Mil quinientos años de Cristianismo fueron necesarios para recivilizar Europa y reintroducir el imperio de la razón sepultada por la barbarie; sólo la fe sostenida por la Iglesia la salvaguardó para tiempos mejores. Cerca del año 1,500 Europa volvió a estar lista para su reencuentro con la razón: las escuelas catedrales se convertían en universidades donde renacía el saber con el redescubrimiento del pensamiento antiguo; desde Bizancio asediada por los turcos, llegaban los artistas que habían guardado el legado griego; la España Mora, donde el Islam, en su feliz período de helenización, entregaba el pensamiento de Aristóteles por medio de Avicena y Averroes. El comercio y las finanzas agilizados por los judíos y la burguesía revolucionaban la vida urbana y la producción.
Citando a Dickens: “Era el mejor de los tiempos y el peor de los tiempos”. La fe amenazaba con apagarse anquilosada en los dogmas y el servicio al poder temporal, muchas voces se alzaban exigiendo enderezar el camino del Señor. Poderosos caudillos avasallaban a los nuevos pueblos por la guerra; la peste cabalgaba sobre los campos repartiendo muerte. Los nuevos pueblos abandonaban el latín para usar sus propias lenguas. La Reforma Protestante interrumpió la unidad de la Iglesia y con la Contrarreforma provocaron las guerras religiosas; los Estados-Nacionales terminaron la unidad política del Sacro Imperio; y las lenguas vernáculas liquidaron al Latín como lingua franca. En este contexto fue puesto a prueba Thomas More.
En Europa tres príncipes despiadados se disputaban el poder: Carlos V. Sacro Emperador, Francisco I, Rey de Francia y Enrique VIII Rey de Inglaterra, en medio de sus ambiciones quedó atrapada la Iglesia, los Humanistas y el pueblo.
A More, católico ferviente al servicio de Enrique VIII, considerado modelo del príncipe del Renacimiento, correspondió enfrentar la más dura de las pruebas. El Rey acicateado por la competencia con sus rivales, corrompido por su concupiscencia y enloquecido por la sífilis, se transformó en un monstruo, arrastrando a Inglaterra a un período sombrío de su historia. El hombre que mereció el título de “Defensor de la Fe” se volvió en contra de todo lo que había defendido, desunió más a la cristiandad, introdujo un rabioso nacionalismo, rompió la universalidad europea, y sembró la raíz de grandes conflagraciones bélicas.
La obsesión por un heredero varón llevó a Enrique VIII a seis matrimonios fracasados y al asesinato de varias de sus esposas. Su fracaso en legitimar su sucesión le indujo a desatar una infame persecución contra el catolicismo que arrastró al cadalso a Thomas More, quien al rechazar la autoproclamación del Rey como cabeza de la Iglesia de Inglaterra fue acusado de alta traición, encarcelado, juzgado en base a falsos testimonios y finalmente decapitado.
Durante el juicio algunos de sus amigos quisieron inducirle a someterse al Rey, argumentando que en tiempos tan difíciles, era imposible apegarse a principios morales y que debería ser pragmático para sobrevivir y prosperar. More no se dejó arrastrar por el relativismo y las seducciones de su entorno, a las que otros habían ya claudicado; con entereza les respondió: “Los tiempos no son nunca tan malos como para impedir que un hombre bueno viva en ellos”. Con esta respuesta More nos dejó un imponente legado, que pagó con su propia vida y que Alfonso Aguiló ha definido claramente cuando afirma que la moral no está pensada sólo para los buenos tiempos, sino que, de hecho, cuando más falta hace es en los malos tiempos. Los malos tiempos no justifican las traiciones a la conciencia, las malas acciones ni la mala vida.
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