Las recién pasadas elecciones del 6 de noviembre en Nicaragua son incalumniables; todo lo que se diga sobre el proceso electoral es cierto. Todas las ilegalidades, todas las trampas se estrenaron en ellas. Corolario, un descomunal fraude, y el fraude es verificable con los testimonios de los fiscales, tanto de la Alianza PLI como de los del partido de gobierno, estos han confesado, burlones unos, dolidos, al parecer otros, que fueron obligados a prácticas fraudulentas.
Los dos fraudes durante este quinquenio orteguista, 2008 y 2011, se empezaron a fraguar desde el 10 de enero del 2007, día en el que amaneció presidente en posesión del cargo el comandante Ortega. El discurso de Ortega ese opaco día recordándoles a la Policía y al Ejército su origen sandinista era la primera campanada. Luego las exaltadas palabras de Tomás Borge declarando que pagaría el FSLN cualquier costo político pero no dejaría el poder. Todo era claro y planeado, estaba ciego quien no lo vio.
Pero hay algo incuestionable, los diputados electos de la Alianza PLI, que el Consejo Supremo Electoral no tuvo el valor de anular, son legítimos, no por el reconocimiento del ilegal Consejo, sino porque están respaldados por los miles de votos del pueblo de Nicaragua. El pueblo votó por muchos más, pero fue esquilmado, burlado por la voluntad de un dictador voraz, ciego y sordo a las advertencias de los observadores internacionales, igual que por funcionarios sumisos, y alguno con un miedo cerval a la cárcel merecida por oscuros manejos de bienes eclesiales anteriores al cargo de magistrado y posteriores y actuales manejos abusivos, descarados, deshonestos de los dineros del propio Consejo Electoral.
Sin embargo, los diputados de la Alianza PLI deben ocupar sus escaños en la Asamblea Nacional. Primero, porque son legítimos. Los votos del pueblo no merecen menosprecio sino acatamiento. Segundo, porque la Asamblea es la máxima cátedra política de la nación. Los diputados electos deben usarla para hacer oposición a los abusos y a los desmanes de la dictadura, para defender los menguados derechos del pueblo que los eligió; para denunciar las ilegalidades que cometan o pretendan cometer esos 63 diputados danielistas, de los cuales son legítimos unos 38 o a lo sumo 40. Veintitrés son ilegales e ilegítimos (jamás en una elección se ha excedido con cien mil votos los concedidos a los diputados, sobre los votos para el presidente). Tercero. Los diputados de la Alianza PLI tienen deberes ante sus electores. Deben, visitarlos, oírlos, legislar a favor de sus intereses, defenderlos del lobo malo, todos tanto los departamentales, como los nacionales y los parlacénicos. No será fácil, pero sí posible con valor y patriotismo. Cuando los intereses soberanos del pueblo son lo primero en el espíritu del legislador, este solo cumple con un sagrado deber y no es siquiera merecedor de elogios.
El pueblo democrático está en pie de lucha, pero no puede dejársele solo, en el seno de la Asamblea la lucha es permanente.
Además la presencia de nuestros diputados honestos, bravíos, vigilantes y sobre todo legítimos impedirá que el danielismo ejecute la maniobra de llenar el vacío de 63 o 92 legisladores con sus propios suplentes, lo cual crearía el estado deplorable de una asamblea unánime, (como sucedió en Venezuela) y por consiguiente el pueblo democrático quedaría en absoluta indefensión ante los abusos de una oprobiosa dictadura.
La autora es profesora, exdirectora del Instituto Nacional de Cultura,
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