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El pecado de ser invisible

Por Tomás Eloy Martínez*.- Nunca imaginó Jerome David Salinger, ni siquiera en el terreno mágico de sus ficciones, el perverso poder de la correspondencia. Tal vez por rechazar otros frentes (entrevistas, fiestas sociales, conferencias), descuidó el flanco epistolar que terminaría por destruir su preciado anonimato de 30 años.

Tras las huellas del equilibrio absoluto, lejos de las maldiciones de la civilización moderna, encerrado en una cabaña de Cornish, New Hampshire, con su esposa Claire Douglas, sin luz eléctrica ni agua corriente, el escritor despertó una mañana de 1984 y cumplió religiosamente con los ritos de su rutina: descubrir las cartas escondidas en el buzón de la calle.

Un sobre alborotó su curiosidad, pero no lo abrió inmediatamente. Prefirió antes beber un trago de café caliente.

J. D. Salinger abrió por fin aquella carta, que distraía su retiro voluntario en Cornish, y descubrió las ambiciones del remitente, Ian Hamilton. Crítico literario y biógrafo profesional, este interlocutor desconocido pretendía relacionar su vida y obra en un libro. Para ello necesitaba que Salinger respondiera varias preguntas, ya sea en un encuentro personal o a través de varios cuestionarios por escrito.

“Los pocos datos esquemáticos que se han publicado acerca de su vida”, justificó el escritor británico Hamilton, en un vano intento por convencerlo, “son a veces contradictorios y quizás ha llegado el momento de poner los puntos sobre las ies”.

Salinger nunca respondió y, sin ánimo de acumular basura en su escritorio, destruyó la carta. Sin embargo, el arduo empeño por proteger su privacidad comenzaba a derrumbarse.

Lo que todo el mundo sabe es que J. D. Salinger sentó la fama en sus rodillas por unos pocos días de juventud (a través de la agitada vida nocturna de Greenwich Village en Nueva York) y la descubrió amarga. De ahí en adelante nacieron los rumores. El escritor evitó puntualmente los diálogos literarios con la prensa, los encuentros sociales y académicos, y las apariciones en sitios públicos de moda. Cada tanto tiempo cobraba el sentido de una realidad tangible ante la aparición de algún relato que perturbaba el sueño de los adolescentes.

Después de graduarse en una academia militar de Pensilvania y fracasar en los estudios, su padre olvida las decisiones democráticas y lo conduce a Polonia, para que descubra los secretos de la industria del jamón. Pocos podrán imaginar a Salinger en la nieve de Bydgoszcz matando cochinos. Él tampoco encontró cómodo aquel oficio y regresó a Estados Unidos, para continuar fracasando en la universidad antes de ir al frente, en 1945.

Alistado en la contienda europea, Salinger sufre depresiones y brotes de desesperación. Su único confidente es Ernest Hemingway, a quien le comenta por carta que ha ido a parar con su tristeza a un hospital en Nuremberg. Cierta angustia colérica, provocada por el fervor patriótico de aquellos momentos, lo hundía en una cama sin remedio.

Al salir de baja, toma una determinación apresurada: viajar a París. Los arrebatos de locura no lo dejan en paz. Se casa con una francesa a la que no ama y ocho meses más tarde exige el divorcio, para regresar a Estados Unidos.

El año 1951 es inolvidable para Salinger. Publica “El cazador oculto/El guardián en el centeno” (“The Catcher in the Rye”) y confirma una sospecha: Esas páginas contenían lo que muchos jóvenes querían leer sobre el oscuro e incomprensible mundo de la adolescencia. Las ediciones se agotan. El escritor había atrapado el lenguaje coloquial de los años cincuenta para elaborarlo literalmente, sin poses culturales, y lo devolvía convertido en verdades para la inadaptación juvenil en su país.

Ernest Hemingway leyó con fruición esta obra inicial. Salinger se animaría más tarde a inmortalizar el encuentro con su mentor a través de unas líneas literarias que distorsionan su publicitada modestia: “En un abrir y cerrar de ojos, Papá dejó aparecer su Luger, le voló la cabeza a una gallina y dijo: ‘Dios mío, qué talento”‘.

Si estos elementos no bastan para sentar a Salinger en el banquillo de cualquier biógrafo, no queda más remedio que señalar su voluntario alejamiento del mundo. Después de publicar “El cazador oculto/El guardián en el centeno” cae en los brazos del misticismo hindú y se vuelve a casar, esta vez con una jovencita de 19 años, Claire Douglas, con quien comparte el ambiente bucólico de la campiña de New Hampshire, cual amish que odia los adelantos técnicos de la humanidad.

Cualquiera de estas circunstancias podía despertar el sueño de esos señores que acostumbran a meter la nariz en los asuntos ajenos. Si Salinger hubiera tratado de aparecer en la prensa todos los días, su descanso definitivo en Cornish quizá hubiera permanecido virgen. Claro, los entrometidos, al igual que los recaudadores de impuestos, nacen con un olfato peculiar para suponer que las apariencias siempre engañan.

Hamilton sabía de antemano que Salinger no respondería su carta, aún cuando se esforzó por aclarar que no era el “fan” enloquecido de una revista chismosa. El crítico no perseguía una biografía tradicional. Su intención se acercaba más a una búsqueda del corvo, en donde los fracasos y los triunfos del proyecto importarían de una manera similar. Intentaba probar también qué ocurría cuando se aplicaban los sistemas biográficos ortodoxos a un personaje que huía de cualquier notoriedad.

