La historia no comienza con la expulsión del Edén sino con la muerte de Abel y el estigma de su asesinato en la frente de Caín, para conjurar el terror a la venganza; comienza con Caín, el fundador de Enoc, la primera ciudad, de acuerdo al Génesis. En el origen está siempre la violencia, el crimen, la guerra; así lo atestiguan las cenizas de Troya, cantadas por Homero, y la sangre de Remo, regada por Rómulo, sobre la simiente de Roma. El crimen que nos hace iguales en nuestra capacidad de destrucción, el acecho de la muerte a manos del otro, llevaron a Hobbes a erigir, sobre una antropología del miedo, el más importante edificio de la filosofía política moderna: el Leviathán. La política es así concebida como el grandioso artificio humano destinado a poner fin a la guerra de todos contra todos, sacar al hombre de su condición lobuna y terminar la pesadilla; arte del contrato social, su negociación, aplicación y renovación, para garantizar la seguridad, la paz y convivencia humanas.
Podemos imaginar cómo los hombres lograron salir de esa situación original de pavor. Armados hasta los dientes, cansados de huir y acechar, de consumar la justicia con la propia mano y no dormir por el acoso de la represalia, empujados por el llanto de mujeres y niños, gracias al don de la lengua y el entendimiento humanos, un día luminoso, alrededor del divino fuego, se sentaron a parlamentar. Esta no es vida —dijeron—, arrojemos al fuego el hacha de la guerra y vivamos en paz, que sea la ley de la justicia y no la ley del más fuerte la que dirima nuestras controversias. Pero ¿quién iba a ser el primero en deponer las armas? Sin mi carcaj lleno de flechas y mi mazo, sin mi escudo y mi lanza, los otros podrían faltar a su palabra y darme muerte en un instante. Todos estaban de acuerdo en que era necesario renunciar a las armas para terminar con el insoportable estado de guerra perpetua, pero ninguno estaba dispuesto a ser el primero en deshacerse de ellas, pues no había confianza en el cumplimiento de la palabra dada. De entre todos, entonces, decidieron escoger un tercero a quien se le entregasen, encargado de garantizar, con el uso de ellas si fuere necesario, el cumplimiento de todo lo acordado.
Con versiones diferentes, pero similares, de esta manera los filósofos modernos explican el nacimiento del Estado y, con él, el tránsito de la guerra a la paz, del estado de naturaleza al estado civil, del estado donde impera la fuerza al estado donde rige la moral y el derecho.
Para explicar la importancia del árbitro en el funcionamiento del Estado, algunos han recurrido al símil de un partido de beisbol. La comparación no es atrevida, desde que Ortega y Gasset disertara sobre El origen deportivo del Estado y el gran historiador Johan Huizinga explicara, en su Homo Ludens , las funciones del juego como creador de cultura y de derecho. ¿Se imaginan ustedes un partido de beisbol, donde previamente los equipos designasen y se repartiesen los jueces? ¿A quién le tocaría el “chief umpire”? Imaginemos a esos jueces fallando siempre a favor del equipo a que pertenecen. El abucheo desde las gradas se escucharía en toda Managua y, seguramente, el partido terminaría en una gran trifulca entre jugadores y fanáticos.
La próxima elección de magistrados a la Corte Suprema de Justicia y el Consejo Supremo Electoral, de Contralores, Procurador de los Derechos Humanos y Superintendente de Bancos, equivale a la elección de ese tercero indispensable, de esos árbitros, sin cuyo recto juicio, apegado a Derecho, no es posible el funcionamiento del Estado y la garantía de la paz y la seguridad ciudadanas. Todos esos altos cargos tienen que ver con la supervisión y aplicación de las reglas del juego, es decir, de la Constitución y las leyes: el Consejo Supremo Electoral, en lo concerniente a la materia eleccionaria; los Contralores, en lo relativo a las normas de contratación del Estado y el uso de los bienes públicos; el Superintendente, en lo que tiene que ver con la actividad bancaria; el Procurador de Derechos Humanos, en el área de los derechos fundamentales de la persona; la Corte Suprema, en toda la amplia gama de las demás ramas del derecho. En el fondo, todos estos cargos presuponen la capacidad de juzgar y sancionar, o solicitar sanciones, en caso de quebrantamiento de esas reglas.
En la escogencia de un tercero, capaz de situarse por encima de los contendientes, de árbitros independientes y profesionales, nos va el avance hacia la estabilidad y la paz o la permanencia en el estado agónico, de crisis permanente, que hasta hoy hemos vivido y el fatal regreso al círculo vicioso de la dictadura y la guerra. De ese tercero, hasta hoy ausente, dependen la estabilidad y el desarrollo económico y social o el hundimiento en el atraso, el desempleo y la pobreza. Ojalá nuestros líderes políticos, y los diputados de todas las bancadas, comprendan qué es lo que se juega en la decisión que deben tomar en las próximas semanas, y actúen con la responsabilidad que el país demanda.
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