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Mario Alfaro Alvarado

Del feudalismo pactista al Estado de Derecho

En la Edad Media se llamaba feudo a un territorio que no era un país, ni una nación y menos una república. Esos feudos eran gobernados por un amo y señor que personalizaba todos los poderes. No había ninguna forma de gobierno, ni asambleas, ni tribunales, la palabra del señor era la ley. Él, su familia y allegados, que formaban su guardia personal, vivían del trabajo no remunerado de los siervos, que eran los pobladores del feudo.

Los países de Europa Occidental y de América evolucionaron desde el feudalismo hacia el Estado de Derecho, unos más que otros. Una excepción es Nicaragua, que como castigo bíblico padece el martirio que le infiere el pactismo partidario.

Dice la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano, de la Revolución Francesa: La Ley es la expresión de la voluntad general. Todos los ciudadanos tienen derecho a concurrir personalmente, o por medio de sus representantes a la formación de las leyes. Eso mismo dicen nueve constituciones de Nicaragua con sus numerosas reformas. Pero es una realidad histórica que el feudalismo pactista irrespeta y reforma a voluntad la Constitución, las leyes y las instituciones del Estado.

Los nicaragüenses están excluidos de esa Declaración universalmente aceptada y respetada en todo el mundo. La calidad de ciudadano se expresa en poder escoger y elegir a quienes han de representarlos en los negocios del Estado. Con la excepción de las elecciones de 1929 y 1933 -organizadas y vigiladas por los “marines” norteamericanos— los nicaragüenses nunca han elegido a sus representantes en la Asamblea Nacional.

Desde el siglo XIX hasta el presente los diputados han sido escogidos por los caciques dueños de los partidos políticos. La voluntad del pueblo ha sido acondicionada por la tradición pactista, para que concurra a las urnas electorales a votar por una lista de personas desconocidas, escogidas “a dedo” por los caciques politiqueros.

La clase feudal pactista se reparte el presupuesto nacional en megasalarios, viajes gratis con jugosos viáticos a cualquier parte del mundo y disfruta de toda clase de prebendas y granjerías. Mientras tanto los empleados modestos del Estado, los maestros, la enfermera, los policías y los soldados son tratados como siervos de la gleba.

Peor suerte corren los pobres, los ancianos que trabajaron toda su vida y reciben una pensión miserable, si es que reciben alguna, los niños sin escuela, famélicos y enfermos, las madres solteras… todos son víctimas propicias de la explotación inmisericorde de la clase política feudal.

No son elecciones negociadas entre caciques y políticos y sin ninguna garantía lo que Nicaragua necesita para librarse de ese mal del pasado. Nicaragua necesita un movimiento popular reformador que diluya el feudalismo pactista y proclame el Estado de Derecho.

Tampoco necesita candidatos, éstos únicamente buscan megasalarios, cargos vitalicios para disfrutar de las prebendas, exenciones y privilegios, todo a cambio de lealtades y obsecuencia hacia el cacique pactista dueño del partido y dispensador de favores.

Ya es tiempo que el pueblo de Nicaragua se emancipe del dominio del feudalismo político que no le permite progresar cultural ni económicamente, ni ser libre para dirigir su propio destino dentro de la Constitución y las leyes. Ya es tiempo que el pueblo de Nicaragua proclame masivamente un verdadero Estado de Derecho, con un programa moderno, con derechos básicos que nadie pueda cambiar y elija sin instituciones sumisas y corruptas, una Asamblea popular en que participe todo el pueblo sin distinciones y se declare mayor de edad y dueño de su propio destino.

Nicaragua no necesita caudillos ni candidatos, necesita reformadores y todos los ciudadanos -organizados o no— puedan participar en ese empeño.

El autor es periodista.

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