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Cosas que hacer en Managua cuando ya estás muerto

Esa mañana de sábado, Managua amaneció más ardiente que el fuego infernal o era que el desamor había convertido la realidad en una absurda paila caliente en la que todos nos freíamos.

Arquímedes González

Esa mañana de sábado, Managua amaneció más ardiente que el fuego infernal o era que el desamor había convertido la realidad en una absurda paila caliente en la que todos nos freíamos.

Tiré la sábana al suelo y salté de la cama desesperado por el calor. Escuché un pájaro cantar, pero más bien, me pareció que era el sonido de su agonía debido a que se estaba friendo por la alta temperatura.

De inmediato comencé a transpirar. El reloj marcaba las siete y veinte de la mañana. Siete y veinte, siete y veinte. Nada parecía avanzar.

Me asomé a la calle. No había nadie. El sol era un gran plato amarillo que quemaba todo a su alrededor.

Entonces sentí un vacío en mi interior. El vacío que había dejado Estela en mí. Un vacío más inmenso que el universo. Un vacío tan presente como la eternidad. Un vacío tan aplastante como este horrible calor de Managua. Me vi mis manos y las encontré resecas. Me pasé las manos por la cara y las sentí como hojas secas tocando tierra cuarteada por la sequía. La sequía de los besos de Estela.

Fui al espejo. Ahí estaban mis ojos. Unos ojos a punto de llorar. Una boca fruncida. Una cara muerta. Muerta en vida. Me bañé, pero aún así el calor era insoportable. Me vestí sudando. Observé el reloj. Eran las siete y veinte. Siempre las siete y veinte. Tal vez de ahora en adelante serían solo las siete y veinte.

En la carretera pasaban algunos automóviles, claro si hubieran pasado platillos voladores, hubiera considerado que sí me estaba volviendo loco. Los conductores aceleraban de seguro intentando quedar empotrados en alguna pared. Las ramas de los árboles no se movían. No había ni un soplo de viento. Tomé la calle principal y comencé a andar. A los pocos minutos apareció un perro. Era un perro vagabundo. Era flaco, negro y de ojos desconfiados. En cuanto me vio, peló los dientes y gruñó. Yo me quedé observándolo. El animal también. Se podía ver cómo el odio brotaba de sus ojos. Sí, se podía ver que quería morder a cualquiera que se le acercara para después comérselo porque parecía no haber sido alimentado en semanas.

Entonces, avancé. Di dos pasos. El perro ladró y también avanzó dos pasos. Yo no le quitaba los ojos de encima. El perro tampoco estaba dispuesto a dejarse amedrentar.

Fragmento del libro Conduciendo a la salvaje Mercedes que se puede comprar en línea en http://acuario72.bubok.es/.

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