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LA PRENSA/AGENCIA

El amor en la cima

Gustav Mahler (7 de julio de 1860-18 de mayo de 1911) ha entrado a la selectiva promoción de la perpetuidad. Es el habitante con virtudes comprobadas del firmamento donde vibra el arte de la música. Muchos han aspirado al ingreso irreversible.

Por Joaquín Absalón Pastora

Gustav Mahler (7 de julio de 1860-18 de mayo de 1911) ha entrado a la selectiva promoción de la perpetuidad. Es el habitante con virtudes comprobadas del firmamento donde vibra el arte de la música. Muchos han aspirado al ingreso irreversible. Pocos se han quedado quizá sin tener la intención de figurar en los espacios donde prepondera el privilegio, llevados más bien por la inspiración espontánea y dolorosa como la que iluminó las partituras de Beethoven, el mejor ejemplo de sufrimiento que podría darse en el camino de la creación, él también es otro de los que vive en esa infinitud donde no tiene cabida el olvido. No querían perdurar pero los hizo así la obra creada.

Miami tiene en el plano un espacio largo y ancho donde se rinde homenaje a los artistas que entraron a la eternidad. Miami no es sólo el foco con retrato de trópico que prende la luz sobre sus arenas, anzuelos del turista, zonas donde la desnudez quiere lucir sus galas, no es sólo el lugar de concentración de los enamorados de la última conquista de la moda, no es sólo el halago material de sus tiendas incorporadas en la caducidad de la materia. Es también una ciudad donde hay plaza —y abundante— para los teatros expositores del arte distinguido, salas de convenciones donde se estila la palabra constructiva, escenarios donde —a cual más variados— ofrecen en la cartelera opciones distanciadas del “mundanal ruido” donde puede escogerse el concierto predilecto. Sobresalir de las sinfonías de todos los tiempos.

A eso conduce el preámbulo de estas letras. Cada vez que pernocta el entusiasmo por estas asistencias, cercado por el ímpetu obsesivo de las aguas, recurro al Lincoln Center de Miami Beah donde siempre está montado un clásico para cuyos amantes el objetivo costero es secundario. Pero no sólo el Lincoln sino que otros como el Knight Concert Hall —no son pocos— donde hay una oportunidad aunque no con la intensidad que brindan las muy culturales y deslumbrantes metrópolis. Está puesta la acotación para darle el reconocimiento al otro Miami, el de las euforias espirituales que rezongan en las marquesinas aparentemente subestimadas por el arrojo con que se toman las playas.

Me quedo en el Knight donde escucho con premeditada atención los acordes de la Quinta Sinfonía de Gustav Mahler. Es el ensayo donde cada miembro aspira llegar a la cúpula de la afinación con la finalidad de darle paso a la ejecución oficial. Se cumple con el disciplinado serial “The Mahler Legacy” puesto en acción por la New World Symphony bajo la dirección del consagrado Michael Wilson Thomas. Antes fue preciso recorrer una ruta llena de saludable frescor por donde anduvo la música de Estados Unidos con autores conocidos como AAron Copland en su Concierto para piano y orquesta y un scherzo de la Sonata Número Uno de Charles Ives. Eso para llegar a la conclusión: La Sinfonía Número 5 en do sostenido menor (1902) del escogido quien en cada día transcurrido del tiempo es tocado con un ritmo progresivo que reconoce su calidad, razón por la cual puede compararse con los gigantes de su raza pos-romántica, de los que le antecedieron y de los que le siguieron en la innovación dentro de la cual cuenta una llamativa excentricidad. Desde las pirámides de la forma sonata o desde las canciones donde el mejor instrumento del mundo —la voz humana— tiene las superiores oportunidades para lucirse como si un Shubert le hubiese dado clase desde su tumba, del “lied” que lo llevó a la fama.

Pero qué es la Quinta de nuestro personaje ¿cuáles son sus componentes más seductores? Ya la orquesta está lista, se ha cumplido con la formalidad cordial del protocolo y sólo espera la señal para empezar. Primer movimiento: Vibran los compases de una marcha fúnebre. Parece Mendelssohn en “La Marcha Nupcial”. Pero la impresión se diluye como si sólo fuese un soplo orquestal melancólico. El caso es que a lo largo va desarrollándose. Segundo Movimiento: la impetuosidad y la vehemencia en el tema que cruza toda la ruta de la sinfonía, vendiendo su belleza al oído que lo espera y donde el tono lúgubre no abandona el afán de aparecer con su ritmo gris y acompasado. Tercer tiempo: Scherzo con dos tríos. Cuarto: lo que debería ser “el broche de oro” y no lo es, el adagietto porque eso le corresponde a la admirable, complicada combinación del rondó con la fuga en el quinto final. Es en el “adagietto” donde la atención se pone de pie, se ensimisma. Es lo mejor de la Sinfonía. Su inclusión parece ser un fragmento independiente de la estructura, de la continuidad en la estrategia unida. De ahí que algunas veces sea prenda de la música de cámara cuando están solas las cuerdas y las arpas. Es un himno al amor. Uno de los fragmentos más delicados y suaves que se han escrito en su nombre. Es el efecto real de una pasión sobrecogedora. Mahler convierte a su corazón en la fuente de un recital escrito con los signos de la tabla temática entregado a su esposa real. El interludio reflexivo e incitante para cumplir con la delicia de vivir en la paz divina de la ternura. Su musa es la bella estudiante de música Alma Schindler. Si usted quiere una serenata para la amada impostergable, elija este trozo de diez minutos seductores de duración. Cuando vimos a la gran Orquesta de Miami en esta ejecución no pudimos evadir el recuerdo producido por la película Muerte en Venecia . Este lento y breve adagietto fue su tema. Fue lo que asoció a Mahler con la ciudad ¿Fue éste el personaje vivido por Thomas Mann en una de sus creaciones ficticias?

El director de la World demostró ser además del magistral de siempre con el uso de la batuta, un especialista en las sinfonías del hombre a quien los entendidos han puesto en la lista de los imperecederos.

La Prensa Literaria

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