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Humberto Belli Pereira

Del 19 de julio a la contrarrevolución de Ortega

Recuerdo aquella plaza llena, bajo el sol brillante del 19 de julio de 1979. Millares de nicaragüenses vitoreaban con júbilo la caída de una prolongada dictadura. La esperanza era inmensa. Un común denominador en el ánimo de las multitudes era el afán por dejar atrás un pasado, caracterizado por la concentración y abuso del poder, y construir una Nicaragua democrática, donde el Estado no fuese instrumento de un grupo o partido, sino servidor del bien común, y donde los pobres pudiesen prosperar. El precio de abrir las puertas a la esperanza había sido alto: más de treinta mil muertos, casi todos jóvenes, y una tremenda destrucción material.

Como tantas veces sucede, lo que ocurrió después tuvo un camino distinto al esperado. Inspirados en una ideología de corte marxista, los comandantes revolucionarios fusionaron estado y partido, partidarizaron sus instituciones, incluyendo ejército y policía, y comenzaron a minar sistemáticamente las libertades públicas. En su afán por extender la revolución a Centroamérica chocaron con los Estados Unidos y enzarzaron al país en un conflicto bélico que costó otros millares de vidas, en su mayoría campesinos rebeldes de la montaña y jóvenes urbanos reclutados a la fuerza por el Gobierno.

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Ortega encarna la negación de las aspiraciones del 19 de julio de 1979. Hoy lo que se perfila en Nicaragua es el retorno al somocismo.

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Aunque la revolución hizo esfuerzos meritorios por alfabetizar a toda la población, y extender la cobertura escolar y de salud, diez años más tarde, y con veinte mil muertos más, los pobres nicaragüenses eran cuatro veces más pobres que antes, la deuda pública, dejada por Somoza en 1,200 millones de dólares había subido a 10,000 millones, las exportaciones se habían desplomado a una quinta parte, la infraestructura vial y social estaba en ruinas, se vivía la hiperinflación más fuerte de la historia, y el país parecía sin esperanzas.

En 1989 los dirigentes del FSLN, presionados por el colapso de su principal aliado, la Unión Soviética, y por la presencia de millares de combatientes contras, aceptaron efectuar elecciones libres supervigiladas, convencidos, además, que las ganarían. Al perderlas se entró en un nuevo capítulo post-revolución, de transición hacia la democracia, que ha sido vilipendiado por la actual cúpula del partido como fase “neoliberal”. Lo curioso es que fue hasta entonces que comenzó a romperse con los esquemas del pasado y a construirse un modelo de sociedad política diferente. El poder se democratizó; se restableció la más irrestricta libertad de expresión, se independizaron los poderes del Estado, cesó la afiliación forzosa al partido de turno, se consolidó un sistema de elecciones libres, y se restableció la libertad económica. Era realmente un nuevo período que abrió otra puerta a la esperanza. Si por revolución se entiende cambio, o ruptura con el pasado, la verdadera revolución comenzó entonces.

Este nuevo período volvió a oscurecerse a consecuencias del pacto de Arnoldo Alemán con Daniel Ortega en el año 2000. En él se volvieron a politizar los poderes del Estado, sobre todo la justicia, y se facilitó el regreso al poder de Ortega al bajar de 45 a 35 por ciento el piso electoral para ganar en primera vuelta, y al negarse el Consejo Supremo Electoral (CSE) a contar el último 8 por ciento del voto que favorecía abrumadoramente al liberalismo.

Hoy con Daniel Ortega, lo que se perfila en Nicaragua es el retorno al somocismo. Ortega encarna actualmente la negación de las aspiraciones del 19 de julio de 1979. Pues lejos de apuntar en dirección distinta al pasado, intenta revivirlo: la confusión partido-Estado, la subordinación de los poderes al Ejecutivo, la burla a la constitución y las leyes, el uso del Estado para los intereses de una familia y sus amigos, el enriquecimiento ilícito, las elecciones fraudulentas, y el afán reeleccionista. Falta todavía, para regresar al somocismo pleno, aunque ya se sienten las primicias, la total subordinación del ejército y la policía, la represión a las libertades públicas, y la postulación a miembros de su familia. Pero hacia allá apunta el barco: a la consumación de la verdadera contrarrevolución, y a la negación de los ideales por los que se inmolaron tantas vidas.

Si tiene éxito en resucitar el pasado, Ortega podría no tener éxito en evitar sus consecuencias. La forma en que terminaron los Somoza es una advertencia.

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