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Real Basílica Catedral de la Asunción, orgullo de León

Con motivo del anuncio hecho hoy por la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco) de nominar a la Real Basílica Catedral de la Asunción de León para la Lista del Patrimonio Mundial de Bienes Culturales y Naturales Excepcionales, LA PRENSA republica un reportaje especial que ofrece una visión histórica del mayor templo de Centroamérica, cuya construcción inició en 1747.

Por Jorge Eduardo Arellano y Mario Molina


No es la más antigua iglesia de la época colonial en Nicaragua, pues la parroquia de San Juan Bautista de Sutiaba fue construida entre 1698 y 1705 bajo los cuidados especiales de los corregidores Diego Rodríguez Hernández y Bartolomé González Fitoria; pero la Catedral de León es el mayor templo católico del país. Y mucho más.

Ha producido el orgullo catedralicio, primer fenómeno que preside la conciencia leonesa. De manera plena, se hace presente en la Catedral, a la cabeza de sus homólogas en el área centroamericana o, según el español Ernesto, La Orden Miracle, “el monumento más grande construido bajo el sol del trópico en América”.

Para indagar hasta dónde impacta su realidad, yo haría una encuesta preguntando: ¿Qué les pasaría a los leoneses, en el hipotético caso que unos extraterrestres lograran desaparecerla, dejando en su lugar la terrible vaciedad de un hoyo enorme? Sus consecuencias serían, supongo, más que traumáticas y no sólo para ellos. Porque el orgullo de poseer ese magnífico edificio, que se admira desde los cuatro puntos cardinales, trasciende la ciudad y lo asumimos y proclamamos casi todos los demás nicaragüenses.

Así, en sus Reflexiones sobre la historia de Nicaragua (1962), José Coronel Urtecho anotó: “No tenemos derecho a creernos superiores a los que hicieron la ciudad de León y su Catedral”. Esta frase, aunque inscrita en la exégesis colonialista de su autor —granadino para más señas—, resulta categórica por cuanto reconoce el valor arquitectónico de León y de su templo por antonomasia.

Si la ciudad alcanzó su más alto desarrollo cuatro o cinco décadas antes de 1824 —año de su primera destrucción en el siglo XIX—, la Catedral fue bendecida por el obispo Esteban Lorenzo de Tristán, quien había techado sus naves, en 1780. Precisamente otro autor granadino, Pablo Antonio Cuadra, la califica de hermosa y solemne, resaltándola también como máxima herencia colonial al llamarla “piedra imperecedera de la gran diadema de catedrales hispanoamericanas que coronan la gloria católica de esos siglos”.

LA BULA “EQUUN REPUTAMOS”

El cantautor “Tino” López Guerra elogia a León, “perfumada por los pebeteros / de su imponente y antigua Catedral”, por citar dos versos de su corrido. El León de 393 años, cumplidos en el 2003, que tuvo de antecedente remoto la primera concentración urbana fundada por los conquistadores españoles de Nicaragua, junto al poblado indígena de Imabite —muy cerca de la costa noroccidental del lago de Managua—, cuyas primeras viviendas se levantaron con horcones de madera, paredes de caña y techos de paja. Todo un humilde campamento que no se diferenciaba mucho de los ranchos indígenas y que el 4 de marzo de 1531 desde Roma, celebrando Congregación de Cardenales, el Papa Clemente VII ennobleció con el título de Ciudad, “para que se llamase en adelante Ciudad de León; y en ella se erigió e instituyó, para siempre, una Catedral bajo la invocación de la gloriosa Madre de Dios” —transcribimos la bula confirmatoria “Equun Reputamos” del 3 de noviembre de 1534, emitida por Paulo III.

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Con esta partida de nacimiento de su naturaleza catedralicia, León como ciudad española no sólo se incorporaba a la cultura occidental a través de la tradición judeocristiana, sino que se convertía en protagonista de la institucionalización del catolicismo en el Nuevo Mundo. Efectivamente, la bula especifica que la Catedral era “para un obispo, que se intitulase: de León o Legionensi, que la presidiese y procurase hacer e hiciese construir sus edificios y estructuras”. Éstas, como sabemos, fueron seis, cinco antes de la definitiva, iniciada en 1747. Por tanto, nuestra Catedral arquitectónicamente hablando no es tan vetusta.

