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En Leonel Rugama la muerte es una constante en su poesía (y en Las casas quedaron llenas de humo vislumbró la suya propia). LA PRENSA/ARCHIVO

Semblanza de un poeta

Recuerdos sobre la personalidad de Leonel Rugama, expresados por uno de sus amigos de generación

Franklin Caldera

Este 15 de enero se cumplen treinta años de la muerte de Leonel Rugama. Nuestro más grande poeta guerrillero. Un muchacho sencillo, de convicciones profundas y una inteligencia clara y aguda, que tomó en serio la vida, sin perder nunca el sentido del humor.

Nació en Matapalos, departamento de Estelí, en 1949. Hijo de un carpintero y una maestra. Cursó primaria en la Escuela Félix María Samaniego de Estelí, donde también estudiaba, en grados superiores, Edwin Yllescas, cuya casa colindaba con el patio de la casa de Leonel (frente al Telégrafo): “Algunas noches —recuerda Edwin—, entre 7 y 8 p.m. nos reuníamos en la esquina de la tiende de la Juanita Rodríguez a jugar al volteón. Consistía en poner en el ladrillo unas figuritas zoológicas de la época y darles vuelta con la mano ahuecada. Si lo lograbas, ganabas unos curiosos billetes de papel: el envoltorio de los cigarrillos de entonces (Camel, Esfinge, Gallito, Montecarlo y Valencia). Cada uno tenía un valor acordado por los muchachos de la escuela”.

Leonel entró muy joven al Seminario Nacional, donde hizo parte de sus estudios de secundaria. Allí trabó amistad con Marco Antonio Cardenal (futuro gerente y copropietario de la Librería Cardenal), quien estudiaba en el programa para vocaciones tardías. A pesar de su juventud (12 ó 13 años) y pequeña estatura, Leonel jugaba fútbol con espíritu aguerrido, cuando ya se permitía a los seminaristas jugar con pantalón y camisa, no con sotana como anteriormente. En esos años estudiaban en el seminario, en grados superiores, el futuro obispo de León, Bosco Vivas, y el filósofo y crítico de cine maximalista, Carlos Mohs.

En la magnífica biografía de Leonel escrita por Teófilo Cabestrero llama la atención la referencia a un cuaderno que guardaba el poeta durante su estancia en el seminario (hizo cuatro cursos) en el que anotaba los libros que leía (con las fechas en que comenzaba y terminaba de leerlos). Como todos los intelectuales de su generación, era un lector voraz. Junto con la Biblia, el Quijote, la Divina Comedia, leía muchos libros de filosofía (Sartre), literatura contemporánea (Camus, Saint Exupéry, Grahame Greene), clásicos juveniles (La isla del tesoro, Los últimos días de Pompeya…). El cuaderno contiene también anotaciones sobre autores nicaragüenses, de manera especial Pablo Antonio Cuadra (“…nos pinta la realidad patria, de manera muy bella. Posee un inconfundible sabor bíblico”).

Leonel abandonó el Seminario en 1966 para continuar sus estudios de bachillerato en Estelí. Poco a poco, como muchos fervientes católicos en aquellos años de efervescencia política, su fe religiosa se fue transformando en pasión por las ideas revolucionarias. Pero nunca perdió por completo su interés por las cosas del espíritu y el mensaje de redención de los oprimidos contenido en los Evangelios.

En la década de 1960, colaboradores del Frente Sandinista detectaban entre los intelectuales jóvenes a posibles miembros de esa organización clandestina. Los seleccionados eran entrevistados por el propio Carlos Fonseca Amador (Edwin, en las instalaciones del Goyena; Ramiro Argüello, en una casa humilde adonde lo llevaron en automóvil, con los ojos vendados) o por algún otro militante de menor rango.

Beltrán Morales concertó una cita entre Leonel y yo en la cafetería La India. Allí, Leonel trató de convencerme de que no alzarse en armas contra el Gobierno era ser cómplice de la explotación del campesinado. La conversación se prolongó por varias horas ante sendas botellas de Coca-Cola (Beltrán me había advertido: “Nada de tragos”). Hombre perspicaz, Leonel advirtió rápidamente que yo no tenía materia de guerrillero. Pero conservamos la amistad, sin volver a hablar de política.

Leonel y yo teníamos la misma edad (19 años cuando nos conocimos) y la misma estatura (cinco pies, cinco pulgadas). Él era moreno, de anteojos y usaba siempre camisas de mangas cortas. Aparecía sorpresivamente en Managua después de ausencias prolongadas. Siempre nos veíamos en las calles, por las tardes, y casi siempre andaba solo. Creo que compartimentaba a sus amistades.

Nuestro pasatiempo favorito era admirar a las mujeres que pasaban por la Avenida Bolívar, preferiblemente en la esquina de la Farmacia San Antonio. Nunca participó en las correrías etílicas de los intelectuales.

Una Biblia subrayada lo acompañaba a todas partes. También andaba con un ejemplar de Lectura y Otros Poemas , de Yllescas (la influencia de éste en su poesía fue marcada, sobre todo el libre discurrir de las ideas), y el primer poemario de Francisco de Asís Fernández, A principio de cuentas , con portada de Cuevas.

Dio su único recital en el Paraninfo de la Universidad de León (“el para-ninfas” lo llamaba él) en conmemoración del décimo aniversario de la masacre estudiantil de León. Lo acompañamos Beltrán y yo. Allí presentó La tierra es un satélite de la luna . El impacto del poema fue inmediato. Se había matriculado en la Universidad con el nombre Francisco L. Rugama. La única referencia escrita a ese recital (al que no se le hizo propaganda debido a la labor clandestina que desempeñaba “el poeta” en la universidad) es el testimonio de Rogelio Ramírez en la citada biografía.

Para entonces, Leonel se había convertido en el revolucionario leninista puro, sin vida privada, absolutamente dedicado a la causa. Tenía el deseo oculto de morir. Quizá consideraba imperdonable la idea de sobrevivir a la lucha insurreccional con tantos compañeros caídos. La muerte es una constante en su poesía (y en Las casas quedaron llenas de humo vislumbró la suya propia).

Cuando el 15 de enero de 1970 (jueves) una patrulla de la Guardia llegó a arrestarlo en la casa de seguridad que ocupaba en el barrio El Edén de Managua con dos compañeros de lucha (Mauricio Hernández Baldizón y Róger Núñez Dávila), prefirió hacerle frente, sin ninguna posibilidad de sobrevivir (su grito “¡Que se rinda tu madre!” resonó durante toda la insurrección del 79).

Nunca he podido imaginar a Leonel después del triunfo de la revolución. No lo puedo visualizar como burócrata en algún ministerio, tampoco como dirigente militar uniformado. Tal vez lo puedo ver como maestro en alguna región apartada del Norte de Nicaragua. Siempre escribiendo. ¿Se habría desencantado con el rumbo que tomó la revolución? Era un revolucionario demasiado disciplinado para desafiar públicamente a la revolución o sus dirigentes. Pero tampoco lo puedo ver, en la década de los noventa o en el 2010, convertido en empresario privado, habitando alguna mansión confiscada con chofer y guardaespaldas. Leonel fue un hombre de la etapa heroica de la revolución. Él lo supo siempre. Lo presintió.

La Prensa Literaria

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