Los conductores de auto de Managua tenemos los vidrios más limpios del mundo. Aunque no estén muy sucios, y aún si andan impecables, difícilmente escapamos del enjambre de obsequiosos limpiadores que aguardan para emboscarnos en los semáforos, apostando de que a pesar de nuestra negativa expresa, les vamos a dar alguna propina después que empapen y escurran los vidrios de nuestro carro.
Junto con los limpiavidrios, los buhoneros, los malabaristas y los mendigos, esta humanidad asoleada, que busca exprimir algunos centavos de quienes surcan las calles, constituye un termómetro (una estadística viva) de nuestro estancamiento. En pocas ciudades del mundo se da este fenómeno. No ciertamente en las capitales de América Latina, aunque probablemente todavía ocurra en Calcuta. Antes tampoco ocurría aquí, al menos no en la escala de ahora. Mendigos en tiempo de Somoza los había, en forma aislada, en alguna que otra esquina. Pero esta avalancha, en la que en un semáforo se pueden contar docenas de compatriotas ofreciendo sus mercancías o extendiendo la mano, es un fenómeno relativamente nuevo. Y en aumento.
Falta de empleos, junto con parasitismo, y ausencia de educación, se dan la mano para empujar a esas multitudes a una mendicidad creciente que el niño vestido de payasito trata de disimular con sus malabares. ¿Cuándo terminará esto? ¿Cuándo será el día feliz en que comenzarán a ensuciarse nuestros vidrios porque ya no hay quién los laven? ¿Cuándo estarán vacíos los semáforos porque los que merodeaban en ellos ahora están estudiando o ganándose la vida en formas más rentables, posiblemente bajo un techo y una sombra refrescante?
Para saberlo basta asomarse a nuestra economía. En 2010 crecimos al 3 por ciento. Entre otras cosas porque los precios de nuestras exportaciones subieron mucho. Nuestra población, por su parte, creció un 2 por ciento —no al 1.3 que dicen algunos, confundidos por una discrepancia que hubo en los censos—. De esta forma el incremento del ingreso por habitante fue alrededor del uno por ciento. A ese ritmo, si las exportaciones mantuvieran sus precios y la inflación no se comiera los incrementos, ¿cuánto nos tomaría para duplicar nuestro ingreso por habitante?: La respuesta: 48 años, o cuando el payasito de la calle sea abuelo. Y si en lugar de eso el ingreso de los nicaragüenses lograse crecer al 2, en lugar del uno por ciento anual, tardaríamos 24 años en duplicarlo. Lo cual tampoco es consuelo, pues todavía sería, como lo explicó recientemente el economista Luis Medal, un ingreso inferior al per cápita de 1977.
De forma que la única vía de sacar al país de la pobreza antes de que envejezcan los limpiavidrios y los payasitos es logrando que nuestra economía crezca a un ritmo tres veces más rápido o que el ingreso personal aumente en más del 6 por ciento anual, cuidando de que el crecimiento percole hasta los más pobres.
La buena noticia es que eso es posible. Lo han demostrado muchos países que han sido aún más pobres que Nicaragua. Países sin recursos naturales, como los ya clásicos tigres asiáticos, Singapur, Taiwán, Corea del Sur, que en 1960 tenían un ingreso por habitante parecido al nuestro y que hoy se parece más al de Estados Unidos. O los ejemplos modernos de Finlandia, Irlanda, India y China continental. Y la sorpresa más reciente: los países de África que ahora están con las tasas de crecimiento más altas del mundo en el 2010: Angola, 11.1, Nigeria 8.9, Etiopía 8.4, Chad 7.9… etc. (Datos de The Economist, 8, 01,2011).
Lo interesante es que éstos son países plagados con problemas similares a los nuestros. Si ellos están pudiendo nosotros también podemos. ¿Qué debemos hacer para lograrlo? Aprender de ellos las claves del éxito. Qué diferente sería si los nicaragüenses nos volviésemos expertos en el tema, si al centro de la agenda nacional estuviera el debate sobre cómo salir de la pobreza, y si los partidos favorecidos por el voto fuesen aquellos capaces de proponer las fórmulas, o personas, más idóneas para conseguir un crecimiento del 10 por ciento anual. Podría incluso pensarse, aunque suene extravagante, que la Constitución permita la reelección, pero sólo de aquellos presidentes que en su período hayan aumentado el ingreso de los pobres en más del 50 por ciento.
Porque al paso que vamos seguiremos por décadas con los vidrios más limpios del mundo. Cuando una de nuestras obsesiones, como nación, debería ser llegar lo más pronto posible al día que los tengamos sucios, por no encontrar quien los lave.
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