Texto y fotos por Amalia Morales
Para viajar este sábado a Bilwi hay que armarse de una paciencia de santo, una paciencia que no creo tener ni hoy que es día de la virgen de Guadalupe. Me han dicho que el viaje hasta la cabecera de la RAAN (Región Autónoma del Atlántico Norte) dura 30 horas, con suerte.
Ahora que estoy aquí en la terminal del mercado Mayoreo, frente al bus que oficialmente sale a las cinco de la tarde, vuelvo a pensar en ese número de horas que me dijo un cobrador, más burlón que afligido, días atrás. Dudo. Es imposible. Estaba loco, quería desanimarme, me digo.
Son apenas 560 kilómetros, los que una camioneta de doble tracción recorre en 11 horas máximo, aun con mal camino. Así que no puede ser que me gaste en ir a Puerto, el mismo tiempo que uno se gasta en ir de Managua a Ciudad de Panamá, haciendo trámites en dos fronteras y escala en San José, la capital tica. Es que 30 horas fue justo lo que ocupé en viajar de Bogotá a Caracas –las capitales de Colombia y Venezuela, respectivamente- hace tres años. Aquella vez fueron casi 2,000 kilómetros de carretera, atenuados con dos cervezas Polar que compré en la frontera de San Antonio y casi tres litros de agua.
Al bajarme, además de las nalgas entumidas y el pescuezo tieso, coseché un par de pies hinchados como dos nacatamales mal amarrados que contemplé un largo rato tirada en el piso de la terminal caraqueña mientras se desinflamaban y podía volver a caminar. No puede ser que esté de nuevo al borde de una travesía como aquella, pienso con cierta angustia, mientras recupero la imagen de esos pies soplados a los que ahora se está pareciendo el techo de este bus amarillo que tengo enfrente, en cuyo interior alguna vez pusieron su trasero escolares estadounidenses.
—Hay que acomodar bien esa carga. No me dejen todo atrás, distribuyan bien el peso— grita una mujer que sólo puede ser la dueña del bus, porque lleva con tranquilidad tanto oro en las orejas, los dedos de las manos y el cuello en el mercado Mayoreo, como si fuera la primera dama y estuviera rodeada por la escolta presidencial.
Pelo teñido, pantalón jeans entubado, sandalias de tacón y un cuaderno de anotaciones en la mano, donde lleva la lista de la mercadería que enviará en el bus y los nombres de los pasajeros. Sé que es la dueña, porque mientras espero que me venda el asiento del único pasajero que falta, la oigo decir que hay que cargar todo lo que puedan porque necesita reales para comprarse otro bus en enero.
Una mujer que llega para abonar un par de sacos más a la carga que va encima del bus, me comenta que la dueña es copropietaria, junto a su madre, de ocho buses que cubren las rutas Managua-Bilwi y Managua-Rosita, bajo el sello de Transportes Aragón.
Cuatro hombres fornidos obedecen los gritos de esa voz sin aliento de la dueña. Como hormigas, en fila india y sin tropezarse, suben la carga por las dos escaleras que colocan en los costados del bus. Mueven decenas de bolsas.
Acomodan docenas de sacos. No han acabado de distribuir las cajas arriba, cuando hay nuevos paquetes abajo que subir. Un juego de mecedoras de madera roja, empapeladas con periódico para evitar que se pelen, queda por ultimo. Luego irán sujetadas en la parte delantera de este segundo piso improvisado del bus, por encima de la cabeza del chofer.
—¿Y no se cae tanta carga?— pregunto a la dueña cuando en realidad quiero preguntarle si no hay peligro de que el bus se dé vuelta en el camino.
—No, eso va bien asegurado—dice mientras me vende el boleto por 420 córdobas, el mismo precio cobrado a los otros pasajeros que subieron antes a este bus que sale hasta las seis, cuando oscurece.
Rechina. El interior de este bus rechina como un cuerpo de coyunturas gastadas que va a reventarse en cualquier momento. Desde que me subí y ocupé el asiento número 16, al lado de Dexter, un miskito que estudia becado en la UCA, deja de importarme el tiempo que el bus se demore en llegar a Puerto Cabezas, como le decimos a Bilwi los que vivimos en el Pacífico. Me obsesiona el peso. “Llevan otro bus encima”, dijo alguien momento antes que el transporte saliera de la terminal. ¿Cómo es posible que no se fijaran en semejante bulto los policías que merodeaban por ahí? ¿Y tampoco vieran la carga, los de Tránsito que siempre están en las afueras del mercado, al acecho de vehículos infractores? El peso de este bus no sólo se intuye cuando salta y cruje, también se mira, sobresale como un tumor en la garganta.
Dexter que va al lado de la ventana, me advierte, cuando vamos trotando a todo volante por el asfalto, que en la salida de Managua el bus se detuvo un momento y uno de los ayudantes se bajó y dejó algo en la mano de un uniformado.