LAS SEIS CATEDRALES

Lo es más el carácter diocesano de nuestro León: 480 años al 2004: más de cuatro siglos y medio. Porque el primer Obispo, el venerable Diego Álvarez Osorio (1531-36), protector de los indios, levantó la primera Catedral con las paredes de tapias, obras de madera —como el púlpito fabricado por el carpintero Alfonso de Zamora y la Puerta del Perdón— cubriéndola de paja, aunque con cielo raso; de modo que en 1544, cuando tenía campana, su estado era ruinoso. Y la segunda, que al año siguiente comenzó el tercer obispo, fray Antonio de Valdivieso (1543-1550), fue construida de ladrillos y tejas, y era de tres naves de tapia. En 1553 estaba a punto de concluirse, habiendo recibido del rey 500 pesos de oro.

A estas dos catedrales de León Viejo, siguieron cuatro en el nuevo asentamiento, muy cerca del pueblo indígena de Sutiaba. Veamos: la tercera, levantada en los primeros meses de 1610 y de forma improvisada durante el obispado de Pedro de Villarreal (1604-1619); la cuarta, que se erigió cuando regía la diócesis Benito Rodríguez de Baltodano (1621-1629) y fue saqueda e incendiada por los piratas ingleses, al mando de William Dampier, en 1685; y la quinta, construida a finales del siglo XVII cuando era obispo Nicolás Delgado (1687), resultando muy oscura, por lo que fue destruida para dar lugar a la sexta, cuyo cimiento comenzó en el año ya referido de 1747 el obispo Isidro Marín y Figueroa (1744-48).

LA DIOCESIS EN 1824


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En 1751 la principal vivienda de la ciudad era la del obispo, como lo escribió y reconoció uno de ellos: Morel de Santa Cruz. Pero no es nuestro propósito centrarnos en la arquitectura colonial de León, sino en su diócesis. Ésta, al inicio de nuestra vida independiente —en 1824— con exactitud, la integraban 160 eclesiásticos, encabezados por Nicolás García Jerez (1756-1825), último prelado de la dominación española y su acérrimo defensor. De los 160, un total de 57 tenían su domicilio en la ciudad, a saber: 10 diáconos, 7 subdiáconos, 14 menoristas (estudiantes de filosofía) y 8 tonsurados.

Otros, ocupando dignidades y cargos, eran el rector del Seminario don Francisco Mayorga, el catedrático de Cánones —de 62 años—, don Francisco Ayerdi, el de teología don Pascual López de la Plata, el de leyes su hermano Manuel, el de filosofía don José María Guerrero, todos doctores; el preceptor de gramática don Francisco Chavarría, el juez de Capellanías don Pedro Solís, los tenientes curas de las parroquias de Sutiaba, El Laborío, San Felipe y San Juan; el ministro de primeras letras don Darío Herradora, el capellán y ecónomo del hospital don Thomas Montiel, el sacristán mayor don Onofre Oconor, un impedido de la vista don Gregorio Hernández, el colector de fábrica don Justo Quintana, el coadjutor de la iglesia de San Juan don Yndalecio González, tres capellanes de coro y ocho aptos para la administración de los sacramentos.

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Pero no olvidemos que la diócesis de León comprendía las provincias de Nicaragua (incluidas las parroquias de Nicoya y Guanacaste) y Costa Rica, sumando 36 sus curatos, los cuales cubrían una extensión de 210 a 230 leguas, 65 pueblos y 162,260 habitantes. Y que sus prelados gobernaron el territorio vecino durante casi tres siglos y medio, o mejor dicho hasta el 28 de febrero de 1850, cuando fue creada la diócesis de San José. De todos ellos —que fueron 40, si contamos a quienes no tomaron posesión del cargo por diversas razones— tres fueron naturales de Nicaragua, o sea criollos: José Xirón de Alvarado (1719-1724), Juan Carlos de Vílchez y Cabrera (1763-1774) y José Antonio de la Huerta y Caso (1799-1803). El primero y el tercero nacido en León. Y el segundo en Pueblo Nuevo, Las Segovias.

EL ENTIERRO DEL VICARIO DE LA QUADRA


A la muerte de García Jerez en 1925, un criollo de Granada pero formado en la Universidad de León —donde se graduó de bachiller de ambos derechos, enseñando también en sus aulas— administró la diócesis en Sede Vacante, como provisor y vicario general, hasta su fallecimiento en León el 4 de octubre de 1849: Desiderio de la Quadra. Al día siguiente, se escenificó su entierro, descrito por un testigo: el norteamericano Squier, cuyos párrafos traducidos por Luciano Cuadra Vega valen la pena transcribirse por su fidelidad a ese ritual funerario que ha prevalecido entre las costumbres leonesas:

“A la hora de la cita nos encaminamos a la casa del difunto. Era un edificio grande, amueblado con suma sencillez, pues el prelado fue genuino discípulo de Cristo, y por tanto fiel cumplidor de sus votos de pobreza. Todos sus ingresos, excepto una pequeña suma indispensable para sus modestas necesidades, los empleaba en hacer caridades. El patio de la casa rebosaba de gente y los sacerdotes ocupaban la sala en que yacía el cadáver. Ya habían comenzado las honras fúnebres; podíamos oír los cantos y oraciones y ver los cirios encendidos, pero el lugar estaba tan atestado que ni siquiera tratamos de entrar.

