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Cobadonga Mejía. LA PRENSA/CORTESÍA

Abrigo negro bufanda violeta

Tuvo que correr en los pasillos del aeropuerto para lograr tomar el avión al sur. Vestía de negro, con un abrigo que le quedaba grande. Era joven y bello, de ojos grandes café como su color de piel y pálido como la nieve.

Por Bolívar González

Tuvo que correr en los pasillos del aeropuerto para lograr tomar el avión al sur. Vestía de negro, con un abrigo que le quedaba grande. Era joven y bello, de ojos grandes café como su color de piel y pálido como la nieve.

Corrió por el pasillo hasta la puerta; buscó su lugar en clase turista y puso su vieja mochila de cuero en el compartimiento de equipaje. Se sentó y respiró. Durmió todo el viaje y sólo se despertó cuando el sobrecargo le dijo que habían aterrizado en el Ezeiza. Salió del aeropuerto y lo esperaba su amigo de infancia; se abrazaron, se dieron un beso en la mejilla.

El viejo taxi los llevó hasta el centro de la enorme ciudad y Antonio se sentía extraño en aquella urbe, bella y gris por el invierno. Subieron al apartamento de Luis y los esperaba toda la pandilla de amigos de antes. Todos eran bellos hablaban a la vez y tenían ese exquisito acento costeño.

Querés un vino, le preguntó un joven vestido como maniquí.

Si claro, tinto, dijo

Todos le preguntaban sobre su vida, el país, la política, el sexo. Tomó el vino y sonrió al desconocido que lo abrumaba con la copa de vino; el maniquí sonrió y le dijo ya borracho querés un porro y él contestó claro.

Fueron a la habitación llena de libros y con una cama al centro; fumaron el porro y se besaron. Hicieron el amor como uno lee una revista de modas y Antonio salió del cuarto molesto.

Luis le preguntó ¿Te gustó el Pibe?, no, está gastado, se rieron y bebieron, De repente todos comenzaron a marcharse y Luis le dijo vamos. Se puso su abrigo negro y salieron a un bar de nuevo Hippis se veía bailar tango a algunos jóvenes.

De pronto todos se marcharon, Luis le dejó la llave y lo dejó en media calle. Antonio borracho caminó por la calle sola a pesar del abrigo y de repente se sintió perdido.

Caminó buscando el Obelisco; encontró una plaza de artesanía, comenzó a ver las cosas y en una tienda de ropa usada y cosas viejos, vio una bufanda violeta, bordada a mano, exquisita. La quiso comprar y buscó su billetera, en ese momento se despertó de la borrachera y descubrió que no tenía dinero, que estaba perdido, que sus amigos se habían marchado. Fue cuando lo vio; era como un artista de cine francés con el pelo gris alto y recio. El vendedor le preguntó: Te puedo ayudar, y él le dijo se me perdió la plata. El hombre le sonrió y le dijo ya la encontrarás. Entonces él lloró y buscó en su mochila y no encontró nada.

Estoy perdido le dijo, el hombre le preguntó ¿Dónde vivís?, no sé, sé que se ve el obelisco. Entonces el hombre viejo vestido con su abrigo negro y oloroso a pachulí. Le dijo no te preocupes vamos a mi casa y mañana buscamos tu apartamento. Él solo pudo asistir sintió que es extraño lo protegía y se sintió seguro. Se subieron al viejo auto y llegaron a una olvidada casa de suburbio. Entraron le entregó el abrigo y la casa se convirtió en su refugio.

Hablaron dulcemente, tomaron mate y un brandi envejecido. Antonio lo amó, sintió como su amor superaba su miedo, quiero dormir con vos le dijo al extraño. Él le respondió sí, dormir. Y lo cargó hasta la cama, lo desvistió, él se quitó su abrigo y se acostó a su lado, lo cubrió con un edredón y Antonio ya no tuvo ni frío, ni miedo, ni ansiedad.

Al despertar estaba el café hecho y el desconocido le dijo te llevo a tu casa.

Recorrieron la ciudad hasta el obelisco y Antonio reconoció una carnicería, y le dijo aquí, bajaron del carro y Antonio tocó el timbre, el timbre de la puerta sonó, el extraño lo tomó de la manos y le dijo sé feliz, Te amo y le dio la bufanda violeta. No me veas partir le dijo y caminó hacia el auto mientras amanecía, Antonio se dio la vuelta, tomó el pañuelo, olió el pachulí y lloró, adiós ángel mío dijo; mientras el auto se alejaba por la avenida. La puerta se abrió.

LA CANTINA ROTA

Esa noche la cantinita estaba llena; se encontraban todas las almas oscuras y distantes. Había fiesta, la vende ceviche cumplía años y estaba invitando a todos a festejar. Se reunieron los poetas, las putas, los maricones y bebían guaro barato.

Francisca la cumpleañera repartía ceviches y cantaba las rancheras que surgían de la roconola; viejas canciones de amor que le hacían recordar viejos amores. La tenue luz de dos lamparitas hacían ver como fantasmas a todos los celebrantes. No faltaban los coyotes y los vende agua. Todos y todas bebían gratis y era una gran ocasión para emborracharse. Pusieron una cumbia y todos bailaban; aunque había pocas mujeres todos bailaban y gritaban, los maricones felices porque eran el centro de la atención de muchos machos.

El barbudo que hacía de barman también bebía y daba fiado a quien le pidiera, de repente uno del otro barrio sacó un cuchillo, pero fue dominado por la mayoría y la fiesta continuó. El Poeta sacó un porro y todos comenzaron a fumar, la algarabía era aún mayor.

De pronto la roconola calló y parada se veía a la vende ceviche a la Francisca y dijo: Le voy a declamar un poema de nuestro grandísimo poeta don Rubén Darío y todos callaron y se sentaron en las mesas viejas y sucias, sólo se escuchaba su voz recitando Margarita te voy a contar un cuento. Y ella gordita , chaparrita, se creció y declamaba con tanta vehemencia que a algunos les tocó el alma y lloraron, y Panchita continuó Este era un Rey que tenía un palacio de diamantes… Los más alegres reían, todos escuchaban y veían a la vende ceviche subir en la silla a declamar a Don Rubén. En las mesas bebían callados, se acarician a escondidas y hacían citas para más tarde.

Y una gentil princesita tan bonita Margarita tan bonita como tu, y seguía muy emocionada Francisca en su silla.

Él lloró todo el poema y la veía con amor, era un moreno con sus treinta cumplidos y vividos profundamente. Se acercó a ella, le ofreció su mano para bajar de la silla, ella lo abrazó y lo besó, todos aplaudían y gritaban el barman pedía silencio pero nadie lo escuchaba.

Pusieron la roconola de nuevo y los mariachis continuaron mitigando amores pasados. Poco a poco se fueron yendo de la cantinita, el poeta con su loco, la puta con el policía, Javier con Juana la loca. Todos fueron encontrando sus amores perdidos y la cantina se volvió un palacio y se iluminó de rosas, iban ebrios y felices. Francisca se quedó sola con el moreno y bebieron quedamente. Bailaron un bolero y se besaron, el cantinero apagó las luces y ellos salieron prometiéndose amor. Tomaron el taxi mientras la cantina cerraba. Nadie sabía, solo el cantinero, que ya no abriría nunca más. El cantinero barbudo lloró.

La Prensa Literaria

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