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Pedro Joaquín Chamorro a bordo de su lancha “La Bachi”, en la que es famoso en la Mar Dulce por la realización de salvamentos y ayuda a otras embarcaciones. “Me nombraron Almirante de la Mar Dulce y me siento comprometido porque estar a la deriva puede pasarle a cualquiera”, comenta.

Náufragos

Una noche antes Felipe Brenes Herrera soñó que una de sus lanchas era arrastrada por la corriente y no lograba alcanzarla. Durante la mañana del viernes 22 de marzo de 1997 recibió la llamada de un amigo hondureño que pescaba camarones y le dijo que tenía como diez sacos de pescado que sólo le ocupaban lugar, para que los llegara a traer. De paso, le pidió el hondureño que le llevara a su novia y a la novia del Práctico del barco, el segundo después del capitán.

POR MARÍA HAYDEÉ BRENES

Fotos de La Prensa/Manuel Esquivel


Una noche antes Felipe Brenes Herrera soñó que una de sus lanchas era arrastrada por la corriente y no lograba alcanzarla.

Durante la mañana del viernes 22 de marzo de 1997 recibió la llamada de un amigo hondureño que pescaba camarones y le dijo que tenía como diez sacos de pescado que sólo le ocupaban lugar, para que los llegara a traer. De paso, le pidió el hondureño que le llevara a su novia y a la novia del Práctico del barco, el segundo después del capitán.

Alistó todo, un termo sin hielo para que le alcanzaran los diez quintales de pescado, consiguió a otro capitán para que se encargara del bote porque no quería ser él quien estuviese a cargo, solo iba a pasear.

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Buscó a las dos mujeres y, cuando casi zarpaba, un sobrino y un concuño se sumaron al paseo. Su hijo de tres años, al que tenía planeado llevar, fue dejado porque la salida estaba para las cinco de la tarde.

Se encontrarían con el barco camaronero frente a las costas de Poneloya, pero cuando llegaron en la noche no lo encontraron, se quedaron sin gasolina y se orillaron a la playa de Las Peñitas.

El sábado por la mañana se encontraron con don Donald Sampson y él les consiguió cinco galones de combustible para de nuevo entrar al mar a buscar el barco. El oleaje no les permitió avanzar, el capitán entró en pánico ante el oleaje y Felipe, a quien todos conocen como Felipín, comenzó a subir las encrestadas olas.

El mal tiempo pasó pero se quedaron sin gasolina. Aunque tiraron el ancla, la misma no fondeó y quedaron a la deriva.

“No llevábamos nada, es decir no salimos preparados, llevábamos una cajilla de gaseosas, un galón de agua, meneítos y caramelos, porque si los encontrábamos subiríamos al barco, comeríamos y dormiríamos en él y a la mañana siguiente salíamos de nuevo para Corinto. Nunca pensamos que algo así nos pasaría”, recuerda.

La primera noche se la pasaron haciendo bromas sobre lo cobardes que se habían portado ante las olas. Hacía frío pero no tenían baja la moral porque sentían que en cualquier momento los encontrarían.

Al segundo día, a una de las mujeres le llegó el período menstrual y era tanta la confianza de que pronto serían encontrados, que la mujer se lavó la sangre con el agua que tenían.

El tercer día los más jóvenes, su sobrino y concuño comenzaron a remar y al ver que no avanzaban nada, se tiraron al agua a nadar, esa noche el viento comenzó a azotarlos de nuevo.

“No se podía dormir, la lancha se iba de un lado a otro, el vaivén era fuerte, parecía que nos dábamos vuelta y los codos se comenzaron a pelar y moretear por los golpes que recibíamos, fue una noche de llanto, y yo les decía que pronto nos encontrarían”.

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Al día siguiente no tenían ni gota de agua, ni una sola gaseosa. Las mujeres se metieron en el termo para tratar de protegerse del sol, mientras los otros abrían los ojos con ansias para ver un barco al que hacer señas para que les llegara a ayudar.

El quinto día ya los chavalos comenzaron a llorar, estaban afligidos.

“Yo les decía que nos iban a encontrar, pero en el fondo una voz me decía: ¿y si no nos encuentran? Trataba de no perder la fe. Era tanta la sed que por las noches lamíamos la orilla del bote para sentir un poco de agua, pero casi siempre estaba todo salado, hacía mucho frío, estábamos débiles y lo que hice fue que me puse una bolsa en la cabeza y otra en los pies, pero no se podía dormir”, asegura Felipe.

