Por Ramiro Argüello Hurtado
“… Bárbaro ese gobierno donde no hay más leyes que la voluntad de un hombre quien gobierna debe ante todo obedecer la ley; apartada de la ley, su persona no es nada” .
Diálogos de los muertos, François de Salignac de la Mothe-Fénelon.
No existe ninguna razón plausible para asociar el nombre Daniel Ortega Saavedra con las reverberaciones políticas que evoca en el imaginario colectivo las iniciales FSLN. De la misma manera ninguna razón justificada para vincular la noción de liberalismo con el nombre Anastasio Somoza García ni con el Stalin criollo José Santos Zelaya, introductor de la “tortura científica” en nuestro país.
Por astucia de la razón, Daniel Ortega Murillo ha devenido en un avatar histórico-político: la encarnación del último Somoza, el hijo de casa entrando por la puerta del servicio en el palacete morisco de la funesta dinastía: aunque de manera obscura él se autopercibe como lo que es: el muchacho de los mandados. Fatalmente estaba condenado a cartografiar un proyecto de vida: la fundación de una “nueva” dinastía que el fondo no sería más que la perpetuación de la anterior por otros medios.
Corrupto e incapaz hasta el tuétano de los huesos, Daniel Ortega Zambrana es un revolucionario curioso: no se le conoce ningún acto de arrojo ni valentía (es algo así como tratar de concebir un cubano que no sepa bailar un danzón o un guaguancó). Se ha rodeado de un lumpenburguesía oligarca poseída por una avidez obscenamente desmesurada por el enriquecimiento ilícito, al tiempo que asistimos al lastimero espectáculo que ofrece un Cosep invertebrado y dócil que toma su alpiste de la mano dadivosa del tirano.
La consorte, una especie de Hécate, resulta una mixtura de Janis Joplin, Imelda Marcos (¿habrá superado el récord de los 2,000 pares de zapatos?), y la bruja malvada del oeste del país de Oz. Lectora atenta de Madame Blavatsky, quiromántica, nigromante, visionaria y clarividente, es sabia en amuletos, pócimas, bebedizos, y fetiches de cera. Al tiempo que elabora un preparada de cola de alacrán con yerbaté, en un bizarro abracadabra conjura el vudú y las novenas de La Mano Poderosa y El Pájaro Macuá , ejerciendo así un control absoluto sobre el bobalicón y abúlico cónyuge, el pobre hombre apenas puede articular palabra, monosilábico total asfixiado por los sahumerios que exhalan los arreglos florales kitsch que enmarcan machaconamente a la pareja dinasta.
El entourage del binomio está formado por personas de intachable deshonestidad. Como subproducto de su endeblez moral Daniel Zambrana quiere lo imposible y exalta lo que no es permanente. Por eso todos sus actos están signados por un aire de transitoriedad y provisionalidad. El pueblo soberano se mantiene en vilo chapoteando en su postración moral. De tal manera que vivir bajo la férula de Daniel Murillo es como vivir en un aeropuerto con las puertas trancadas del cual nadie puede salir y al que nadie puede entrar porque un orate ha mezclado los horarios de salida y llegada, mientras en el firmamento un número infinito de aeroplanos vuela en círculos. Daniel Murillo Zambrana además tiene el tupé de realizar su trabajo (?) en su propia casa, como Augusto en el Palatino. Ese hombre comenzó como incendiario para terminar en bombero. Ortega-Murillo-Saavedra-Zambrana: Estirpe Sangrienta revisitada. ¿Pero qué pasa con los jóvenes? Nada: más viejos que sus padres y más decrépitos que sus abuelos. ¿Y qué me dice usted de los obreros? Hombre. “La clase obrera va al paraíso”, me insinuó la otra noche en un bal de masque una dama diplomática centroeuropea al tiempo que se dejaba llevar por el vizconde rubio de los desafíos.
El autor es siquiatra
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