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Y ahora, ¿qué?

Voy sentada sobre un moño de leña. Cara triste, bolsas vacías. Su pistola me amenaza, yo, que alguna vez soñé en ser libre. Maneja la carreta, arrea los bueyes, les pega con la coyunda. A pie, mi hija mayor nos acompaña. No sabe todavía leer. Su padre no quiere que le enseñe. Dice que no será como yo, que por andar con los libros, no aprendí a echar bien las tortillas. Por esa razón me pegó hoy y por esa misma razón voy montada en la carreta camino al hospital. Tal vez este otro niño se me viene antes; no creo que me aguante otro día más.

Por Ángela Saballos

Voy sentada sobre un moño de leña. Cara triste, bolsas vacías. Su pistola me amenaza, yo, que alguna vez soñé en ser libre. Maneja la carreta, arrea los bueyes, les pega con la coyunda. A pie, mi hija mayor nos acompaña. No sabe todavía leer. Su padre no quiere que le enseñe. Dice que no será como yo, que por andar con los libros, no aprendí a echar bien las tortillas. Por esa razón me pegó hoy y por esa misma razón voy montada en la carreta camino al hospital. Tal vez este otro niño se me viene antes; no creo que me aguante otro día más.

¡Si alguien me hubiera dicho que esto me iba a pasar! No lo imaginé nunca. Él era galán y atrevido. Dicen que yo era bonita y mojigata. Era tímida, es cierto. Tal vez por eso me enamoré de su fuerza. Yo la maestra de escuela, él, el campisto de la hacienda.

El patrón el otro día estuvo revisando mis libros. “Marx, Lenin, Vargas Llosa, Carlos Fuentes, me da frío de solo verlos”, dijo. A mí me dio terror que me los mandara a quemar. Pero no. Solo los vio.

Estoy cansada. Voy perdiendo sangre y el sol está muy fuerte, pero por lo menos lavé la ropa de todos. Somos muchos ya y él no me deja cuidarme, dice que hay que tener todos los hijos que se pueda. Ya dije que cuando salga de éste, me pongo algo sin que él lo sepa. Ya no puedo más. Estoy cansada.

 

Ahora no sé,

ni quien,

soy.

 

1999

VIGÍA

La mujer dio la vuelta. Había llegado al final de su recorrido y decidió regresar a su punto de partida. Mientras paseaba al frente de la playa con su pana de pescados, no quitaba los ojos del barco que anclaba a lo lejos. De vez en cuando se detenía, revisaba su mercancía y continuaba caminando.

Era ya jueves por la mañana, y si no fuera por esa pareja que no dejaba de besarse, habría poco en qué distraerse. El martes que llegaron fueron directo a sentarse sobre la arena. En un momento dado ella creyó que la conocían y que estaban en su misma tarea, luego pensó que solo estaban absortos el uno en el otro.

“Está bien que estén enamorados porque así compran cualquier cosa sin chistar y no se fijan en nadie más”, pensó la mujer mientras continuaba su caminata. Era morena y atractiva, pero tan furtiva, que su rostro se desvanecía rápido al tratar de recordarse.

El vendedor pasó cerca de ella. Había estado aquí todos estos días y ahora se acercaba a la pareja. Escuchó que les volvía a ofrecer la compra de la playa que ya les había vendido desde el martes. Se rió sola. Bueno, ahora sí tendría compradores porque empezaba a poblarse el espacio, con más veraneantes que habían llegado.

Hoy hacía luna llena. Esta noche los pescadores irían otra vez a buscar huevos de tortuga y ella podría ver cuál era el suyo. Por el momento, esperaba ansiosa. Podría ser ése, o aquel otro. Podría ser éste que atendía presto a esa graciosa señora que le coqueteaba inclemente a ese gringo ya mayor, pero aún apuesto.

Podría inclusive ser ese hombre moreno y barbado que embebía su mirada en la blancura de esa extranjera. ¿O ella? ¿Quién era esta vez? ¿Ese hombre que parecía policía y se veía de lejos? ¿O esa china vestida de verde limón?

Pero fue el vendedor de playa el que se acercó. Rojo de tez, rugoso, jadeando al aproximársele, puso a su lado la negra valija, recogió su sobre con dinero que ella había puesto al lado de su pana de pescados, y se marchó. Al fondo, en el mar, los barcos continuaban anclados. El sol empezó a caer. Ella se levantó de prisa y se perdió de vista.

 

Agosto, 1998

EL RETRATO

Los estás mirando a través de la hendija que deja la puerta entreabierta. Han entrado al cuarto mientras vos los buscabas por la casa. Los has encontrado, a fin, y ellos no te escuchan; se miran el uno al otro ensimismados; no hay nada más que les importe. Vos has dejado de llamarlos. No has visto nada más que esa idílica descripción previa, pero sabés que es el preludio de algo que dura horas y sucede sin tomarte en cuenta. Pero te gustan. Querés oírlos y olerlos porque siempre huelen a mar aunque estén fuera del mismo, aunque no hayan entrado a las aguas, aunque solamente retocen en ese cuarto y salgan luego a acostarse en la arena.

