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Fauna urbana

Lo primero que se necesita saber para circular en Managua es que existen ciertos códigos que hay que entenderlos al revés. En los carriles de avance rápido viajan los carros más lentos, si va a cambiar de carril no ponga “pide vía” porque no lo dejarán entrar (es mejor hacerlo al descuido, me decía un viejo chofer) y el semáforo en verde no siempre significa que los carros que lo tienen en rojo ya dejaron de circular, entre otros muchos más contrasentidos que hacen la movilización una carrera de sobrevivencia.

Esta crónica la he escrito mil veces en mi mente. Salgo de la casa, todavía con el pelo húmedo, siempre corriendo, con esa actitud del conejo en Alicia en el país de las maravillas , que mira constantemente el reloj: “¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Qué tarde voy a llegar!”. ¿En qué momento los días se hicieron más cortos? Tal vez el eje de la Tierra se movió sin que los científicos se percataran y ahora los días tienen menos de 24 horas, o a lo mejor son las mismas 24 horas pero con menos minutos, o tal vez los minutos son más cortos. ¡Qué sé yo! El asunto es que ahora uno tiene que estar corriendo de un lado a otro, y, aunque no tengamos nada urgente que hacer, vamos por la vida con esa sensación de retraso que se nos instaló para siempre: “¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Qué tarde voy a llegar!”.

Lo primero que se necesita saber para circular en Managua es que existen ciertos códigos que hay que entenderlos al revés. En los carriles de avance rápido viajan los carros más lentos, si va a cambiar de carril no ponga “pide vía” porque no lo dejarán entrar (es mejor hacerlo al descuido, me decía un viejo chofer) y el semáforo en verde no siempre significa que los carros que lo tienen en rojo ya dejaron de circular, entre otros muchos más contrasentidos que hacen la movilización una carrera de sobrevivencia.

Nomás he recorrido tres cuadras de mi casa cuando la tranquilidad de las calles se termina. Comienzan los pitazos, las filas y los malabares en unas calles que cada vez resultan más pequeñas para la cantidad de carros que circulan en Managua. Imagínese, el parque vehicular de Managua sobrepasa los 200 mil vehículos y otros 70 mil entran diariamente por las carreteras de Masaya, Norte y León, y juntos alimentan aquellas filas de carros que culebrean desesperadas en semáforos, rotondas o, peor aún, en un inesperado “plantón” o por las intempestivas reparaciones que realiza la Alcaldía, que como esta mañana, amanecieron como hongos en la pista Juan Pablo II sin preocuparse de avisar para dónde cogerá el endemoniado tráfico de esa hora, donde cada uno de los conductores manifiesta su cólera con largos pitazos, y con seguridad todos piensan igual que yo: “¡Dios mío! ¡Qué tarde!” La culebra comienza a enroscarse buscando una salida de la trampa en que cayó. Avanza pulgada a pulgada.

Decido buscar una vía más larga para llegar a mi trabajo, con la esperanza de encuentrar menos obstáculos. Trato de tomarme las cosas con calma y repasar, como si la estudiara, la fauna urbana de Managua, de la cual yo apenas soy un espécimen más.

El taxista. Lo primero que hay que entender de este personaje es que la ciudad es su oficina y por lo tanto se siente dueño de las calles. El resto somos intrusos. Del tal forma que circula por las calles aplicando un doble rasero: para él son los derechos y para el resto las obligaciones. Por ejemplo, un taxista se parará en plena vía y regateará tranquilamente con el pasajero, sin importarle todo el tráfico que detenga, ni el clamor de pitos que despierte.

—¡No ves que estoy trabajando!— reacciona enojado un muchacho pelo chirizo, que saca su cabeza por la ventana ante el concierto de pitazos con que le reclama la fila de carros. La mano fuera de un taxista es casi una amenaza pública. Le da derecho a todo, según sus particulares códigos. Es como el animal salvaje marcando su territorio con orina. Voy en este carril, pero llevo reservado el otro, y en cualquier momento puedo dar, incluso, una vuelta en “U” si necesito. Basta que abra su mano y estire horizontalmente su brazo para que aparte el tráfico como Moisés apartó las aguas del Mar Rojo.

El otro gran espécimen de la selva urbana es el peatón. El eslabón más débil de la cadena. Y el más numeroso. Quienes andamos en vehículos tenemos la obligación de proteger, aún contra lo que dicte la educación vial, al peatón, en una ciudad que le ha dado la espalda para que sobreviva a como pueda. Managua carece de aceras para peatones, mucho menos de calles peatonales, ciclovías o cosas parecidas. Los semáforos peatonales aparecieron como una rareza a la que todavía no se acostumbran a usar los peatones que cruzan las pistas como venados asustados, esquivando carros, o se les ve indecisos en la raya amarilla esperando que algún buen samaritano se detenga y con un gesto les indique que crucen, lo cual no siempre es una buena idea. ¿Cuántos peatones han muerto sobre el asfalto confiados en un conductor cortés sin percatarse que tras él viene un bólido?

Tomo la Carretera Norte, y ya estoy empezando a agarrar viaje cuando me detiene el semáforo peatonal frente al colegio Loyola. Una ancianita cruza curcucha, con pasitos cortos pero rápidos cargando todos sus años. Uno quiere gritarle que se tome todo el tiempo el mundo. Entre los peatones hay de todos. Está el que pasa como pidiendo permiso, como la ancianita; la chavala de minifalda o pantalón apretado que se mete a la pista con la seguridad que le dan sus dos hermosas piernas o aquel otro que cruza peleando con los carros que vienen sobre él.

Y en la medida que uno va avanzado es imposible no encontrarse con los otros personajes: los buseros, mastodontes dueños absolutos de las calles, y los motociclistas, que tienen sus particularidades propias: desde el temerario delivery hasta el “perico” que acaba de cambiar su bicicleta por una moto china.

Así va uno, capeando buseros, esquivando motociclistas, dejando que los taxistas se metan sin hacer fila en los embotellamientos, evitando policías, a la defensiva a veces o luchando contra todos estos especímenes que pueblan la calle. Sin pedir ni dar cuartel o siendo cortés con todos, convencido que la cortesía tiene la virtud de reproducirse. Debería ser cortés siempre, pero tengo que reconocerlo, dependerá de mi estado de ánimo, y de cuanto caso le haga a esa vocecita que durante todo el trayecto azota mi conciencia: “¡Dios mío! ¡ Qué tarde voy! b

La Prensa Domingo

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