“Os daré mozos por jefes y chiquillos os dominarán”, advirtió Isaías en nombre de Dios, al pueblo de Israel. Era una profecía tremenda, pues una de las peores desgracias que puede sobrevenir a una nación es ser gobernada por dirigentes sin sabiduría. Eso en buena parte aconteció en Nicaragua cuando un grupo de guerrilleros jóvenes, encandilados por una ideología que predicaba que la burguesía y el imperialismo yanqui eran la causa de los males, asumieron el poder el 19 de julio de 1979. En poco tiempo desbarataron la economía y provocaron una guerra tan destructiva como innecesaria.
Hoy día, aún los sandinistas más fervorosos reconocen que la revolución no trajo los frutos esperados. Pero en lugar de asumir su responsabilidad en el marasmo, culpan a la supuesta guerra de agresión que vivió Nicaragua durante los ochenta. Ortega, en particular, ha retomado el tema de los 17,000 millones de dólares que, según él, Estados Unidos debe a Nicaragua en virtud de su participación en el conflicto.
No hay duda que la guerra entre sandinistas y “contras” fue tremendamente destructiva. Pero ¿quiénes fueron sus principales causantes? Desde el punto de vista moral e histórico es importante determinarlo. Hacerlo es difícil pero no imposible, más cuando se cuenta con testimonios de partes involucradas, como el de Sergio Ramírez, miembro entonces de la Junta de Gobierno sandinista, a la par de Ortega.
En su libro Adiós muchachos , Ramírez refiere los esfuerzos de los gobiernos de los presidentes Carter y Reagan por llegar a un entendimiento pacífico con Nicaragua. El primero estiró la mano al recién inaugurado gobierno revolucionario, brindándoles la mayor ayuda financiera de sus casi primeros dos años. Pero al final manifestó su alarma cuando sus servicios de inteligencia descubrieron que Nicaragua estaba armando clandestinamente a las guerrillas salvadoreñas del FMLN, y que aspiraba a extender la revolución a Centroamérica. Continuar en dicha dirección, advirtieron, podría traer graves consecuencias.
Desafiante, el régimen sandinista continuó enviando armas a El Salvador mientras multiplicaba aceleradamente el tamaño y poderío militar de su ejército. El 19 de julio de 1981, en el segundo aniversario de la revolución, los cayuqueros del Golfo de Fonseca que trasladaban armamento al FMLN fueron sentados en la tribuna presidencial, “en homenaje a su arrojo”, recuerda Ramírez.
Tras su elección, Reagan envió a Nicaragua al subsecretario de Estado para Latinoamérica, Thomas Enders, quien llegó el 11 de agosto de 1981. Ramírez fue uno de los sorprendidos por su mensaje: Estados Unidos no tenía objeciones a que Nicaragua desarrollase una revolución a su antojo. Lo único que pedía es que se abstuviese de enviar armas para la guerra contra su gobierno aliado de El Salvador y limitara su carrera armamentista. El llamado cayó de nuevo en oídos sordos. Meses más tarde, convencido de que los sandinistas no desistirían de extender la guerra a Centroamérica, Reagan inició su campaña de respaldo encubierto a “los contras”.
Ramírez vio en este desenlace una especie de fatalidad histórica ideológica. El “yanqui” era el “enemigo de la humanidad”, a quien había que combatir como lo hizo Sandino. Gioconda Belli, lo llegaría a ver como machismo político: “Todos eran jóvenes y querían ser heroicos, e ir contra los Estados Unidos era heroico”. Pero lo que tardaron en ver los inmaduros revolucionarios es que la guerra que se intensificaba no era contra el rubio invasor, sino contra los campesinos de su propio pueblo. ¿Por qué tantos millares de ellos empuñaron las armas?: Precisamente por la arrogancia de quienes ciegos a la realidad, intentaban imponerles una ideología estatizante nefasta, reñida con su idiosincrasia y tradiciones.
El precio de estos desaciertos fue terrible. Parte de él es cuantificable: las pérdidas directas de la guerra, la fuga de inversiones, el capital humano que se perdió con la emigración masiva, los millares de jóvenes que truncaron sus carreras por el servicio militar, y el lucro cesante: lo que el país dejó de percibir y las secuelas que arrastraremos por decenas de años: deuda externa, rezago económico, etc. Pero los costos más importantes de esta matanza innecesaria son inmedibles. ¿Quién puede poner precio a los aproximadamente 30,000 jóvenes, que perecieron? ¿Cómo evaluar el dolor humano y la tragedia que enlutó a millares de hogares, las vidas mutiladas, los sueños destruidos? Estados Unidos supuestamente deben a Nicaragua 17,000 millones. ¿Cuánto le deben Ortega y sus compañeros?
El autor es sociólogo y fue ministro de Educación 1990-1998.
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