Ya comencé a sudar y aún no me he puesto el overall, el velo y los guantes que me protegerán. No lo voy a negar, estoy nerviosa. Cuando propuse ser recolectora de miel, me dejé llevar por la idea de las abejitas de una película de dibujos animados donde se veían muy bonitas, pero sinceramente no me había imaginado que alrededor de mí zumbarían unas mil abejas africanizadas, sí, de esas que mandan al hospital a la gente con sus piquetes y que los bomberos ahuyentan de nuestros hogares por su “alta peligrosidad”.
Lars Saquero, gerente de Ingemann, la empresa apícola donde me iniciaré en el arte de la miel, me explicó en su lección introductoria al trabajo de campo algunas cosas fundamentales: que la recolección se realiza en la noche, porque las abejas no vuelan si no ven y que aquí permanecen más tranquilas porque se les da agua y sus colmenas no se mueven con frecuencia.
Hasta ese momento todo sonaba sencillo, pero estoy en el Apiario El Portón, comunidad de Quebrada Honda, ubicada en el kilómetro 41 de la Carretera Norte —entre San Benito y Las Banderas— y antes de comenzar a vestirme observé que el pasto luce seco, no veo nada que parezca humedad en los alrededores. Por razones técnicas para las fotografías y por el tiempo de cierre del suplemento estoy entrando al apiario en plena tarde y mi trabajo será molestar a las abejas porque vengo por su miel, es decir, estaré “mielando”, como dicen quienes se dedican en el campo a este oficio.
Si mis cálculos no me fallan, en las 30 colmenas que me rodearán iré a saludar a un millón 200 mil abejas, poco más, poco menos, pues cada colmena tiene como promedio 40 mil habitantes, no se si soy alérgica porque nunca he recibido un piquete, pero en la vida todo es riesgo.
Mis compañeros de trabajo esta tarde son Henry Reyes y Gustavo Duarte. Ambos comenzaron a trabajar como colectores desde que eran unos niños, así que su experiencia se cuenta en décadas.
Preparan el ahumador, un recipiente metálico con un embudo encima donde se queman restos de madera para producir humo que se esparce gracias a una bomba parecida a un acordeón. Con eso calmaremos a las abejas de la colmena, pero desde ya me advierten que sólo se “atontan” las abejas donde se aplica el humo y que las otras son sumamente defensivas y saldrán a defender su territorio.
Veo todo a través de una malla, me siento como astronauta cuando camino. El traje me queda enorme y espero no haber dejado una sola abertura, pues dicen que si entra una abeja, después de ella entran cien.
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Los zumbidos son fuertes. Estamos frente a la primera colmena, una caja de madera como de 50×50 centímetros. Dentro de ella hay diez marcos de madera que son forrados con una lámina de cera de abeja y alambre dulce, que ahora veinte días después de haberse colocado se puede colectar, pero estamos en verano y no hay mucha cosecha, así que revisaremos cuál de las colmenas está lista. Es decir que molestaremos a las zumbadoras que nos rodean.
Si no hay suficiente miel en las colmenas, éstas deberán ser trasladadas a otros lugares donde haya árboles cercanos, la temporada de mayor producción en un bosque seco como éste es de octubre a diciembre, pero estas trabajadoras son muy activas y recorren hasta tres kilómetros diarios en busca de néctar, en los 40 días de vida que tienen.
La jornada de un colector de miel es de 3 de la tarde a 11 de la noche y me aseguran que uno es más propenso a los piquetes cuando “miela” de noche porque las abejas, al no volar, comienzan a caminar sobre la ropa hasta que encuentran una abertura o, simplemente, si el movimiento es brusco, pican y ellos reciben en promedio de 5 a 10 piquetes cada día, pero no les da ningún efecto más que el jincón. Están inmunes.
Y sí hay movimientos bruscos, pues mi trabajo consiste en sacar las láminas gruesas de miel, sacudirlas para que se vayan las abejas e introducirlas en otra caja de donde saco una lámina limpia y repongo la que me llevaré.
Abrimos las colmenas, levantamos la mallita donde se adhiere el propolio, usado para medicinas, las abejas ya se me posan encima y siento que mi camiseta debajo del overall está pegada a mi espalda de tanto sudar. Casi las siento caminar. Mis compañeros señalan que no hay ninguna colmena con suficiente miel para cosechar y me preguntan si quiero ir a otro apiario que queda a un kilómetro y medio más lejos. Yo mejor me voy, así como les escribo ahora, invicta, sin un piquete y los dejo con su dulce trabajo. Yo ya “mielé”.
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