A poco se hizo campo para dar paso a los hombres que, precedidos y rodeados de sacerdotes revestidos y la cabeza descubierta, traían los restos mortales. La gente se arrodilló. En la calle esperaba una carroza fúnebre en la que colocaron el cadáver que llevaba sus vestiduras de vicario.

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Allí le cantaron de nuevo y, al terminar, la carroza, rodeada por todos los sacerdotes y precedida por el coche eclesiástico vacío, partió hacia la Catedral. Seguían todos los funcionarios oficiales, y detrás gran número de los principales ciudadanos llevando velas encendidas; en pos marchaba la concurrencia en general, moviéndose sin orden, pero silenciosa y solemnemente. El acompañamiento paró en todas las esquinas, de la carroza, repartían en voz baja una oración e hisopeaban con agua bendita el cadáver y el suelo”.

He ahí toda una genuina manifestación del carácter diocesano de la ciudad, propicia a la música sacra, a la práctica cristiana y al encomio versificador. En efecto, una misa de réquiem tuvo lugar en el sagrado recinto catedralicio con toda solemnidad. De la Quadra sólo dejó de propiedades “una humilde casa de habitación que poseía antes de ser vicario, una mediana librería que usaba para el desempeño de su ministerio y unas pocas reses que quizás cuesta más el trabajo de cuidarlas, que la utilidad que de ellas proviene, y que hablando en nuestros propios términos merecen mejor el nombre de chacra que de hato” —aseguró Remigio Salazar, presbítero deán, en el panegírico de rigor —otra herencia diocesana— difundido en la imprenta Minerva de León, bajo el encabezado de Oración fúnebre. En ese folleto, como era de esperarse, se incluyeron siete de los numerosos epitafios y misceláneas en verso que produjo la muerte del vicario.

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Otros cinco obispos rigieron la diócesis de León de Nicaragua antes de su división y de la creación de la arquidiócesis de Managua, de la de Granada y la del vicariato apostólico de Bluefields, en 1913. Enumerémoslos: el salvadoreño Jorge Viteri y Ungo (1850-1853), el guatemalteco Bernardo Piñol y Aycinema (1854-1868) y los nicaragüenses Manuel Ulloa y Calvo (1868-1879), Francisco Ulloa y Larios (1880-1902) y Simeón Pereira y Castellón (1902-1913). De manera que éste fue el último jefe del obispado que territorialmente abarcaba toda Nicaragua y el primero de la nueva y reducida diócesis de León, gobernada por él hasta su muerte en 1921. En otras palabras, Pereira y Castellón llevó el báculo episcopal durante diecisiete años, cuatro más que García Jerez a principios del siglo XIX.

Mas no es nuestro objetivo confeccionar un episcopologio —ya lo elaboró Edgar Zúñiga—, sino establecer la tradición diocesana como propulsora de la cultura católica de León. Ni tampoco describir la Catedral —ya Julio Valle Castillo le consagró una excelente monografía—, sino reafirmar que constituye el punto de referencia central de la ciudad: inconfundible —ha dicho Alberto Icaza—, inolvidable e insustituible.

Esto explica que la gente de escasos recursos —la de los barrios periféricos como El Coyolar— pasen ahorrando dinero todo el año para pagar la misa que el obispo oficia y testifica la ceremonia matrimonial de varias parejas pobres.

DESCRIPCION BREVISIMA

Magna herencia arquitectónica de la dominación española, sus dimensiones son considerables: ocupa una manzana entera de forma rectangular.

Su frontis —primero barroco y luego intervenido con elementos neoclásicos— es pesado, aunque se afina con los remates de las dos torres, anchas y chatas, que miden una treintena de metros cada una. Si la de la izquierda sirve de campanario la de la derecha ostenta el reloj.

La Catedral tiene cinco naves sostenidas por 24 pilastras, siendo más elevadas las de en medio, en cuyo extremo oriental se eleva la hermosa cúpula.

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Sus paredes, de solidez insuperable, son de cal y canto (piedra) y en la base se hallan galerías subterráneas con techos en forma de bóvedas del mismo material que el resto del templo, las cuales sirvieron durante varios siglos de cementerio.