Al séptimo día, aunque no había perdido la conciencia, ya casi no lograba sostener por sí solo la cabeza, la sed lo hizo tomar agua salada y la escupió de inmediato. Las mujeres tenían diarrea por haber tomado agua de mar y los jóvenes las sostenían de los brazos cuando hacían sus necesidades.

“Me acordé que había leído de unos cubanos que se bañaban con el agua de mar y eso les quitaba la sed, así que les dije y ellos me bañaron porque yo no podía ni levantarme, me encontré un caramelo y me lo comí, me supo tan dulce que no quería que se acabara”, afirma.

Al noveno día fue cuando Felipe y sus compañeros de infortunio acordaron que el primero que se muriera sería comido por los otros para que pudiesen vivir.

Las pocas precauciones y la falta de chequeo en los motores son las causas principales de los naufragios, asegura Pedro Joaquín Chamorro Barrios, quien se ha convertido a bordo de su lancha “La Bachi” en el rescatista del Gran Lago de Nicaragua.

Con un diploma que le confiere el cargo honorífico de Almirante de la Mar Dulce otorgado por la Asociación de Navegantes y Pescadores Deportivos del Gran Lago de Nicaragua, Chamorro, que navega desde los 12 años, manifiesta que ha remolcado a muchos botes, lanchas y barquitos, pero que los salvamentos en los que sabe que ha urgido su presencia es en aquellos donde la vida de las personas peligra.

“En un torneo de pesca puedo remolcar al menos a dos lanchas, pero los rescates más difíciles para mí han sido aquellos en los que se vuelcan los botes y hay que actuar con urgencia”, afirma.

El primer rescate de Chamorro Barrios lo realizó en la laguna de Xiloá en el año 1977. Eran dos personas cuyo bote se dio vuelta; el segundo fue en el año 1994 cuando navegaba a la orilla de las costas de Ometepe y le dieron aviso que un joven había sido arrastrado por la corriente en una tabla de surf que habían adaptado para pescar.

“Andaba con mi hijo y recuerdo que le pasamos un mecate con un gancho al muchacho, pero no lo agarró, lo tiramos de nuevo pero se nos fue la punta y él nos lo tiró con tan mala suerte que el gancho metálico le pego en la oreja a mi hijo, rescatamos al muchacho, pero mi hijo estaba con una herida, pero no fue nada grave”, asegura.

El último rescate realizado por Chamorro Barrios fue en el 2007. En ese entonces seis extranjeros fueron arrastrados por la corriente cuando remaban en unos kayaks.

“Los miré de lejos. Me acerqué pero lo más preocupante fue que dos de ellos no estaban dentro del kayaks, estaban muy preocupados. Como “La Bachi” es pequeña, me llevé a cuatro de ellos y los dos kayaks y los remos, después regresé por los otros dos y el francés que alquila los kayaks me siguió a nado para preguntarme cuánto me debía y le dije que solo no se olvidara de mi nombre”, aseguró Chamorro Barrios.

Para Chamorro Barrios el Gran Lago de Nicaragua tiene los mismos retos y dificultades que la navegación marina e incluso retos adicionales como el viento y oleaje constante.

“Mucha gente entra a la Mar Dulce y no la conoce, se confía y si bien a las 24 horas se llega a cualquier orilla arrastrado por la corriente, el peligro latente es que es vuelquen y por el oleaje se ahoguen, así que se tiene que ser muy precavido”, afirma.

Catorce años después del naufragio de Felipe y sus compañeros, el pasado 22 de marzo se dio una alarma entre los pescadores del puerto de Corinto, pues los cuatro tripulantes de la lancha Emmanuel no aparecían.

Los jóvenes Yerri Francisco Zepeda, de 22 años, capitán de la lancha; Tomás Antonio Mayorga, de 23; José Luis Calero, de 24, y Jorge Luis Torrentes, de 25, salieron a las cinco de la mañana y no habían regresado.

“Cuando salimos a tiburonear lo normal es que salimos en la madrugada y a las 3 de la tarde entramos. El motor se nos dañó y nos quedamos en el mar”, dice Yerri.

Pedro Joaquín Chamorro Barrios es una de las personas que mejor conoce y navega por las aguas del Gran Lago de Nicaragua. ”Mucha gente se equivoca porque lo ve calmo, aunque tiene su ventaja porque en 24 horas el viento te lanza a cualquier orilla, pero

Los primeros dos días, recuerda Yerri, pasaron armando y desarmando el motor y nada, estaba pegado. Tenían agua, aunque sabían que pronto los seis galones que cargan para las jornadas de trabajo serían insuficientes.

