La Prensa del 31 de marzo de este año 2010 reprodujo un excelente artículo de Pablo Antonio Cuadra del 3 de octubre de 1987, “El indio que llevamos dentro los nicaragüenses”, en el que nos recuerda el doble afluente de nuestra cultura: el de los chorotegas y el de los nahuas o nicaraguas. Los primeros civilistas, los segundos militaristas; respetuosos y solidarios los chorotegas, autócratas los nicaraguas, quienes, nos dice el poeta, terminaron imponiendo su cultura.
Desde el origen mismo de nuestro ser colectivo encontramos esa fractura entre la cultura chorotega, que desea armonía, respeto y confraternidad, y la nahua, sedienta de poder y dominio. “Son muchos los momentos —dice Pablo Antonio Cuadra— en que el nicaragüense ha luchado por que Nicaragua vuelva a ser república (ideal por el que dio su vida Pedro Joaquín Chamorro) y algunas veces, no sin graves imperfecciones, lo ha conseguido, pero siempre el obstáculo ha saltado en forma de cacique o caudillo, o de clan partidario o de militarismo ”.
Siguiendo el camino de la reflexión iniciado por el artículo de Pablo Antonio Cuadra, habría que señalar que en la siguiente etapa de nuestra historia, el período colonial, la estructura del poder piramidal continúa, aunque con una justificación y naturaleza diferentes, pues se afirma sobre las bases que sostienen la sociedad teocrática, la corona y la Iglesia, la cruz y la espada, unidad en la que el poder del monarca es de origen divino y actúa en su nombre, en tanto la Iglesia con su respaldo le confiere, desde la religión, la legitimidad política y moral que justifica sus acciones.
La desobediencia no solo es un acto de rebeldía, sino también un pecado, por el origen divino del poder, en el cual se escudan quienes lo ejercen para encontrar la justificación teológica a sus actuaciones, movidas por intereses políticos, económicos y militares. La sociedad piramidal es una organización de poderes estructurados jerárquicamente en donde los derechos están de lado del poder y los deberes del lado de quienes lo padecen.
Otro momento clave fue el de la Independencia, en la que, por influencia de las ideas de la Ilustración francesa y la crisis de España ocupada por Napoleón, se dio el fin del poder ejercido por la metrópoli en las estructuras políticas, económicas, sociales y culturales a través de españoles y criollos, produciéndose la concentración del mismo en los criollos, quienes continuaron ejerciéndolo en esta nueva etapa de la historia latinoamericana y nicaragüense.
Fue el momento en América Latina de la adopción formal y retórica de las ideas de la Ilustración y del derecho constitucional europeo, principalmente francés, en lo concerniente a la organización del Estado y a ciertos derechos fundamentales de la persona y el ciudadano, aunque pervivió en varias constituciones, y ese fue el caso de Nicaragua, la definición del Estado como católico, apostólico y romano y la educación religiosa, hasta la Constitución de 1893, La Libérrima, durante el gobierno de José Santos Zelaya, en la que se estableció el principio del Estado y de la educación laicos.
Con la Independencia se abrió la etapa de los caudillos y autócratas, quienes se erigieron en dueños del poder más que en gobernantes de un Estado soberano y democrático, contrastando en forma brutal “el país legal” descrito en los textos constitucionales y “el país real” destruido por la injusticia y desangrado en las numerosas guerras civiles.
El problema, más que ideológico, ha sido y es de ambiciones de poder. Indios y españoles, criollos y mestizos, liberales y conservadores, civiles y militares, han protagonizado, en diferentes etapas, una historia de dolor y de sangre en la que la egolatría de “los hombres fuertes” y la crepuscular cultura jurídica y política de la sociedad han hecho del poder una práctica de sometimiento y arbitrariedad.
El problema de las dictaduras y dinastías en nuestro país, más que ideológico, ha sido y es de ambición, pero también de una mutilación ontológica de la conciencia colectiva que ha percibido las instituciones no como un sistema de límites al poder de cuya observancia depende su legalidad y legitimidad, sino como instrumento a su servicio.
El poder autocrático persiste a través de diferentes etapas históricas porque el núcleo del problema sigue siendo el mismo en medio de las diferencias que los tiempos, la cultura y la historia establecen. Hasta hoy las instituciones jurídicas, sociales, económicas, políticas o religiosas, de acuerdo a las etapas a las que nos hemos referido brevemente en este artículo, han residido en el poder. Este ha sido su hábitat y justificación, han dependido de él y provenido de él, en vez de que, al contrario de esa experiencia histórica, el poder dependa, provenga, habite y encuentre su legitimidad y justificación en las instituciones y en las normas de la Constitución Política. Más que el poder de la cultura, ha sido la cultura del poder la que ha prevalecido.
Ese paso del poder a la ley que caracterizó la aplicación del racionalismo y la ilustración al campo de la política no se ha producido todavía entre nosotros. Mientras esto no ocurra, mientras no estemos conscientes de que el poder es lo que la ley dice que es, y ésta sea expresión de la voluntad colectiva contenida en la Constitución, las leyes y las instituciones, el fenómeno del poder como expresión de absolutismo y autocracia, continuará produciéndose, a través de las diferentes circunstancias históricas, políticas, sociales y culturales.
Ver en la versión impresa las paginas: 10