En su exterior, posee elementos barrocos como la pequeña puerta real que se conserva en la parte trasera, ofreciendo un arco conopial despuntado y un par de ornamentales soldados de estuco a sus lados.

La capilla del sagrario, levantada al final del atrio lateral derecho, es también barroca. Primero se erigió a la parte derecha de la fachada, de acuerdo con el proyecto original; pero en 1804, bajo la administración del deán Juan Francisco Vílchez, fue volada y demolida, construyendo la nueva y actual el obispo fray José Antonio de la Huerta y Caso. Éste colocó sobre el arco de la puerta una custodia labrada ricamente con la siguiente leyenda: “Alabado sea el Santísimo Sacramento del Altar”, aparte de la imagen del Buen Pastor y el monograma de la Virgen María.

La sexta Catedral de León, como se indicó, fue construida inicialmente en 1747, de acuerdo con los planos del guatemalteco Diego de Porres, realizados por el lego franciscano fray Francisco Gutiérrez, procedente también de Guatemala. Gobernaba entonces la diócesis de Nicaragua el obispo Isidro Marín y Figueroa.

Otro prelado, el nicaragüense Juan Carlos Vílchez y Cabrera, continuó la “fabrica” notablemente, gastando de su peculio más de diez mil pesos. Luego el obispo Esteban Lorenzo de Tristán, además de techar las naves como dijimos erigió la cúpula del crucero y las linternillas sobre las naves laterales; además, bendijo la Catedral —aún no concluida— en 1780.

Las torres y el frontispicio fueron obras del obispo Nicolás García Jerez (1814-1825). En fin, este monumento grandioso se admira desde los cuatro puntos cardinales, similar a una mole volcánica —como si brotara de la tierra— según la hiperbólica comparación del maestro Juan B. Cuadra.

LA TUMBA DE DARIO Y SU DEFENSA

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Dentro de la Catedral, se encuentra un monumento modesto, pero muy significativo: la tumba de Rubén Darío, a la derecha de su nave central y bajo la estatua de San Pablo, ejecutada por el maestro Jorge Navas Cordonero (1874-1968), quien se inspiró en un modelo: el león del monumento levantado en Lucerna, Suiza, en memoria de los caídos de la Guardia Suiza defendiendo a Luis XVI ante el ataque de los revolucionarios; obra de los escultores daneses Bertel Thorvaldsen y Lucas Ahorn, fue concluida en 1792.

La tumba consiste en “un león de cemento de mal gusto” —afirmó Ernesto Cardenal en su exégesis de la Oda a Rubén Darío de José Coronel Urtecho, escrita en 1925, cuando el vanguardista granadino reaccionaba contra la sacralización provinciana del gran poeta y la desgastada retórica mantenida por sus imitadores. Más implacables fueron Federico García Lorca y Pablo Neruda en su discurso “al alimón” que le dedicaron a Rubén en El Sol de Madrid en 1934. Si el primero lo llamó “espantoso león de marmolina”, el segundo “un león de botica”. Y no sólo celebridades, sino personas grises o comunes se han mostrado indiferentes ante esa escultura funeraria. Por ejemplo, el sudamericano Joaquín Torres en su Viaje por América (1958) afirma que “no tiene nada de particular”.

Y a ninguno les asiste la razón. Porque debemos reconocer que la tumba, el monumento nacional más representativo de Nicaragua, es fiel al espíritu leonés de la época, pese a ser una adaptación reducida de un modelo neoclásico europeo: parece llorar por la muerte del poeta. Además, es uno de los pocos monumentos del mundo al alcance de la mano y, de acuerdo con Alberto Ycaza, representa nada menos que una metáfora de la civilización. Ycaza observa que los restos mortales de Rubén están custodiados por un pacífico león blanco en permanente estado de reposo. Basta imaginarse —razona—que al salir de la selva y entrar a la Catedral, el león blanco pierde su naturaleza salvaje que le obliga a matar para vivir. Y lógicamente se interroga: “Pero ¿no es acaso en él que (su escultor) expresa la cultura en las civilizaciones en donde se confirma la salida del ser humano de la selva?”.

