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El próximo cuerpo

Hoy el sol y la luna salieron inmediatos, adyacentes. Están mirando más allá del horizonte. Más allá de los olores gastados en la inmensidad de otro cuerpo refugiado en un destino rozado de amaneceres y de pieles calcadas en la humedad de mis ojos.

Por Suad Marcos

Hoy el sol y la luna salieron inmediatos, adyacentes. Están mirando más allá del horizonte. Más allá de los olores gastados en la inmensidad de otro cuerpo refugiado en un destino rozado de amaneceres y de pieles calcadas en la humedad de mis ojos. Más allá de la misteriosa profundidad que llena los cuerpos que salen y entran en mi cuerpo, enlazado a tristes bienvenidas que escondo en palabras, humo, alcohol y risas que se proponen olvidar inevitables amaneceres sin adioses.

Estoy sentada en el bar donde trabaja. Se llama Carlota, o Rhoda, o Yegua alegre.

—Mi mamá también era prostituta. Ya ve, esto es por herencia. Los hombres son unos cerdos. Hace quince años comencé a ganarme la vida con mi cuerpo. Es una vida sin aromas. Ya me di cuenta de que cada movimiento lo he entregado para recordarme que yo tengo mi forma de amar.

Desparramada en alucinadas imágenes, fusión de desahogos, descansos y rebeldías, la escucho y su historia me atrapa.

—Sobrevivo en esta sociedad construida en los rincones de cuerpos vivos. Ayer estaba sentada en una cafetería, sola. Tuve la sensación de haber vivido un sueño. Decidí que la luna me vistiera el alma. Soy una constelación de pequeñas cosas que me mantienen encerrada, ahogada. Siento una gran necesidad de abrazar, de tocar, y que me toquen. Quedar suspendida, eterna. He estado a punto de olvidar quién soy y qué hago. Es como mi castigo sin castigo. Me despierto sin recordar nada. Miro y a mi lado está otro cuerpo, siempre sobre mí. Invariablemente los contemplo. Me gusta verlos desnudos, como troncos de madera fresca. Me escurro hacia cada piel. Todos los días estreno una piel nueva.

A Carlota no le sobran referencias ni símbolos. Trata de salvar lo poco que le queda.

—Siempre miro a la mujer desnuda que soy yo misma. A veces reposando sostenida por la delicia de mis sentidos. Cuando estoy en la cama con alguien necesito imaginar días que no sean como el de ayer, el de hoy o el de mañana.

La Yegua alegre es un santuario de encuentros frecuentes, gozados y olvidados. También es un premio que se despilfarra en los cuartos de los moteles.

—Le decía que ayer estaba sentada en una cafetería, sola, pensando que nunca antes me había fijado de verdad en ningún cuerpo. Pero ayer fue diferente, aquel cuerpo me hizo mil preguntas en una sola noche. Me percaté de que deseaba verme. Me emocioné y me dio vergüenza. Creo que fue porque alguien me miró por primera vez. ¿Y sabe qué es lo peligroso para mi trabajo? Descubrir que quiero querer y ser querida. Me da miedo porque hasta hoy no he pertenecido a nadie. Sigo siendo solamente mía. Pero créame, fue amor lo que sentí ayer. Fui muy feliz. Me introduje en luminosos círculos giratorios. Pero de pronto se acabó. Pagó y se fue.

—No pasó nada. Todo sigue igual. Los hombres. El baile. Hay otros cuerpos en el bar. El ayer comienza a volverse un recuerdo sin recuerdos. Todo comienza y es lo mismo que siempre. Esta es otra noche igual que todas mis noches: sacudo esperanzas sin esperanzas y agito primitivos gozos alrededor de mi íntimo fuego.

Son las ocho de la noche. Suena melodía en la roconola. La Carlota me filtró en sus sueños. Me fui pero no he salido de aquel lugar lleno de mujeres esperando el próximo cuerpo.

Cultura

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