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El sueño y la pesadilla americanas

Hay un momento en el que la persona no duda: se siente francés, español o norteamericano. Cuando cree que la nación peligra –por ejemplo, el 11 de septiembre de 2001, tras el ataque a las Torres Gemelas–, la reacción es totalmente emotiva. Siente la agresión como algo personal aunque esté a mil kilómetros de distancia. En esos tensos instantes responde a los símbolos inscritos en su cerebro. Los himnos y las banderas lo sacuden emocionalmente y es capaz de matar o morir en defensa de la tribu. Siente que ama a su patria y sufre por ella.

Casi todas las personas del planeta tienen dos identidades: la nacional y la ciudadana. La identidad nacional es subjetiva. De una manera natural, como se respira o se suda, uno se siente parte de cierta tribu. El habla, la gesticulación, las referencias culturales nos dotan de algunos rasgos comunes. Esa identidad comienza a forjarse en la niñez, pero se consolida en la adolescencia.

Hay un momento en el que la persona no duda: se siente francés, español o norteamericano. Cuando cree que la nación peligra –por ejemplo, el 11 de septiembre de 2001, tras el ataque a las Torres Gemelas–, la reacción es totalmente emotiva. Siente la agresión como algo personal aunque esté a mil kilómetros de distancia. En esos tensos instantes responde a los símbolos inscritos en su cerebro. Los himnos y las banderas lo sacuden emocionalmente y es capaz de matar o morir en defensa de la tribu. Siente que ama a su patria y sufre por ella.

La identidad ciudadana, en cambio, es totalmente artificial. El Estado determina a quién se la asigna y a quién se la niega. Es una cuestión estrictamente legal. Los extranjeros, si son residentes legales, pueden solicitarla a los cinco años de estar avecindados en el país. Pero también tienen derecho a ella algunos “extranjeros emocionales”.

Por ejemplo, el hijo de un ciudadano norteamericano criado y educado en México, probablemente tendrá la ciudadanía norteamericana si inscribieron su nacimiento en el Consulado, aunque su verdadera identidad nacional, la emocional, sea mexicana. Tal vez no habla inglés, acaso ignora los rudimentos de la historia norteamericana y no se siente parte de esa tribu, pero la ley le asigna esta ciudadanía. Cuando los terroristas de Al Qaeda atacaron las Torres Gemelas casi seguramente le pareció un acto bárbaro y censurable, pero no lo percibió como un fenómeno personal. Su vínculo con Estados Unidos era puramente racional.

Esta observación viene a cuento del debate norteamericano sobre los jóvenes inmigrantes ilegales llegados en la niñez a Estados Unidos, país en el que crecieron, estudiaron y al que tienen como suyo. Parece que la mayoría del Congreso se inclina por negarles la residencia. Estos legisladores no sienten la menor solidaridad con estos connacionales. Sólo les conceden derechos a los conciudadanos. A estos connacionales prefieren dejarlos como indocumentados, expuestos a la deportación y sin posibilidades de trabajar, crear riqu

ezas y pagar impuestos.

Técnicamente, son extranjeros y eso les basta para negarles el derecho a vivir en el único país al que psicológica y emocionalmente se sienten vinculados. Aman a Estados Unidos, hablan en inglés (a veces sólo hablan inglés) y no tienen otras referencias culturales que las estadounidenses, pero eso no les importa. Se comportan como americanos y parecen norteamericanos, pero es un espejismo: para la mayoría de los legisladores norteamericanos no l

o son legalmente y carecen de derechos.

A la propuesta de ley con la que algunos legisladores razonables desean ponerle fin a este cruel disparate le llaman “dream act” por aquello del sueño americano. Son las siglas de Development, Relief and Education for Alien Minors Act (Acta de fomento para el progreso, alivio y educación para menores extranjeros). El razonamiento de quienes quieren expulsarlos es legalista. Como sus padres los trajeron ilegalmente, no se les debe perdonar ese pecado original, aunque algunos eran niños pequeños totalmente inocentes de cualquier delito.

Quienes están dispuestos a otorgarles la residencia, en cambio, enarbolan el sentido común: están aquí, son más de seiscientos mil, son estudiantes, y forman parte de nuestra tribu. Tienen muy buenas oportunidades de convertirse en adultos productivos: ¿qué sentido tiene perjudicarlos y, de paso, crearle al conjunto de la sociedad unos enormes problemas que no tendría si a estos muchachos se les permitiera agregar la identidad ciudadana, de la que carecen, a la identidad nacional, que ya tienen y que nadie les podrá arrebatar nunca porque la tienen grabada en el corazón?

Dentro de unos días la ley será discutida y votada. El panorama no parece muy propicio. Ojalá que el sentido común y la compasión los ilumine. Uno de esos jóvenes me lo dijo muy gráficamente: “Mi sueño americano se ha transformado en una pesadilla”. Eso es injusto. b

La Prensa Domingo

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