El tercer día Jorge Luis comenzó a decir que él se saldría a nado, estaba afligido, pero nosotros no lo dejamos que se tirara, era una locura si no sabíamos para dónde había costa. Teníamos la ventaja que el mar estuvo sereno, que no nos agarró una corriente”, señala.

El cuarto día desde que clareó el cielo Yerri comenzó de nuevo a desarmar el motor y les dijo a sus compañeros con quienes empezó a pescar hace más de diez años que ese día saldrían.

“A las 8 de la mañana llegó una lancha a rescatarnos, entramos al mediodía y estaba todo el mundo esperándonos. La Fuerza Naval salió a buscarnos y estuvo a cuatro kilómetros de donde estábamos nosotros, pero no nos vieron. Yo tenía la confianza que nuestro patrón no dejaría de buscarnos y no dejaron de hacerlo, ni él ni los otros pescadores”, asegura Yerri, quien sigue saliendo al mar teniendo como tripulación a Tomás y José Luis porque Jorge Luis abandono el oficio.

Ya sea por necesidad o por placer, los capitanes recomiendan que al momento de subir a una embarcación todos los que navegan en un bote tienen que pensar que quien “conduce” —el capitán— es el que manda dentro del mismo, él ordena la navegación. El que no lo entienda, no puede embarcarse y sus compañeros, si son conscientes, no lo deben dejar adentro del bote.

En segundo lugar, se tiene que verificar si el bote está sin agujeros que los pongan en peligro. “Un bote que hace agua se hunde más rápido”.

Deben siempre asegurarse de que los remos se encuentren en buen estado, llevar herramientas para reparar el motor y, por supuesto, que al menos uno de los que van a bordo sepa de mecánica y pueda repararlo.

Llevar cabo de fondeo, es decir mecates. Lo idóneo y establecido de acuerdo con las normas internacionales de pesca es que los cabos de fondeo midan cuatro veces el largo del bote, sin añadiduras.

También se debe contar con un ancla, no una piedra o un pedazo de metal, nunca deben olvidar llevar un balde, agua, espejos, al menos uno o dos cohetes de luces para ser ubicados en la noche si no se tiene dinero para bengalas, silbatos, matracas y al menos una lámpara de carburo.

“Yo era el que estaba peor”, recuerda Felipe aquel noveno día de naufragio hace 14 años, cuando decidieron que quien muriera primero serviría de alimento para los demás. “Y como soy flaco y deshidratado, pues parecía cartón. De todos parecía que el que se moriría primero sería yo. Ni yo me sentía apetecible, pero ese era el trato. Andaba un pez dorado cerca y lo lograron pescar. Solo le di tres mordiscos y no me pasaba, tenía la garganta demasiado seca”.

Felipe está contando esta historia porque en la mañana del onceavo día fueron encontrados por una pareja de pescadores salvadoreños que perdió la ruta mientras colocaban líneas de anzuelos. Costó que se acercaran. Ellos les dieron un trago de agua a cada uno porque solo andaban un galón y en la desesperación por tomar un poco más, uno de ellos cambió su reloj de marca por un vaso de agua.

“Fuimos encontrados en la frontera marina de El Salvador y Guatemala. Los pescadores nos subieron a su bote y dejaron la lancha fondeada. Un señor de un yate nos topó y les prometió pagar lo que necesitáramos a los muchachos salvadoreños cuando le dijeron que éramos náufragos de Nicaragua. Era Viernes Santo y nosotros nos perdimos una semana antes de que comenzara la Semana Santa, pero estábamos vivos”, relata.

En el puesto médico del Tamarindo los seis náufragos fueron trasladados al Triunfo porque dijeron que no se arriesgarían.

“Nos pusieron suero y cuando comí, el doctor dijo: a pues no se muere. Estuve en silla de ruedas unos días y cuando mejoré, fui regresado”, afirma Felipe.

En tierra nadie se preocupó por ellos porque pensaron que llegarían al puerto con el barco, no sacaron el zarpe, un documento extendido por la fuerza naval del Ejército de Nicaragua para todas las embarcaciones, no tenían radio comunicador, no tenían nada.

“Me confié, nunca pensé que me pasaría eso, lo más difícil es estar consiente que te estás muriendo como pendejo de a poquito de sed, de hambre, de insolación y no podés hacer nada más que esperar, es difícil y más con ese sueño que tuve a lo mejor fue un aviso, pero no estaba en la lista de la pelona”, señaló Felipe.

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