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Juan Rulfo.LA PRENSA/AP

Historias de Juan Rulfo

El escritor, nacido en el estado de Jalisco en 1916, en plena Revolución, conflicto cuyas promesas incumplidas al México rural retrataría mejor que nadie en los cuentos de El Llano en Llamas , en 1953. Dos años después alumbraría la Comala de Pedro Páramo .

El escritor, nacido en el estado de Jalisco en 1916, en plena Revolución, conflicto cuyas promesas incumplidas al México rural retrataría mejor que nadie en los cuentos de El Llano en Llamas , en 1953. Dos años después alumbraría la Comal de Pedro Páramo.

Desde entonces, de la pluma de Rulfo solo salieron guiones de cine y reseñas, lo que no le impidió pasar a la historia como uno de los nombres dorados de la literatura de México e Iberoamérica.

Jorge Luis Borges, Mario Benedetti, Carlos Fuentes, Günter Grass, y Susan Sontag, además del ya mencionado Nobel García Márquez, han sido algunos de los escritores que han elogiado y analizado la obra de Rulfo, traducida a una multiplicidad de idiomas.

El maestro Rulfo dejó asimismo una cantidad ingente de fotografías, otra de las artes que cultivó desde la década de los treinta, sobre todo del medio rural que después retrató en sus páginas.

Pasó sus últimos veinte años dedicado a su trabajo en el Instituto Nacional Indigenista de México, a cargo de la edición de una importante colección de antropología contemporánea y antigua de México, en respuesta a una de sus vocaciones.

Falleció en Ciudad de México, el 7 de enero, hace 25 años. En 2010 se editó Juan Rulfo: otras miradas, donde los grandes nombres de la literatura internacional reflexionaban sobre el autor.

LA OBRA FOTOGRÁFICA

El mundo que Juan Rulfo capta con su oficio fotográfico está íntimamente ligado a su percepción como escritor.

Tal vez la primera impresión que se deriva de la contemplación de la muestra es su visión de un territorio arraigado en la historia y a la orografía del terreno, inmensamente más cercano a la urdimbre del pueblo que a la sociedad urbana.

Es magnífico el juego de luces, un juego claroscuro fuerte, nítido, que contribuye a reflejar el claroscuro de la tierra que escudriña con una visión inmensamente cristalina, pero sumamente inteligente… y subjetiva.

Ese claroscuro no solo se refiere a lo lumínico, sino a lo temático: la niña —Blancanieves— en la soledad opresora de un bosque de troncos gigantescos; el templo emergiendo entre la lava seca, o la soledad del hombre ante el estéril llano.

Cuando se entretiene en el paisaje, sabe mostrar la soledad del arriero, la visión casi onírica de unos árboles sin hojas, el sugerente volumen de una formación rocosa, la imagen inquietante de un tronco seco de perfiles que recuerdan a monstruos antediluvianos o la severidad vertical del cactus, contrapunto a las horizontalidades de un camino y una vieja ermita.

Es el paisaje de su tierra y de su obra, un paisaje en el que refulge la ruina maya o la del viejo convento colonial, de los que extrae —en fotografía— el halo sagrado y romántico que gustaban definir los viajeros románticos del XIX, pero también la visión artística del XX, manifiesta en sus análisis casi cubistas de paredes, templos o raíles del ferrocarril.

ACUÉRDATE

Acuérdate de Urbano Gómez, hijo de don Urbano, nieto de Dimas, aquél que dirigía las pastorelas y que murió recitando el “rezonga ángel maldito” cuando la época de la gripe. De esto hace ya años, quizá quince. Pero te debes acordar de él. Acuérdate que le decíamos “el Abuelo” por aquello de que su otro hijo, Fidencio Gómez, tenía dos hijas muy juguetonas: una prieta y chaparrita, que por mal nombre le decían la Arremangada, y la otra que era rete alta y que tenía los ojos zarcos y que hasta se decía que ni era suya y que por más señas estaba enferma del hipo. Acuérdate del relajo que armaba cuando estábamos en misa y que a la mera hora de la Elevación soltaba un ataque de hipo, que parecía como si estuviera riendo y llorando a la vez, hasta que la sacaban fuera y le daban tantita agua con azúcar y entonces se calmaba. Ésa acabó casándose con Lucio Chico, dueño de la mezcalera que antes fue de Librado, río arriba, por donde está el molino de linaza de los Teódulos.
 LA PRENSA/ AGENCIA

Acuérdate que a su madre le decían la Berenjena porque siempre andaba metida en líos y de cada lío salía con un muchacho. Se dice que tuvo su dinerito, pero se lo acabó en los entierros, pues todos los hijos se le morían recién nacidos y siempre les mandaba cantar alabanzas, llevándolos al panteón entre música y coros de monaguillos que cantaban “hosannas” y “glorias” y la canción esa de “ahí te mando, Señor, otro angelito”. De eso se quedó pobre, porque le resultaba caro cada funeral, por eso de las canelas que les daba a los invitados del velorio. Sólo le vivieron dos, el Urbano y la Natalia, que ya nacieron pobres y a los que ella no vio crecer, porque se murió en el último parto que tuvo, ya de grande, pegada a los cincuenta años.