Sin ayuda del escritor, Hamilton envía una docena de cartas a todos los Salinger que se encuentran en la guía telefónica de Manhattan. Allí indaga sobre el origen del apellido y la relación que los une al escritor. Las respuestas fueron decepcionantes: Enrevesadas redacciones ofrecían datos vagos sobre la genealogía y negaban conocer al creador de Holden Caulfield, el narrador y protagonista de “El cazador oculto/El guardián en el centeno”.

Más entretenida fue la carta de Salinger. Molesto porque una hermana y su hijo, ambos residenciados en New York, habían recibido el cuestionario, reclamaba tal acoso a su vida privada con rabia.

Hamilton toma una determinación: No molestará más al autor ni a su familia. Durante cinco años entra y sale de universidades y escuelas públicas. Merodea bibliotecas y librerías. Necesitaba oír serenamente la voz en primera persona del biografiado: ¿Sonaba nerviosa por las dudas o inspirada en una enorme seguridad? ¿Pedante o lejana por la humildad? Uno de los primeros hallazgos apareció en unas cartas enviadas a Whit Burnett, director de la revista Story (donde Salinger había publicado unos textos). Allí el tono era inverosímil, sometido por una adulación amanerada y por unas ínfulas tremendas de autopromoción. De estas misivas surgió el sueño de Salinger a los 21 años que una de las publicaciones de vanguardia de Estados Unidos, The New Yorker, aceptara sus textos. La verdadera sorpresa vendrá meses después: El editor de Londres Hamish Hamilton (no parentesco) entrega a Ian Hamilton 30 cartas de su presa, escritas entre 1951 y 1960.

Un día, en este caso el 30 de julio de 1985, el libro, “In Search of J. D. Salinger: A Writing Life (1935-65)”, encuentra su final. El crítico envía el manuscrito a Random House. La casa editora acepta la investigación, extiende un cheque de adelanto por los derechos de autor y pone en marcha la maquinaria comercial: Fija una fecha para la aparición en las librerías, preparan un ejemplar para los críticos, diseñan la portada y toman una foto del autor. En Inglaterra la casa editora Heinmann compra los derechos y el periódico The Observer decide publicar el texto en capítulos.

A esta altura todo marchaba sobre ruedas. Menos las exigencias profesionales de Hamilton. Había descubierto con tristeza que ése no era el libro que anhelaba. Demasiado respeto y nerviosismo lo oscurecía. Intentaba demostrarle a Salinger que no era un oportunista. Pero tenía más datos del autor de los que habían aparecido a lo largo de su vida. Las cartas obtenidas permitían atrapar el tono de Salinger, su presencia real.

El colapso surgió a través de una carta de una empresa de abogados (Kaye, Collier y Booze) de New York, enviada a Random House, Heinmann y The Observer. Allí se comunicaba que Salinger había leído las galeradas del libro y que no soportaría bajo ningún aspecto la publicación de un libro que utilizaba sus cartas personales. Si no se modificaba esta situación, emprendería una acción legal.

Hamilton viajó de Londres a Estados Unidos sin cambiarse de ropa y redujo la cantidad de citas directas, hasta el punto de que no quedaran más de 10 palabras por carta. Las palabras originales de las correspondencias sufrieron una minuciosa labor de exterminio, y surgieron otras, ya de la cosecha del crítico. Y se estableció un nuevo manuscrito para la revisión del escritor ofendido.

El remedio resultó más nocivo que la enfermedad inicial. Salinger apeló al Tribunal Supremo de Justicia y éste le dio la razón. El original fue destruido definitivamente por Hamilton, quien concentró sus energías y talento con otro libro, “In Search of J. D. Salinger”, en donde relata el enfrentamiento con el secreto mejor guardado de las letras norteamericanas. El texto rezuma odio por cada uno de sus poros. “Quiere ser un santo, pero su problema es el de quien tiene un carácter opuesto a la santidad”.

Excéntrico e impenetrable, Salinger acudió a los 69 años a los tribunales. Allí lo entrevistaron durante seis horas, la conversación más larga que haya concedido alguna vez a personas extrañas. De este testimonio existe una copia legal a disposición del público.

En septiembre de 1988 se acumulan 100 trabajos sobre el escritor en la prensa de Estados Unidos. Suficientes materiales permitían elaborar conjeturas e hipótesis: Todo New York poseía una fotocopia del libro destruido de Hamilton, y por 10 dólares cualquier curioso podía acercarse a la oficina de “Copyrights” de Washington, para revisar las cartas del conflicto.

Lo que no se ha dicho hasta ahora es la razón secreta que empujó a Hamilton, connotado biógrafo del poeta norteamericano Robert Lowell, a iniciar esta aventura. Sus palabras son elocuentes. “Aunque puede que parezca ridículo oírme decir esto, lo que más me espoleó fue el enamoramiento, que me desbordó a los 16 años y que nunca llegué a superar”.

En aquel entonces había leído “El cazador oculto/El guardián en el centeno”. Fue una lectura sin aliento, en la que descubrió el efecto sagrado de la literatura. Jamás soñó, durante aquel estado de gracia, que muchos años después terminaría unido al nombre de ese Dios —Salinger— como su enemigo acérrimo.

(*) Escritor y periodista argentino (1934-2010). El ilustre autor argentino Tomás Eloy Martínez escribió esta crónica sobre J. D. Salinger hace 20 años y, hasta donde se sabe, no  ha sido publicada nunca. Ahora tiene significado especial: Las muertes recientes de los dos gigantes de la literatura ocurrieron con diferencia de unos pocos días. Tomás Eloy Martínez falleció el 31 de enero de 2010 en Buenos Aires, Argentina, a los 75 años. Salinger falleció el 27 de enero, a los 91 años en New Hampshire, Estados Unidos.

Columna del día Opinión
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