A la gente que va dentro del bus tampoco parece importarle la carga pese a las rajaduras del techo. Una de ellas corona mi cabeza. A medida que pasan las horas, y la carga de arriba se asienta, me da la impresión que la grieta se agranda. Sin nada que ver por las ventanas, más que una oscuridad repetida, paso revista al pasillo del bus. Está totalmente ocupado por gente y maletas. Hay por lo menos cuatro personas que llegaron de último, y quisieron viajar a toda costa. Van sentados en sus propias maletas, con los pies estirados en bultos ajenos. Daniel, un flaco de bigote, es uno de los que halló acomodo en el pasillo. Lleva dos almohadas de fundas con flores. Una se la pone en el trasero y otra en la espalda que en el camino se le baila y se le pierde. Detrás de mis pantorrillas llevo la valija de Dexter, acostada en el suelo a lo largo del asiento. En medio de las piernas llevo mi propia mochila. Del tronco hacia abajo, estoy apretada.
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Inmóvil. Con las horas, mis piernas y las maletas se aflojan y acomodan. Como el resto, aprendo a bucear encima de los bultos. No suelo ser pesimista, pero en este encierro, es inevitable pensar en qué pasaría si esta caja metálica se volteara por la absurda cantidad de carga. La única posibilidad de salir que tendríamos, las más de 40 personas que vamos aquí mal sentadas, sería la puerta delantera.
La salida trasera no existe. Está sellada con maletas y sacos que pegan hasta el techo. En el camino, algunas cajas caen sobre las cabezas de mujeres y niños que rellenan el fondo del bus. La otra posibilidad escasa de escapar, serían las ventanas. La mayoría no se abre completamente, y aunque pudieran bajarse, el cuerpo promedio de los que van en este automotor de ocho llantas se quedaría atorado. Así las cosas, al principio es imposible conciliar el sueño. Mejor escucho a Dexter. Me cuenta que está becado por Pancho Campbell, el diputado sandinista, y que en Managua vive en el barrio Las Brisas. Afirma que hace seis meses no va a su casa. “Por economía”, dice. Por economía, más del 80 por ciento de los habitantes de la RAAN viajan como él: de vez en cuando y en bus.
El pasaje terrestre, ida y vuelta, sale por 840 córdobas, casi la tercera parte de lo que cuesta el tiquete aéreo hasta Bilwi (150 dólares), con la diferencia que hay tres vuelos diarios y cada uno dura una hora y 15 minutos. En cambio, el tiempo de llegada de cualquiera de los buses que salen diario del Mayoreo, es incierto. “No se preocupe sí, porque de que llega, llega”, recuerdo el sarcasmo del mismo cobrador. “Y eso es cierto”, me dice Marcela Davis, una amiga de Bilwi, quien me ha dicho que en invierno los pegaderos hacen del viaje por tierra un verdadero infierno. “A veces los buses llegan a cierto punto, y al otro lado del pegadero está otro bus, y así hasta que uno llega”, dice Marcela. Por supuesto, los costos aumentan con los días: hay más platos de comida que pagar, o más horas que aguantar como un faquir. En la costa ocho de cada diez que caminan, no tiene trabajo.
Mientras las ruedas giran, es inevitable pensar en la carretera costanera que se proyecta construir en el Pacifico más para la circulación turística y de nuevos ricos. Pero también pienso en el laberinto de asfalto que baja hasta la casa del ex presidente, Arnoldo Alemán y sus familiares en El Crucero. ¿Por qué no hay una carretera decente hasta Bilwi, si allá viven diseminados unos 300,000 nicaragüenses? ¿Por qué no, si de esa región se extraen casi tres millones de libras de langosta al año y la madera más preciosa que aún queda en el país?
La primera parada para comer se hace en Muy Muy. Es una noche fresca. Mucha gente se conforma con una sopa Maruchan y con ir al baño, porque en el bus no existe el servicio higiénico. En unos cuantos kilómetros más, cuando la mayoría de los viajantes duerme agotada por los reggaetones y las rancheras que no dejan de sonar en toda la noche a un volumen y una luz azul intermitente de discoteca, pasaremos por Río Blanco. Hasta allí llega el pavimento. A poco más de 200 kilómetros de Managua. En adelante el viaje transcurre entre trochas, en guindos que suben y bajan, en puentes estrechos que ponen a prueba el instinto de equilibrista del conductor y su tropa de ayudantes trasnochados.
Me despierto con la sensación de ir en un barco fondeado en mar abierto. Una embarcación crujiente mecida por las olas de un lado a otro como un muñeco porfiado. Pero es el bus. Amanezco respirando en su panza. Miro el techo y la grieta me hace una risa macabra. Pregunto por dónde vamos, y Dexter no sabe, se asoma por la ventana, pero da igual. Un hombre que va al otro lado del pasillo, y que habla con el aire de un contador de leyendas de terror, recuerda que hace unos años se dio vuelta el bus en el que iba.
–¿Y? –le pregunto.
