década de los 60, regalaron a los aborígenes pan, queso, platos y cucharas. Hasta hoy, ésa es la única compensación que los grupos indígenas han recibido. Texaco sabía que había gente que podía morir por sus actividades, y la ignoró. De acuerdo con el último conteo, 1.400 niños, mujeres y hombres han muerto de enfermedades atribuidas directamente a la contaminación provocada por Texaco.
El índice de casos de cáncer en las comunidades afectadas por la actividad petrolera es 30 veces mayor que en cualquier otro lugar del país. Otros equipos médicos han documentado altas tasas de defectos congénitos, abortos, enfermedades de la piel y daños al sistema nervioso. Dos grupos nómadas que habitaban la región, los tetetes y los sansahuari, han desaparecido. Lo que Texaco hizo podría calificarse penalmente como homicidio por negligencia.
Ahora, los grupos indígenas que quedan en el Oriente ecuatoriano -los cofán, siona, secoya, kichwa, y huaorani- han tomado en sus manos la lucha contra Chevron. Organizados a través del grupo de base Frente de Defensa de la Amazonia, están exigiendo, mediante una demanda colectiva sin precedentes, que Chevron arregle el daño que causó.
Como estadounidense, estoy horrorizada de que una corporación de nuestro país pueda tratar a personas inocentes con tal desprecio. Nosotros, consumidores, funcionarios elegidos, periodistas, activistas, y ciudadanos, debemos hacer que Chevron asuma la responsabilidad por sus acciones, y ver que se haga justicia.
Aquí en el Oriente, 45 años después de que Texaco taladró por primera vez el suelo y 16 años después de que los ecuatorianos empezaron su lucha por la justicia, las huellas del paraíso todavía son visibles. No debemos permitir que desaparezcan.