Anteayer viste a esa pareja en la playa y la has seguido durante dos días. Le has regalado unas conchitas rosadas a ella y ella te ha regalado su comida. Te ha gustado su sonrisa dorada y su pelo transparente, pero no comprendés cómo ella sonríe tanto con los cuentos de ese hombre.

Ya sabés leer, por eso escribís en la arena y luego borrás, temerosa que alguien conozca tu secreto. Solo vos sabés que ese hombre va a morir pronto. Lo has soñado una y otra vez, pero es difícil que alguien crea el cuento de una niña como vos. La voz de tu hermano invade la casa, te llama. Presurosa acudís a él y pensás contarle el problema, pero preferís enseñarle tu dedo herido; él quiere mostrarte el castillo de arena que por fin logró construir sin que el mar lo derrumbara.

En tu sueño, ese hombre y esa mujer son los mismos y ya no son, porque él se muere y porque ella se transforma. Pero vos no podés avisarles. Nunca salen del cuarto. ” !Ya no salieron nunca! !Ya me voy! !Ahí que se mueran!”, decís y empezás a caminar, con tu hermano, hacia el mar. Estás ausente del juego y no podés entrar. Es un misterio que te incomoda, porque escuchás sus risas y sus sonidos que son iguales a los que alguna vez escuchaste de tu madre.

Habías aguardado escondida, debajo del escritorio, y esperabas la voz de tu madre llamándote, la seda de su ropa, su olor a canela. Sabés que siempre va a encontrarte porque conoce todos tus escondites en la casa, y allá, en el jardín. Ahí te metés bajo el palo de limón donde su mano no entra porque la espinan sus ramas, pero tus oídos gozan porque te busca y eso te hace existir ante ella.

Pero anoche, aún en tu casa, te costó dormirte. Te da miedo tu pesadilla del hombre muerto. Tu mamá se levantó varias veces para abrazarte y quitarte el susto con un vaso de leche. Hoy fuiste a rezarle a la Virgen. Le pediste que la mujer rubia no muriera, que en todo caso, se muriera él, por feo. Ahora temblás porque lo estás viendo tendido en la playa. Muerto como lo deseaste y lo soñaste. Muerto. Es el mismo hombre del retrato que tu madre guarda en el desván. Ella y él de perfil iniciando el viaje hacia un beso.

 

Agosto, 1998.-

 

DE CRISTO, DE PSIQUIATRA Y DE LA CARTOMANCIA

Fui a la Sangre de Cristo y le puse tres candelas, porque me leyeron las cartas y todo se veía bien, pero hablé con el psiquiatra de mi exmarido y me dijo que si me volvía a llamar, que le colgara, que no le hiciera caso cuando me dijera que me amaba. Que si me decía que se suicidaba porque yo no regresaba con él, que le respondiera que se suicidara si quería.

Yo le había contado que se me salieron las lágrimas cuando me llamó mi ex, porque vos sabés que lo he querido mucho y de viaje sentí, cuando lo oí, que había un hilito sin romperse entre él y yo… Pero bueno, cuando le conversé al doctor de este otro hombre que me llama mucho, ¿sabés que me dijo? Que ese hombre tenía tanta plata y poder que podía andar con la Marilyn Monroe en la cúspide de su fama. Me contó que tenía aviones y una azafata veintiañera para cada día.

Yo no sé si este psiquiatra alguna vez terminó su carrera, porque indudablemente no sabe tratar a la gente, trató de machacarme el ego, y no sé si estaba esperando que llorara. ¡Ah! Pero yo me lo amontoné. No me quedé callada. Le dije lo poco profesional que me parecía y le añadí que yo tranquila, que la suerte de las feas las bonitas la desean, que se acordara del Príncipe Carlos de Inglaterra que prefirió a la fea Camila que a la bella Diana, que yo era una persona llena de vida y fuerza.

Porque vos sabés que es cierto. Yo llevo mi vida con alegría. Entonces él se me acobardó y como para dorar la píldora me dijo que bueno, que él me aconsejaba como amigo mío que era, que ese dinero lo hacía peligroso a ese hombre poderoso, y que hubiera querido ser como él con esa economía sólida, con ese gran éxito con las mujeres. Luego agregó que él estaba con su esposa porque tenía que estar. Te juro que me dio pesar. Me asomé a la dimensión desconocida de los hombres que de chiquitos se echan para ver quién orina más largo y de grandes a ver quién tiene la cartera más llena de plata.

 

Septiembre, 1989.

 

La Prensa Literaria Cuento archivo

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