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Arte, cultura y política

Alejandro Serrano Caldera
Jurista, filósofo y escritor nicaragüense

El mes de marzo y comienzos de abril en Nicaragua, y particularmente en Managua, se ha caracterizado, esta vez, por la intensa actividad política y la no menos intensa actividad cultural y artística. Dos expresiones del quehacer humano que si bien no son excluyentes bajo ningún punto de vista, su campo de acción y particular naturaleza, sin embargo, no son próximos sino con frecuencia lejanos.

El país ha estado sumergido en la controversia política, la discusión sobre la inconstitucionalidad de la candidatura del actual presidente de la República, la inscripción de los partidos políticos y sus respectivas fórmulas presidenciales, las marchas de la ciudadanía para expresar su protesta por la referida inconstitucionalidad y la reiterada violación de la Constitución y las leyes de parte del Gobierno, y por las contramarchas programadas por el FSLN para impedir a la sociedad civil expresar sus puntos de vista.

Al mismo tiempo, principalmente en la capital, el interés de la ciudadanía ha sido captado también de manera significativa, por el quehacer cultural y artístico, exposiciones de pintura, concursos de fotografía, conciertos, teatro, recitales de poesía, lectura de cuentos, presentación de libros, foros debates con los jóvenes sobre la cultura, celebraciones, la mayoría de ellas, en homenaje a la mujer con relevante participación femenina, entre otras actividades.

Ante una expresión tan sostenida de la sensibilidad nicaragüense, quisiera en esta ocasión dedicar mi artículo quincenal a una breve reflexión sobre el arte y la cultura, principalmente a través de la poesía, la pintura y la música, cuya presencia en estos días y desde diferentes ángulos ha sido, como ya lo hemos dicho, de notable significación.

Quizá sea el arte el único espacio ético y estético en el que la utopía es posible y en donde se realiza con mayor plenitud el ser. Por él, el ser humano sobrevive a los límites que impone la realidad, porque el arte no es solo reflejo de ella, ni mera evasión hacia mundos ficticios, sino su propia trascendencia desde la sensibilidad del artista que crea y del sujeto que percibe, para entrever el mundo que la realidad oculta.

El arte es profundidad ética y metafísica, trama y drama de la existencia, dardo clavado en la raíz del ser para expresar su angustia o felicidad, su desesperanza o recóndita ilusión.

En todo caso, admirable es que sobreviva entre la violencia, la confrontación y la arbitrariedad, como testimonio de los anhelos del ser humano en medio de sus propias posibilidades y limitaciones.

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La poesía es una estrella que brilla en el cielo del mundo. El poeta es el profeta que en su canto anticipa la visión de una realidad posible y deseable, tanto desde la estrella solitaria como desde las raíces de su tierra y de su pueblo en donde un día hundirá su propio corazón. La esperanza sobrevivirá al desencanto y a la certeza de los límites en los que se disuelve el futuro, mientras —como dijo Pushkin— “bajo la luna quede al menos un poeta”.

En la pintura la acción transformadora y trascendente del arte reviste su particular exigencia por la necesidad más directa de integrar visualmente el sentimiento a la realidad, el alma del artista al paisaje y por ser la vista el sentido que, quizás, más directamente nos comunica con la existencia circundante. Hay una pintura que frecuentemente tengo presente; en ella la noche es tan hermosa que el cielo y la tierra parecen estar hechos de una misma trama, como si las rosas estuvieran floreciendo en el cielo y las estrellas se hubieran caído sobre la copa de los árboles.

La música es quizás el arte absoluto. Una profunda pasión intersubjetiva que se expresa en el sonido y toma forma en la estructura racional de la composición, del arreglo instrumental y de la orquesta. Es la sensibilidad suprema que percibo en el último movimiento de la Novena Sinfonía de Beethoven, en la melodía central de los violoncelos, en la fuerza formidable de los metales, en el redoble de los timbales, y sobre todo en los coros que hacen del sonido y las voces la inmensa luz de la felicidad.

Los seres humanos, creyentes o no, esperan siempre en lo profundo de su propia subjetividad y de su conciencia. Muchedumbre solitaria de soñadores que se debate entre la necesidad de existir y la dificultad de ser, entre el mundo que es y el que quisiera que fuese; y ese es el origen y la esencia del arte por el que nos damos el mundo que la realidad nos niega.

Porque el arte, como lo hemos escrito en otras ocasiones, pensamos que no es solo reflejo del mundo exterior, pues es siempre distinto a él pero sin dejar de ser él mismo. Es la realidad que se trasciende y crea desde la subjetividad del artista, la circunstancia objetiva y sensorial más los sueños y las perspectivas múltiples, la del artista que crea y transmite en su creación y la del sujeto confrontado a la obra de arte que al integrarla a su propia subjetividad deviene también creador.

Por eso el arte multiplica, no tanto la realidad pues no es un mero reproductor de ella, como las posibilidades implícitas o explícitas que contiene y que hacen que devenga dúctil, moldeable y multiforme ante las numerosas alternativas que lo conforman; es aquella actividad que hace de la sensibilidad parte del mundo real tal como los sueños lo son de la vida misma.

Por supuesto, demás está decirlo, lo expresado no es más que una apreciación muy personal sobre el arte en general y algunas de sus expresiones en particular, pero en todo caso creo necesaria su búsqueda principalmente en estos momentos de pasión política y de confrontación, no para evadir el mundo real en el que estamos, y ante el cual debemos tomar nuestras propias decisiones y adoptar las posiciones que ética y políticamente nos corresponden, sino para reencontrar la sensibilidad y la belleza que son partes constitutivas de la condición humana.

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