–No paso nada gracias a Dios, sólo hubo golpeados – me dice con naturalidad.
Tengo la sensación entonces que voy en un bus fantasma que incluye la fatalidad en el costo del pasaje.
Aunque pagamos hasta Bilwi, el viaje en Transportes Aragón, llega a mediodía del domingo hasta Leimus, una comunidad que está a unos kilómetros de Rosita. Dos de las ruedas del bus ceden al peso y se van de un lado. El bus apenas se marea y cojea como una mujer que pierde el paso porque un tacón se le doblo. “Se quebró el eje”, comenta uno.
Los pasajeros hombres que en otro tramo fungieron como ayudantes, esta vez no pueden hacer nada por alinear las llantas salidas como dientes sin frenillos. Después de revisar, el chofer y uno de sus hombres piden ride a un carro que retorna a Rosita. Es la última vez que los veo a ellos y al bus. Dos días después en la terminal de Bilwi sigo sin señales del bus. Pero esto es normal. Le pasa a cualquier empresa.
Un bus viene lento a lo lejos. Casi a paso de gente. Se estaciona a la sombra del árbol en que estamos la mitad de los que nos quedamos varados, decididos a irnos en lo primero que se detenga. A 100 córdobas por cabeza nos suben. Atrás queda la otra mitad, entre ellos Dexter, a quien volveré a ver en el parque de Puerto un día después.
Por decisión individual, la mayoría pedimos asiento en el techo del bus que va despoblado y con poca carga. En mi caso, prefiero el sol y el aire libre, que el encierro, el vaivén inútil y esa lentitud indolente. Daniel, que habla con el cobrador para pagar su nuevo pasaje en Bilwi, me presta una de sus almohadas. Sentada en ella, me parece amable el caserío de Sasa. Es una tarde bucólica de ranchitos dispersos en un llano sinfín a pesar de la amenaza de lluvia. El bosque que fue derribado por el rodillo mortal del Félix, hace más de dos años, reverdece suavemente.
Este viaje tampoco es un mar de rosas. En dos ocasiones se pinchan las llantas y hay que esperar media hora, por lo menos, para reanudar el viaje. “Las últimas tres veces que he viajado de Puerto a Managua me ha tocado trasbordar”, dice un fortachón que comparte la canastera con nosotros y que lleva entre sus piernas a su hija pequeña. “Yo vivo en Costa Rica, y allá siento que me tratan con más dignidad que aquí en mi país”, dice una morena recia que habla mejor miskito que español y usa remangado el jeans hasta las rodillas.
Una curva más, una bajada y subida más y llegamos a Wawa, casi a las cinco de la tarde. Caigo en cuenta que este domingo sólo probé un paquete de galletas, una gaseosa y una botella de agua. El ferry que va a mitad del río de Wawa, cuando nuestro bus arrima, se regresa a la orilla y nos recoge. Las vendedoras de comida ofrecen sus frituras a los viajantes. Algunos de los que van en el techo se bajan a comer.
“Aquí ya me siento en Puerto”, dice Daniel, pero Eduardo, el cobrador desertor de buses que ha sido testigo de asaltos recientes en el triángulo minero, dice que faltan unos pegaderos de cuidado. Son engañosos. No parece hoyos profundos, pero los vehículos se pegan y sólo salen jalados por otros. Pienso que nada puede ser peor que viajar en buses lentos, sobrecargados, ruidosos, sin ventilación, sin baños, con asientos duros en los que uno parece más una bestia de carga que un ser humano. Y no me equivoco. Hace 115 años, desde que se produjo la anexión violenta de la Mosquitia el Pacífico, el Estado, le debe esta carretera y un mejor transporte a la región que hasta hace poco se movía en viejos camiones IFA. Avanzamos en cámara lenta por un par de bancos de arenas movedizas más y se acaba la odisea. En algunos
baches, unos niños descalzos y tostados hacen las veces de obreros del MTI (Ministerio de Transporte e Infraestructura). Por unas monedas a cambio, rellenan huecos con piedras y tablas y señalan por donde pasar.
La noche cae lentamente. Al mismo tiempo vemos un sol sangrante ocultarse y más arriba distinguimos las primeras estrellas de un cielo azul oscuro. Eduardo que lleva su cabeza pegada a la mía y a la de su amigo Jorge, busca las siete cabritas y el arado. Jorge quiere entrar de noche a Bilwi para que no lo vean unos enemigos que lo hicieron huir por dos semanas a las minas. Asoman las lucecitas de la pista aérea internacional que se está construyendo. “Antes, Puerto se miraba más iluminado. Ahora hay muchos palos que no dejan ver”, dice Eduardo, tal vez por eso no me percato que ya entramos a la ciudad y que son las siete de la noche. Si tuviera enfrente al cobrador aquel le diría que tuve suerte: fueron 25 horas y no 30 como pronosticó. Me faltó la paciencia de un santo, pero me sobró ese aguante que sólo puede ser humano.