Por Joaquín Absalón Pastora
Carlos Martínez Rivas abría un signo de interrogación cuando definía su asombro ante el refinamiento puesto por Juan Sebastián Bach. Al preguntársele si de él se esperaba una obra maestra, “no, de mí no la tendréis solo de Bach”, respondió categóricamente en un poema que clausuró a la incógnita.
Me explicaba su resolución en un domingo desflorado por la soledad en su casa de Altamira después de haber escuchado el Concierto triple en La Menor para clavecín, flauta y violín. Embebecido por la articulación lograda por los tres instrumentos en la nota contra nota, comentaba la importancia que se daba al clavecín, hasta el extremo de atribuirse su preponderancia con la del piano, razón por la cual podía justificarse la categoría de ser concierto para piano, una traslación feliz y magistral.
Hecha esta remembranza se me vino al presente la puesta en escena de la suite número tres en el concierto de música, iluminado por Santa Cecilia a quien en vez de rezársele se le canta con la oración de la tabla temática, dado el 22 de noviembre en el Teatro Nacional Rubén Darío.
Muchas de estas suites, incluida la expuesta en la colocación de un fragmento, se encontraba en el primer cuaderno de Ana Magdalena (1722) la forma más breve en comparación con la de las partitas, poco aptas para el concertino común.
En lo referente a lo nuestro, cosecha imperecedera de la geografía natal, encomiable fue la inclusión del clásico Luis Abraham Delgadillo en La danza del Fuego , alegórica y descriptiva. Fue la confirmación patriótica de la Camerata que no por poco y sí por mucho, lleva el apellido universal de Bach. El alemán y el nicaragüense, dos creadores distantes, en un mundo cada vez más unido.
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