DARIO Y EL MAESTRO NAVAS: UN LEON DOLIENTE

Resulta interesante, para comprender su toque y su metáfora, la incidental relación del Darío agónico con el escultor granadino, de 42 años, que era en 1916 el maestro Navas, quien le confió a su hermano Juan M. Navas y Barraza lo siguiente: “Cuando Rubén Darío llegó enfermo a León, monseñor (Simeón) Pereira lo visitó inmediatamente. Luego me ordenó que todos los días muy temprano fuera a visitar al poeta y que lo tuviera informado del estado de su salud. Así es que todos los días, antes de comenzar mi trabajo, iba a saludar al poeta y a preguntarle cómo había amanecido, para luego informar a Monseñor. Darío me trataba con especial cariño y amistad; siempre me detenía más de la cuenta y al final me decía: Sigo lo mismo, así dígale a Monseñor, pero en cierta ocasión noté cierta alteración en su rostro y su contestación fue: sigo mal porque mi dieta de vida es el licor y aquí la dieta que recibo es de muerte.

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A continuación me pidió que le llevara escondida una botellita de aguardiente. Todo se lo conté, al Señor Obispo. Muy bien me respondió, mañana le va a llevar el licor que lo va a curar. Puso en una botella que había contenido agua de florida, después de lavarla muy bien, una buena dosis de agua bendita traída de la gruta de Lourdes, Francia, a la cual agregó un poco de licor para que tuviera algo de olor. Al día siguiente se la llevé al poeta, quien después de probarla me la arrojó en la cara diciéndome que yo también lo quería envenenar. Monseñor le aclaró la situación, pero él rehusó tomar el agua de Lourdes.

Más tarde Darío se veía más sereno. En cierta ocasión me llamó a su lado y me preguntó:

—Maestro, si yo muero ¿qué pondría

usted sobre mi tumba? Le contesté:

Un león doliente. Él me dijo:

—¿Entonces debo encomendarme a San León? Mi respuesta fue:

No, es tu pueblo querido, tu León que por siempre te llorará.

Le cumplí mi palabra. El león llora con una garra sobre el arpa y con otra sostiene un ramo de laurel.

EL MEDALLON DE MONSEÑOR PEREIRA


Aparte de este monumento digno de nuestro mayor héroe cultural, y de otra tumba, la de monseñor Pereira y Castellón, el escultor granadino quiso rendir homenaje al mismo obispo, su protector, como una manera de prennizar su gratitud y cariño. Decidió hacerlo sorpresivamente en el alto relieve “Jesús entre los doctores” de la nave de Guadalupe en la Catedral: a un lado del cuadro colocó a monseñor Pereira observando la escena.

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La similitud era tan notable que cuando el prelado vio el medallón, inmediatamente se reconoció e interrogó, muy serio, al artista: ¿Por qué no me consultó antes de meterme en ese medallón? Muy turbado, Navas Cordonero le respondió: Señor, porque era una sorpresa. Déjeme expresar también mis sentimientos, ya que continuamente expreso los de usted. Y continuó diciendo: Como alto dignatario de la Iglesia, como Obispo de Nicaragua, con sede en esta Catedral, bien merece usted ese honor. El obispo miró el medallón de nuevo, se tocó su abultado vientre y replicó: El pueblo me va a irrespetar a mí y a la Iglesia cuando diga: ¿Qué papel desempeña allí ese cura panzón? Se van a burlar de mí y con razón. No te digo que me quités porque me vas a hacer lo que al Papa Julio II le hizo a Miguel Ángel: me sacás de allí y me metés al infierno. Así fue conservado el medallón en su forma original.

Además de la anterior obra, Navas Cordonero —como es sabido— ejecutó la tumba del propio monseñor Pereira tras su fallecimiento en 1921, bajo la estatua de San Pedro, a mano izquierda de la nave central. Con las estatuas de los otros diez apóstoles en cada columna de la misma nave, el obispo convirtió el interior del templo barroco colonial centroamericano en otro estilo romano. Tal fue la crítica que le hicieron distinguidos ciudadanos leoneses como el doctor Arturo Aguilar, historiador de la diócesis de León.

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Pero el principal elemento de dicha crítica consistió en la colocación de los atlantes y de los entablamentos que unieron las torres con el cuerpo principal de la fachada. Esto perjudicó la estabilidad de las mismas, a causa de la alta sismicidad de la zona; de manera que constituyó para la tradición del clero leonés lo que el padre Félix Pereira, hermano del prelado, cuando pasaba por la Catedral y veía a los atlantes, exclamaba: ¡Pecado mortal de Simeón! Monseñor Pereira mandó también colocar los leones en el atrio, la estatua de la Inmaculada coronando el cuerpo principal del frontis, engalanó el baptisterio y ordenó al mismo escultor granadino otros trabajos que adornaron la Catedral.  Igualmente, encargó la construcción del altar mayor al arquitecto Francisco Mateo Lacayo, su diseñador, ejecutándolo el maestro Rafael Ayestas.

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