La debes haber conocido, pues era muy discutidora y a cada rato andaba en pleito con las vendedoras en la plaza del mercado porque le querían dar muy caros los jitomates, pegaba gritos y decía que la estaban robando. Después, ya pobre, se le veía rondando entre la basura, juntando rabos de cebolla, ejotes ya sancochados y alguno que otro cañuto de caña “para que se les endulzara la boca a sus hijos”. Tenía dos, como ya te digo, que fueron los únicos que se le lograron. Después no se supo ya de ella.

Ese Urbano Gómez era más o menos de nuestra edad, apenas unos meses más grande, muy bueno para jugar a la rayuela y para las trácalas. Acuérdate que nos vendía clavellinas y nosotros se las comprábamos, cuando lo más fácil era ir a cortarlas al cerro. Nos vendía mangos verdes que se robaba del mango que estaba en el patio de la escuela y naranjas con chile que compraba en la portería a dos centavos y que luego nos las revendía a cinco. Rifaba cuanta porquería y media traía en el bolso: canicas ágata, trompos y zumbadores y hasta mayates verdes, de esos a los que se les amarra un hilo en una pata para que no vuelen muy lejos. Nos traficaba a todos, acuérdate.

Era cuñado de Nachito Rivero, aquel que se volvió tonto a los pocos días de casado y que Inés, su mujer, para mantenerse tuvo que poner un puesto de tepeche en la garita del camino real, mientras Nachito se vivía tocando canciones todas refinadas en una mandolina que le prestaban en la peluquería de don Refugio.

Y nosotros íbamos con Urbano a ver a su hermana, a bebernos el tepeche que siempre le quedábamos a deber y que nunca le pagábamos, porque nunca teníamos dinero. Después hasta se quedó sin amigos, porque todos al verlo, le sacábamos la vuelta para que no fuera a cobrarnos.

Quizá entonces se vio malo, o quizá ya era de nacimiento.

Lo expulsaron de la escuela antes del quinto año, porque lo encontraron con su prima la Arremangada jugando a marido y mujer detrás de los lavaderos, metidos en un aljibe seco. Lo sacaron de las orejas por la puerta grande entre el risón de todos, pasándolo por una fila de muchachos y muchachas para avergonzarlo. Y él pasó por allí, con la cara levantada, amenazándolos a todos con la mano y como diciendo: “Ya me las pagarán caro”.

Y después a ella, que salió haciendo pucheros y con la mirada raspando los ladrillos, hasta que ya en la puerta soltó el llanto; un chillido que se estuvo oyendo toda la tarde como si fuera un aullido de coyote.

Sólo que te falle mucho la memoria, no te has de acordar de eso.

Dicen que su tío Fidencio, el del molino, le arrimó una paliza que por poco y lo deja con parálisis, y que él, de coraje, se fue del pueblo.
LA PRENSA/ AGENCIA

Lo cierto es que no lo volvimos a ver sino cuando apareció de vuelta aquí convertido en policía. Siempre estaba en la plaza de armas, sentado en la banca con la carabina entre las piernas y mirando con mucho odio a todos. No hablaba con nadie. No saludaba a nadie. Y si uno lo miraba, él se hacía el desentendido como si no conociera a la gente.

Fue entonces cuando mató a su cuñado, el de la mandolina. Al Nachito se le ocurrió ir a darle una serenata, ya de noche, poquito después de las ocho y cuando las campanas todavía estaban tocando el toque de Ánimas. Entonces se oyeron los gritos y la gente que estaba en la Iglesia rezando el rosario salió a la carrera y allí los vieron: al Nachito defendiéndose patas arriba con la mandolina y al Urbano mandándole un culatazo tras otro con el máuser, sin oír lo que le gritaba la gente, rabioso, como perro del mal. Hasta que un fulano que no era ni de por aquí se desprendió de la muchedumbre y fue y le quitó la carabina y le dio con ella en la espalda, doblándolo sobre la banca del jardín donde estuvo tendido.

Allí lo dejaron pasar la noche. Cuando amaneció se fue. Dicen que antes estuvo en el curato y que hasta le pidió la bendición al padre cura, pero que él no se la dio.

Lo detuvieron en el camino. Iba cojeando, y mientras se sentó a descansar llegaron a él. No se opuso. Dicen que él mismo se amarró la soga en el pescuezo y que hasta escogió el árbol que más le gustaba para que lo ahorcaran.

Tú te debes acordar de él, pues fuimos compañeros de escuela y lo conociste como yo.

La vida del escritor mexicano Juan Rulfo se apagó hace 25 años, con un legado literario breve pero contundente a más no poder, Pedro Páramo y El Llano en Llamas , alabados por las letras hispanas. “Se le molesta siempre preguntándole cuándo tendrá otro libro. Es un error. (…) Si yo hubiera escrito Pedro Páramo no me preocuparía ni volvería a escribir nunca en mi vida”, valoraba Gabriel García Márquez

La Prensa Literaria

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