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Julio Icaza Gallard

Sociedad civil y sociedad política: saber dimensionar la crisis

Dos posiciones extremas, reaccionarias en el sentido propio de la palabra, es decir, opuestas a cualquier propuesta de acción o de cambio, parecen dominar el debate sobre la relación entre sociedad civil y sociedad política en Nicaragua.

Desde los partidos políticos, una posición liberal decimonónica reclama para éstos el monopolio de la acción política, limitando el ámbito de las organizaciones civiles a las actividades altruistas, humanitarias, artísticas y científicas. Considera que el ejercicio de los derechos políticos, a pesar de ser reconocido por nuestra Constitución a todos los ciudadanos, exige como requisito la adscripción previa a un partido, el sometimiento a una disciplina y un dogma y, finalmente, —propio de nuestras latitudes— la obediencia a un caudillo. Los dirigentes civiles y activistas democráticos, que opinan críticamente sobre el manejo de los asuntos políticos, son considerados intrusos, competidores desleales en un oligopólico mercado político. La irrupción de estas nuevas voces no puede menos que representar una amenaza, para aquellos políticos cuya mediocridad y venalidad ha contribuido al demérito de la profesión que ejercen.

No menos infundado e inaceptable parece el planteamiento de quienes, desde la acera de la sociedad civil, aborrecen el espectro político y evitan todo contagio. Reflejo de una larga tradición en el pensamiento moderno, desde Maquiavelo a Weber, que ve en la política un pacto con los poderes diabólicos, este rechazo se traduce en la práctica en resignación a un activismo inocuo, en crítica destructiva y carente de propuestas o en la utopía ingenua de una transformación social sin partidos políticos.

Los extremos se juntan y ambos planteamientos son, en el fondo, coincidentes: uno y otro desembocan en el inmovilismo y la reafirmación subsecuente del statu quo.

Como observara Toqueville, al analizar el nacimiento de los Estados Unidos, el asociacionismo, con su diversidad de fines e intereses, y no tanto los partidos políticos, capaces de acabar con la democracia por la exacerbación de sus pugnas o por el pactismo sin principios, están en la base de una democracia saludable. Los partidos políticos, no obstante, se han convertido en las modernas sociedades de masas, en instrumentos indispensables, hasta hoy insustituibles, para el funcionamiento de la democracia. Ellos se encargan de mediar, representar y conciliar los variados y contrapuestos intereses existentes en una comunidad política. Ciertamente, como toda invención humana, no son eternos y están urgidos de profundos cambios, sobre todo para frenar lo que Michels denominó la “ley de hierro de la oligarquía”, por la que todo grupo humano tiende a ser dominado por élites que se enquistan en el ejercicio del poder. Ningún pensador serio se ha atrevido hasta hoy a extenderles acta de defunción y, mucho menos, a proponer un mecanismo que los sustituya; por el contrario, el futuro de la democracia depende en mucho de su reforma y modernización.

Una posición aparentemente más equilibrada es la de aquéllos que reconocen el derecho de las organizaciones civiles a actuar políticamente, pero manteniendo una separación infranqueable respecto de los partidos y descartando, por peligrosa y disolvente, cualquier alianza con ellos. Presupone este enfoque que entre la sociedad civil y la política existen fronteras perfectamente delimitadas y no, como sucede realmente, que actúan ambas de manera superpuesta e interrelacionada. Se olvida que los conceptos, construcciones racionales y abstractas, son instrumentos para explicar una realidad siempre rica y dinámica, no para tratar de moldearla. El error de esta posición es doble: por un lado, es en mucho un trasplante de esquemas construidos en sociedades más desarrolladas y menos disfuncionales que la nuestra; por otro, pretende más ordenar que comprender la realidad y transformarla, ignora —en síntesis— el verdadero carácter de la crisis que hoy vive Nicaragua.

No dimensionar correctamente la crisis que estamos viviendo es el error más grave que podemos cometer. Lo que está en juego no son unas candidaturas, la Presidencia y un número de escaños para diputados. Si en 1990 la fórmula democrática sirvió para poner fin a la guerra, la adulteración de esta fórmula de cara al 2011, con toda seguridad, habrá de devolvernos al círculo vicioso de la autocracia y la guerra. Ante esta circunstancia, la pregunta obligada es ¿de qué sirve preservar los espacios y las identidades, el apoyo acumulado, si corremos el riesgo de ser aniquilados? La pregunta está dirigida no sólo a los actores civiles, también a la llamada sociedad económica, condenada a sobrevivir de las migajas de una creciente cleptocracia, y donde cunde igualmente el temor de contaminación con lo político.

Desafortunadamente la miopía prevalece no sólo dentro de nuestras fronteras sino fuera, en aquellos gobiernos y organizaciones que dicen estar comprometidos en la defensa de la democracia. No se comprende que la actual lucha en Nicaragua no se reduce a una simple competencia partidaria, a otro ciclo electoral que se repite cada cinco años y ante el cual cabría mantener neutralidad, como si viviésemos en una democracia estable. Por el contrario, lo que está en juego es mucho más: la preservación de la política, la sobrevivencia de la democracia, para lo que es imprescindible e imperativa la unidad de todas las formas organizadas de la sociedad y la solidaridad internacional. No se trata de apoyar a una determinada opción ideológica política: se trata de preservar la paz y la convivencia entre los nicaragüenses, los valores que sustentan la viabilidad y el desarrollo económico y social. Se trata de salvar la circunstancia, es decir, la democracia, y, con ella, de salvar la nación y salvarnos.



El autor es jurista y catedrático universitario

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