Fui discípulo del Seminario Menor de San Ramón, en León. Durante ingresé estrenaba la butaca obispal monseñor Isidro Augusto Oviedo y Reyes. Su Rector era el reverendo Chavarría (¿Antonio se llamaba?). Quienes le seguían eran los presbíteros Bolaños y Andara. El primero comprobaba la aplicación de los textos elementales y preventivos para el destino escogido. El segundo hacía las veces de inspector disciplinario. El cura que llegaba a despertarnos para cumplir con la primera diligencia espiritual: rezar y el agradecimiento a Dios. Luego el desfile al baño donde se extendía un recipiente de cemento curiosamente llamado “la pila bautismal”. Con la pana en manos rompíamos la inercia. Todos los seminaristas desprovistos de ropa ante la mirada alerta del inspector para evitar que ocurriese algún tocamiento ilícito. Luego a las calorías matinales y al precepto pedagógico religioso.
Durante la estancia de un año en el internado, nunca ocurrió nada anormal: respeto y una encomiable lejanía de la malicia. Reconozco aquella enseñanza.
El nuevo Obispo hizo cambios en el sistema y el San Ramón se convirtió en Seminario-Colegio. Diversificó su enfoque formativo. Por iniciativa paternal convenía más el Beato Salomón, cuyo Director era el Hermano Gil e ir a la iniciación universal y coronar la educación laica en el Instituto Nacional de Occidente.
Cito lo anterior para establecer con la vivencia, la diferencia del sano comportamiento de aquellos padres del San Ramón, digno de reconocerse, en relación con el que ahora trasciende y es denunciado al mundo, lo cual crea una catástrofe que debería estremecer a la sotana. Justamente señalada una excepción, empero deben hacerse los señalamientos y las condenas específicas contra quien ha cometido el crimen contra los niños sordos, el padre Murphy, agresor de menores minusválidos en lo que ha sido llamado “el infierno de los abusos sexuales”.
Arthur Budzinski, de 13 años, lloraba escondido haciendo techo de su cama cada vez que el monstruo se le aparecía para “masturbarlo”. Éste es un caso y cómo hay que apelar al botón para evidenciar el siniestro, para entender la seguridad de otras nefastas similitudes, cabe recordar la queja ensangrentada de la víctima.
En los fogonazos paralelos circulan informaciones en medios sobre otras actitudes: el encubrimiento del actual Papa que ha pringado la memoria de su reverenciado predecesor. A un cura que debió ser expulsado y castigado con la cárcel, lo mandó a terapia, teniendo conocimiento de sus infracciones. Afirma esto que ¿el verdadero infierno está en la tierra? ¿Serán esos curas los demonios que el catecismo pinta en algún espacio del infinito?
Abunda la información sobre que “los apóstoles” pedófilos circulan libremente en los seminarios, en las iglesias con el espaldarazo de la sotana y de la cruz.
No basta con que se recurra a los pronunciamientos con párrafos dolidos sobre estos hechos. Los sacerdotes acusados de abusar de los menores deben ir a la cárcel, enjuiciados por la vía civil como lo son los incontables violadores de la calle que por no tener el distintivo de ningún símbolo eclesiástico van a prisión.
Primero —comprobado el delito— la expulsión, segundo la comparecencia ante los tribunales comunes que tienen todo el derecho de procesarlos, quitarles públicamente la cruz que deshonran, tercero la máxima pena que contemple la legislación donde la barbaridad fue cometida.
Este instante es doloroso para la Iglesia llena de mártires como monseñor Arnulfo Romero. Con mayor razón debe aplicarse el castigo para marcar con severidad la ciclópea diferencia entre los santos y los asesinos.
El autor es periodista.
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