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Crisis social y concentración de poder

Por Alejandro Serrano Caldera.- Los recientes acontecimientos en los que hemos visto de nuevo el rostro siniestro de la violencia en los rostros cubiertos de jóvenes universitarios que vapulean sin misericordia a otro joven universitario tendido en medio de la calle, nos ha sacado del tema sobre filosofía y cultura al que esperábamos destinar este artículo, y nos ha obligado a continuar los ya varios escritos sobre la crisis que sufre nuestro país.

Es dramática la situación que padece Nicaragua. En estos últimos tres años se ha vuelto habitual la violencia y la represión, ejercida por fuerzas de choque que agreden manifestaciones de ciudadanos que por esa vía reclaman lo que consideran sus derechos. La televisión ha llevado a miles de hogares las reiteradas escenas de barbarie en las que encapuchados armados de morteros, garrotes, piedras y hasta pistolas, reprimen cualquier protesta y tratan de someter a garrotazo limpio la voluntad de quienes disienten del poder.

Y no se trata, como se ha dicho de la “justa ira del pueblo”, sino de la manipulación de las conciencias, de la expresión más descarnada de intolerancia y de la supresión del derecho a la diferencia, en donde radica —según Ciorán— la esencia de la libertad.

Creo que para una mejor comprensión de lo que está sucediendo, debe integrarse lo ocurrido en un plano más general en el que resalta un doble fenómeno. Por una parte, se produce una concentración de poder cuya plataforma la constituye la estructura económica y financiera de la clase dirigente, sobre la cual se erige la estructura de poder político compuesta principalmente de tres ejes: a) el aparato del Estado (Poder Judicial, Poder Electoral, Procuraduría…); b) la estructura municipal, lo que explica la decisión de asumir los costos del fraude electoral en las elecciones municipales del 2008; y c) las organizaciones de choque, cuya misión es controlar y reprimir.

Por otra parte, las consecuencias hasta hoy visibles de esta estrategia, se expresan en una desestructuración de la pirámide económica, política y social del país en tres planos perfectamente diferenciados. La cúpula, con un poder económico y político que tiende a concentrarse cada vez más; la clase media, muy afectada por la situación general y en fase de progresivo deterioro; y el pueblo en proceso acelerado de convertirse en un “lumpen”, con necesidades cada vez más apremiantes y con posibilidades cada vez más escasas de resolverlas, lo que deja abierta la vía de la caridad como política de Estado y con claros fines de proselitismo.

Dentro de la configuración de este cuadro de desestructuración social que nos presenta una “sociedad disociada”, hay que tener en consideración algunos de los comportamientos que han contribuido a acentuar la crisis nicaragüense. Entre ellos cabría mencionar: la existencia de una conducta que prioriza los intereses personales por encima de los intereses nacionales, la intolerancia como norma política, y la poca atención en todos los gobiernos a los graves problemas de nuestro pueblo debida, en parte, a la concentración del quehacer político en la búsqueda y conservación del poder o de cuotas del mismo.

Se requiere de auténtica voluntad y estatura política para poner en pie a Nicaragua. Si no existe la decisión de una participación ciudadana más efectiva, el país se deslizará a los terrenos de la apatía y la mediocridad, a la vez que como una sombra premonitoria se acentuará el peligro de una violencia mayor a la que hoy ya existe y que llenaría, y de qué manera, el vacío que deja la ausencia de participación de la comunidad nacional, haciéndonos a todos rehenes de la incertidumbre y la opresión.

El autoritarismo, la intolerancia y el caudillismo, han sido, y son, entre otros, vicios periódicos que afloran en esa ruleta que gira entre la confrontación y la confabulación de los intereses dominantes. Por ello podría representarse nuestra historia a través de una trayectoria pendular que oscila entre el facto y el pacto, repitiendo indefinidamente su recorrido, sin que en los espacios comprendidos entre ambos extremos, haya sido posible la floración de algo nuevo que cambie el destino de esa ruta que lleva a ninguna parte, o peor, que lleva siempre al mismo lugar.

Mientras esto ocurre, mientras los escenarios se siguen repitiendo, el país sigue esperando a través de todas las vicisitudes de su historia, que se llegue a lo que siempre se ha deseado: la democracia como sistema, no como frágil transición entre distintas expresiones de autoritarismo, y que se alcance el Estado de Derecho como forma de organización de la sociedad y el Estado.

Nuestra historia ha reproducido tristemente este cuadro, porque los nicaragüenses, no hemos podido romper el cerco que nos aprisiona y hace de nuestro accionar una repetición casi mecánica. Creo que sólo un nuevo proyecto de Estado-Nación y un acuerdo integral y estratégico de gobernabilidad democrática, pueden permitirnos salvar los obstáculos que mantienen estancadas las aguas de nuestra historia y dar un salto cualitativo que nos lleve a consolidar la democracia y la paz y a poner al día nuestras instituciones, nuestra sociedad y nuestra economía.

Es imprescindible alcanzar un acuerdo integral que logre un consenso sobre la democracia y el rechazo indubitable a la violencia, al tiempo que consolide una política estratégica en lo económico, lo social y lo que corresponde a la naturaleza, estructura y función del Estado y sus instituciones. Un proyecto de Estado-Nación que sea capaz de motivar una mayor participación de los nicaragüenses, todavía desconfiados y escépticos en lo que concierne a la construcción del presente y futuro de nuestro país, a pesar de los esfuerzos que se hacen en la sociedad civil y de algunos significativos progresos obtenidos.

Es necesario iniciar el camino de la reconstrucción integral de Nicaragua asumiendo valores que den sentido a nuestra existencia histórica. Debemos ser capaces de encontrar un plano de coincidencias mínimas, aún y cuando nuestras diferencias existan, o quizás, precisamente por eso. El hecho de ser diferentes y de pensar distinto, no es una justificación para que moralmente nos destruyamos todos los días.

Para ello, no obstante, es necesaria la buena voluntad de todos y la demostración de la misma en hechos concretos. En lo que concierne a quien ejerce el poder, deben abandonarse las pretensiones de reelección y dejar de manipular los poderes del Estado en beneficio de sus intereses políticos, lo que nos ha llevado a la destrucción de la legalidad y la institucionalidad; en lo que respecta a la oposición, deben priorizarse los intereses generales por encima de las ambiciones personales; y en lo referente a la sociedad, se debe estar convencido que sólo con una ciudadanía consciente y participativa es posible la construcción de una democracia verdadera que se fundamente en una sólida base social, desde la cual se confiera legitimidad al accionar político y al ejercicio del poder.

Filósofo y escritor nicaragüense 

Ver en la versión impresa las paginas: 22

Columna del día Opinión
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